(Este artículo se hizo en colaboración con Janine di Giovanni en París, Jeff Stein y Jonathan Broder en Washington, y Lucy Kafanov en Berlín)
11 de septiembre. Madrid. 7/7. Bombay. Y, ahora, viernes 13. París. Son sólo fechas y ubicaciones, terribles indicadores de una guerra cuyo fin nunca ha estado a la vista; una guerra que se intensificará ahora; una guerra que se ha vuelto fundamental para nuestros tiempos y que podría ser fundamental para nuestros hijos.
El mundo fue sacudido por el más reciente ataque contra civiles, en el que murieron al menos 129 personas (al momento de redactar esta nota), y cientos más resultaron heridas, por haber cometido el crimen de salir un viernes por la noche en la ciudad más gloriosa de occidente. Sólo ocho atacantes, inspirados y aparentemente organizados por el llamado Estado Islámico (EI), el grupo islamista radical derivado de Al-Qaeda en Irak, se desplegaron y atacaron. Dos de ellos, que llevaban chalecos suicidas, se hicieron explotar, y mataron a una persona, fuera de un repleto estadio de fútbol en el norte de París, donde el presidente francés François Hollande y miles de personas más veían el partido de fútbol entre Francia y Alemania. Otros marcharon hacia tres restaurantes distintos y dos bares y asesinaron a 39 personas. Y en la sala de conciertos Bataclan, tres pistoleros dispararon metódicamente contra cientos de personas, de las cuales mataron a 89. Dos de los atacantes murieron cuando hicieron detonar sus chalecos suicidas. Otro fue abatido cuando la policía francesa tomó el lugar justo después de la medianoche. Al menos un sospechoso se encuentra prófugo.
Los ataques, como todos aquellos que se han producido en la casi década y media anterior, fueron sorprendentes e indignantes. Pero es posible que este haya sido más deprimente que el resto.
¿Por qué? Porque para cualquier persona que estuviera atenta, este ataque parecía inevitable. La pregunta no era si una importante capital occidental iba a ser atacada (otra vez), sino cuándo ocurriría. Esto dependía de la carnicería cada vez mayor en Oriente Medio y el norte de África. Y proviene directamente de Siria, donde más de doscientas mil personas han muerto en una guerra civil cruel y multilateral que ha llevado a cientos de miles de refugiados a salir del país, muchos de ellos en busca de seguridad en occidente.
Durante meses, a los funcionarios de inteligencia, defensa y policía de Europa Occidental les había preocupado la probabilidad de que entre los refugiados hubiera soldados del EI listos para atacar. Es posible que el viernes 13 en París esos miedos se hayan materializado. Al menos uno de los pistoleros podría tener un pasaporte sirio, habiendo viajado posiblemente vía Grecia. Si es así, este ha sido el primer ataque en el que ha participado un “refugiado” de Siria. Y no es probable que sea el último. París “fue el primero de una tormenta”, afirmó el Estado Islámico después de los ataques. Un oficial de inteligencia occidental declaró a Newsweek que “no hay ninguna razón para no creer en ellos”.
Esa no fue la única razón por la que París 13/11 parecía inevitable. A los organismos de inteligencia de Europa y Estados Unidos les desconcertaba la posibilidad de que los simpatizantes del EI tuvieran pasaportes occidentales; de que los jóvenes musulmanes se “radicalizaran” debido a las guerras que se combaten actualmente en Siria, Irak y Libia; y por el llamado a las armas del EI, transmitido eficazmente a través de una sofisticada campaña de reclutamiento en las redes sociales. Algunos van y luchan a favor del Estado Islámico en sus campos de batalla y luego regresan a Europa (el 16 de noviembre, las autoridades francesas dijeron que el planificador del ataque tenía un pasaporte belga y que había peleado en Siria). Otros se quedan atrás, padecen y conspiran. Aparentemente, eso fue lo que ocurrió en París. Algunos de los atacantes tenían pasaportes franceses, informaron las autoridades.
Después del 11 de septiembre, el más espectacular y letal de los ataques perpetrados por yihadistas radicales, un furioso Estados Unidos, apoyado por la mayor parte del mundo, se preparó de inmediato para librar la guerra que había sido llevada hasta su territorio. Y como consecuencia del ataque de París, Hollande lo calificó (con exactitud) como un acto de guerra y juró ser “despiadado” en la respuesta. En menos de 48 horas, Francia incrementó notablemente sus ataques aéreos contra los objetivos del EI en Siria, incluyendo uno contra la ciudad de Raqqa, la principal fortaleza del grupo militarista.
Sin duda, la cólera en Francia y occidente está mezclada con un sentimiento de temor por tres grandes razones. Primero, escuchemos a quienes han tratado, durante casi quince años, de hacer frente a los ataques islamistas, explicar lo que tenemos que hacer ahora: los jóvenes musulmanes desapegados y subempleados de Europa, sin importar si están en los banlieues de París, en las afueras de Manchester, en Inglaterra, o en los suburbios de Ámsterdam, deben ser sacados de las sombras. Es necesario hacerlos sentir que forman parte la sociedad europea convencional en lugar de hacer que sólo se sientan bienvenidos en sus mezquitas locales. Y esas mezquitas no deben ser radicales. Si lo son, tienen que ser desradicalizadas. Lo mismo se aplica a las mezquitas de todo el mundo islámico: Siria, Irak, Pakistán o Arabia Saudita. La variedad del islam que lleva a los jóvenes a pelear debe ser eliminada.
Con este objetivo, afirman otras personas, Estados Unidos y sus aliados occidentales deben insistir de una vez por todas en que Arabia Saudita y otros estados árabes del Golfo dejen de permitir que sus ciudadanos financien a grupos de islamistas radicales. Los funcionarios de inteligencia occidentales creen que el dinero derivado del petróleo del Golfo ayudó a financiar a Al-Qaeda desde fines de la década de 1990, si no es que antes. Ya basta.
Finalmente, gran parte del mundo islámico debe reformar su sistema educativo, tomando medidas drásticas contra las escuelas religiosas de línea dura que existen para adoctrinar a sus estudiantes y, al mismo tiempo, ayudar a los jóvenes a prepararse para el mundo moderno dándoles algo más en qué creer, por qué luchar, además de pelear a favor del EI. Casi todo el mundo está de acuerdo con que la guerra no puede ganarse únicamente por medios militares.
Todas estas opiniones están bien. De hecho, todas ellas son verdaderas. Casi nadie discrepa con respecto a lo que debe hacerse. Entonces, ¿cuál es el problema con ellas? Sólo este: los expertos (diplomáticos, funcionarios de contraespionaje, académicos) dijeron exactamente las mismas cosas inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? Es probable que actualmente haya más mezquitas radicales que las que había en ese entonces, tanto en el mundo islámico como en occidente. ¿Sabemos si hay más o menos dinero que fluye del Golfo hacia grupos radicales suníes (Al-Qaeda y sus diversas franquicias y ahora el EI)? El número de jóvenes en occidente y en el mundo islámico atraídos hacia los grupos yihadistas y dispuestos a morir por ellos es, afortunadamente, una minoría muy pequeña. Pero aun así, miles de personas han viajado a Siria y a Irak para unirse a los radicales islamistas.
Los ataques en París se desarrollaron justo mientras diplomáticos de países preocupados se reunían bajo los auspicios de Naciones Unidas en Viena para la segunda ronda de conversaciones cuyo objetivo era alcanzar alguna clase de acuerdo negociado para la guerra en Siria, el epicentro actual del conflicto general. Estados Unidos, la Unión Europea, Irán, los saudíes, los rusos y los turcos estaban ahí. Y mientras tanto, señalan los diplomáticos, por el momento la carnicería ocurrida en París ha concentrado las mentes de las personas: sacar a colación el combate contra el Estado Islámico parece encabezar el programa mundial, por lo menos retóricamente. Existen pocas señales de que este momento de unión preparará el terreno para un acuerdo de paz en Siria.
En muchos sentidos, poco ha cambiado. La postura de Estados Unidos, y aún más fervientemente la de los franceses, los árabes suníes y los turcos, es que el dictador sirio Bashar al-Assad debe irse. El objetivo principal de los grupos rebeldes, incluidos los supuestos moderados a los que Estados Unidos ha estado ayudando, también ha sido la de derrocar a Assad, en lugar de derrocar al EI (que cuenta a Assad entre su creciente lista de enemigos). El empeño de los rebeldes en combatir al ejército de Assad ha hecho que la lucha en el terreno contra el Estado Islámico se vuelva más lenta.
Librarse de Assad no es enfáticamente el objetivo de dos de los otros participantes principales del conflicto: Irán y Rusia. Desde el inicio de la guerra civil, Irán ha estado enviando soldados y equipo para ayudar a Assad. El ejército ruso ha dedicado más tiempo a bombardear a grupos rebeldes relativamente moderados que a atacar al EI. De acuerdo con un análisis realizado por el Instituto para el Estudio de la Guerra, sólo un ataque aéreo ruso de los catorce realizados entre el 13 y el 15 de noviembre fue dirigido a objetivos del EI. Sin embargo, aparentemente el presidente ruso Vladimir Putin ha hecho lo suficiente para poner Rusia en el radar del Estado Islámico: el grupo afirmó haber plantado una bomba en el avión de pasajeros ruso que se estrelló el 31 de octubre mientras volaba desde el centro vacacional egipcio de Sharm el-Sheikh, matando a las 224 personas a bordo. Los organismos de inteligencia occidentales creen que el EI fue el responsable.
En la lucha contra el EI, el presidente Hollande de Francia parece estar totalmente comprometido. Los ataques han presionado al presidente estadounidense Barack Obama para intensificar lo que ha sido, como máximo, un esfuerzo titubeante para, en sus palabras, “degradar y finalmente derrotar” al grupo militarista. ¿Pero acaso occidente pondrá a cientos o incluso miles de soldados en el terreno de Siria e Irak? ¿Las naciones árabes suníes aportarán efectivos para la batalla, como lo desea Washington, si el objetivo final no incluye librarse de Assad? Y si no, ¿es posible derrotar al EI?
La razón final para la desesperación pos-París es el impacto inevitable que el ataque tendrá en la política europea. En Francia, que se dirige hacia la primera ronda de elecciones locales a realizarse el 6 de diciembre, el Frente Nacional, el partido de extrema derecha dirigido por Marine Le Pen, iba adelante en las encuestas. El partido había lanzado fuertes críticas hacia lo que consideraba unas políticas de inmigración excesivamente liberales por parte del gobierno cuando comenzó la crisis de refugiados paneuropea durante el verano pasado. Ya ha comenzado a usar el ataque del 13 de noviembre y al supuesto poseedor del pasaporte sirio en su retórica de campaña. Dirigiéndose al primer ministro francés, Manuel Valls, el 14 de noviembre, Louis Aliot, candidato del Frente Nacional, preguntó: “¿Puede ver dónde está el peligro? ¿El verdadero peligro?”
Esa pregunta resuena con igual potencia en la vecina Alemania, donde la canciller Ángela Merkel ha presidido una “política de inmigración de puertas abiertas”. Berlín ha dado la bienvenida a 760 000 refugiados este año. Markus Söder, ministro de Hacienda del estado sureño de Bavaria, declaró el 14 de noviembre a un periódico semanal alemán que “los días de la inmigración no controlada y la entrada ilegal no pueden continuar así como así. París lo cambia todo”.
En Polonia, el gobierno se había comprometido a alojar a 4500 refugiados sirios. Pero el 14 de noviembre, el nuevo ministro de Asuntos Europeos, Konrad Szymanski, dijo: “Aceptaremos a los refugiados sólo si tenemos garantías de seguridad”. Eso no ocurrirá; ningún país es capaz de hacer investigaciones de antecedentes de los cientos de miles de personas que huyen de la guerra en Siria.
Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, advirtió el 15 de noviembre en contra de ceder ante lo que llamó “reacciones viles” con respecto a la crisis de refugiados. Por lo tanto, cualquier persona preocupada porque pudiera haber un terrorista o dos escondidos entre los refugiados está teniendo una “reacción vil”, incluso tras lo ocurrido en París. Si, de hecho, uno de los atacantes tenía un pasaporte sirio, el orden establecido político europeo tendrá muchas dificultades para convencer a los turbados ciudadanos de este argumento.
Es posible que algunos de esos ciudadanos (y votantes) no puedan apreciar estos sermones cuando sus propios gobiernos han dejado de protegerlos repetidamente. Los servicios de seguridad franceses se encuentran entre los más profesionales y expertos del mundo, y mientras las fuentes de información occidentales dicen que ya tenían indicios de que algo estaba en marcha, los franceses no sufrían una agresión mucho más ambiciosa que el ataque homicida contra la revista satírica Charlie Hebdo, ocurrido en enero pasado.
Cuando algunos de los mejores oficiales de policía del mundo no consiguen detener un ataque tan bien coordinado, podemos decir con seguridad que enfrentan a un enemigo resuelto y diestro que no será derrotado rápidamente. Como consecuencia del 11 de septiembre, muchas personas dentro y fuera del gobierno advirtieron que los estadounidenses estaban, otra vez, en una “larga lucha en la penumbra”, como lo estuvieron en la Guerra Fría. Esa frase está siendo reciclada ahora, como un recordatorio de que nosotros, los occidentales, hemos peleado y ganado largas guerras en el pasado. No hay duda de que es una guerra larga, aunque su resultado sí que es dudoso. Y casi una década y media después del 11 de septiembre, parece que está comenzando de nuevo.
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La noche que París dejó de ser una fiesta
Le Goff considera que si el gobierno quiere realmente combatir al enemigo que lo ataca en su propio suelo, tiene que empezar por cerrar todas esas mezquitas fundamentalistas.
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek