En este preciso momento hay más de siete mil millones de seres humanos caminando por la Tierra. Son muchas bocas que alimentar. Para mantenerlos vivos a todos hemos tomado 40 por ciento de la masa continental total del planeta y la hemos convertido en campos de maíz y huertos de almendra, ranchos de ganado y huertas de naranjas; todo ello para producir los cereales, los víveres y la carne que alimenten a la humanidad.
Por desgracia, eso nos ha dejado en un predicamento. Se espera que la población mundial alcance 9600 millones en 2050, y de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), si queremos evitar la desnutrición en masa deberemos aumentar 70 por ciento nuestra producción de alimentos para ese año. El problema es que la mayor parte de la tierra que podemos trabajar para obtener alimentos ya está siendo cultivada. El resto está en las cimas de las montañas, cubierta por las arenas del desierto o en la Antártida. Las únicas posibles tierras de cultivo exigirían cortar y quemar las selvas tropicales que quedan en el mundo. Esto significa que tendremos que hacer algunos cambios a gran escala a la forma en que cultivamos.
Y no es imposible. De hecho, esto ya se hizo una vez en el pasado reciente. Pocos han oído hablar de Norman Borlaug, pero si buscas gestar una revolución en la agricultura, probablemente sea la primera persona a la que debas estudiar. A mediados de la década de 1940, con el deseo de aumentar la producción de trigo en las tierras altas de la zona centro-sur de México, Borlaug creó algunas variedades de trigo semienano de alto rendimiento y resistentes a las enfermedades, las cuales eran muy adecuadas para las montañas de México. Los agricultores que plantaron el trigo de Borlaug vieron cómo sus cosechas aumentaban de inmediato; este crecimiento era especialmente evidente cuando los cultivos se plantaban en tierra tratada con fertilizante de nitrógeno. Rápidamente, el método alcanzó gran popularidad y, para 1963, 95 por ciento de esta cosecha mexicana era del trigo enano de Borlaug. Entre 1944 (el año en que Borlaug llegó a México) y 1963, la producción de trigo de México se sextuplicó. Entonces, Borlaug fue a Asia del Sur.
A mediados de la década de 1960, Asia del Sur se moría de hambre —principalmente porque la producción de alimentos de la región no podía mantener el ritmo del crecimiento de su población—. Creyendo que podía ayudar, Borlaug empezó a exportar su trigo de alto rendimiento al subcontinente. Se mudó allí y dedicó dieciséis años a supervisar las primeras plantaciones y cosechas. Los resultados fueron tremendos: después de sólo cinco años, las cosechas de trigo en India y Pakistán casi se habían duplicado. Para 1974, ambos países eran autosuficientes en la producción de cereal, y los métodos de Borlaug se expandieron rápidamente al resto de Asia del Sur y a Asia Sudoriental. La hambruna se había evitado.
Sin embargo, la humanidad ya no puede depender de la revolución verde de Borlaug; en la actualidad, la tierra está altamente cotizada, como no lo estaba en la época de Borlaug. El tiempo también ha demostrado que la revolución estuvo lejos de ser perfecta. En su búsqueda de alimentar al mundo, Borlaug apoyó el monocultivo (cultivar una sola cosecha año tras año en la misma tierra, sin diversificación o rotación) y el uso de grandes cantidades de fertilizante de nitrógeno derivado del petróleo; ambos elementos podían producir enormes aumentos a corto plazo en los cultivos, pero a la larga hacían que la tierra fuera menos fértil. Además, Borlaug se limitó únicamente a la producción de arroz, maíz y trigo como herramientas para prevenir la hambruna, lo cual le llevó a pasar por alto algunas cosechas que ahora sabemos son más nutritivas y producen aún más calorías por acre que los cultivos mencionados, por ejemplo, las papas y los camotes.
Para bien o para mal, nos alimentamos del mundo que Borlaug construyó. Ahora tenemos que hacer algunos cambios a ese mundo de manera que pueda producir 70 por ciento más calorías en la misma cantidad de tierra. Y debemos comenzar con las frutas y verduras.
EL RASCACIELOS DE FRUTAS
El desierto de Tabernas, en el sur de España, es el lugar más seco de toda Europa. En la década de 1960 era conocido principalmente como un lugar al que los cineastas acudían cuando deseaban filmar spaghetti westerns; El bueno, el malo y el feo y Érase una vez en el oeste fueron filmadas allí. Pero entonces la tierra empezó a florecer, y hoy el árido desierto es el sitio donde se cultiva más de la mitad de las frutas y verduras frescas de toda Europa.
El crédito pertenece a los invernaderos. Los primeros de ellos se construyeron allí en 1963, por cortesía de un proyecto de distribución de la tierra encabezado por el Instituto Nacional de Colonización de España. Las frutas y verduras de esos invernaderos, en los que el clima se podía controlar y se podían producir hermosos alimentos, superaban constantemente los cultivos realizados a campo abierto, generando una época de fortuna para los ciudadanos antes empobrecidos de Almería, la provincia española donde se ubica el desierto de Tabernas. El dinero se reinvirtió, los invernaderos se ampliaron utilizando hojas de plástico baratas en lugar del vidrio como el material preferido para la mayoría de los ambientes controlados y, actualmente, los invernaderos cubren 50 000 acres del desierto de Tabernas y aportan 1500 millones de dólares cada año a la economía de Almería.
Los enormes grupos de invernaderos de Tabernas, que pueden verse a simple vista desde la órbita terrestre, han sido promovidos como un milagro económico, pero son más que eso: son la prueba de un concepto. Ahora mismo, sólo la adinerada pero carente de tierra Europa usa invernaderos para cultivar una fracción importante de sus productos frescos. Sin embargo, dado que el resto del mundo se vuelve cada vez más rico pero cada vez con menos tierra, el modelo de Tabernas podría despegar.
Esto se debe a que, desde un punto de vista ambiental y del uso de la tierra, el cultivo en ambientes controlados es una gran idea. Las frutas y verduras cultivadas en interiores tienden a producir mayores cosechas por área que los productos comparables cultivados en exteriores. Si se coloca un techo y paredes alrededor de los productos, la mayoría de los problemas causados por las malas hierbas, las plagas y el clima inclemente desaparecen. Si añadimos a la ecuación las tecnologías como la hidroponía, que consiste en cultivar plantas de manera que sus raíces se asienten en un compuesto de nutrientes personalizados en lugar de la tierra común, veremos cómo las cosechas crecen aun más. Mejor aún, se puede construir una plataforma hidropónica modular que pueda girar y apilarse, lo que significa que puede tener varios “niveles” de productos que crezcan sobre el mismo suelo (suponiendo que todas las pilas obtengan luz suficiente), donde un agricultor al aire libre estaría obligado a cultivar solamente uno.
Este “apilamiento” de plantas puede ser llevado a extremos. En 2005, Dickson Despommier, profesor emérito de Salud Pública de la Universidad de Columbia, abrió un sitio web en el que promovía las “granjas verticales”, un concepto que había inventado con sus estudiantes cuatro años antes. En algunos aspectos, es tan simple como parece: “Una granja vertical es un invernadero de alta tecnología de varios niveles”, señala Despommier. Pero esto implica muchos desafíos, desde obtener suficiente luz para todas las plantas hasta mantener las plagas y las enfermedades lejos de las cosechas para garantizar que crezcan apropiadamente. “Hay muchos aspectos técnicos y de ingeniería que deben superarse, y esa es la razón por la que no se había hecho hasta que se ha vuelto necesario hacerlo”.
En 2011, una calamidad en Japón hizo que se volviera necesario. El maremoto que causó el desastre de Fukushima eliminó la mayor parte de la tierra de cultivo cerca de Sendai, un área costera en la mitad norte de Honshu, la isla más grande de Japón. El gobierno japonés decidió poner en marcha la construcción masiva de granjas verticales con el objetivo de reemplazar las tierras perdidas. Cuatro años después, Japón tiene cientos de granjas verticales, invernaderos apilados a gran altura en rascacielos de varios niveles, donde las plantas giran diariamente para captar la luz del sol. En lugar de colocar tierra en los edificios, las plantas crecen con las raíces expuestas, empapadas en nutrientes de agua o rocío enriquecido.
La aeroponía, una tecnología afín a la hidroponía, ha despegado en Japón y está ayudando a los invernaderos de alta tecnología a producir cosechas extraordinarias a un ritmo excepcionalmente rápido: a diferencia de los sistemas hidropónicos, en los que las plantas sumergen sus raíces en una mezcla nutriente, en la aeroponía se riegan las raíces deliberadamente expuestas de las plantas con un rocío cargado de nutrientes. “Los sistemas de raíces crecen mucho más porque deben incrementar su área superficial para absorber la misma cantidad de nutrientes”, explica Despommier. Eso, a su vez, hace que las plantas crezcan mucho más rápido.
Singapur, Suecia, Corea del Sur, Canadá, China y los Países Bajos tienen granjas de rascacielos similares al concepto de Japón. En Estados Unidos se han levantado granjas de ese tipo en Chicago, mientras que Newark, Nueva Jersey y Jackson, Wyoming, tienen contratos con distribuidores particulares de ambientes controlados para construir sus propias granjas.
Sin embargo, en las granjas verticales, al menos como están concebidos actualmente, la luz sigue siendo un problema; las torres deben ser lo suficientemente angostas para dejar que la luz del sol penetre a través de ellas, o bien, los constructores deben hallar una forma de hacer girar a las plantas en crecimiento para asegurarse de que todas capten una cantidad suficiente de luz solar. O quizás exista una solución más simple: reemplazar esa luz del sol con fuentes artificiales de energía luminosa, como diodos emisores de luz.
Esto se ha estado haciendo en el Reino Unido y en los Países Bajos, en Boston y en Bryan, Texas. Las “pinkhouses” (casas rosadas), como se les llama a veces, están iluminadas con luces azules y rojas: esos son los espectros de luz visible que las plantas absorben mejor. Al usar solamente estos colores, las casas rosadas generan una enorme eficiencia: en la naturaleza, las plantas usan como máximo 8 por ciento de la luz que absorben, mientras que en las casas rosadas, las plantas pueden usar hasta 15 por ciento. Además, dado que todo ocurre completamente en interiores, las luces, la temperatura y la humedad pueden ser controladas en una medida que sería imposible incluso en las granjas verticales e invernaderos de más alta tecnología que dependen de la luz del sol.
Como resultado, las plantas cultivadas en esas casas rosadas crecen 20 por ciento más rápido que sus primas al aire libre, y necesitan 91 por ciento menos agua, muy poco fertilizante y ningún tratamiento con herbicidas o pesticidas. Actualmente, las lámparas LED hacen que los gastos de inversión para construir una casa rosada sigan siendo muy altos, pero se proyecta que los precios de estas lámparas se reduzcan a la mitad en los próximos cinco años. Teniendo en cuenta esto, quizá debamos prepararnos para un futuro en el que la mayoría de nuestros alimentos sean producidos industrialmente en rascacielos iluminados con luces LED y construidos con acero y concreto armado.
UN DULCE ALIVIO
Considera esta estadística: en Estados Unidos, hasta 40 por ciento de los productos cultivados nunca son vendidos ni consumidos. ¿La razón? Son demasiado feos.
Los consumidores no adquieren frutas o verduras imperfectas, y las tiendas de comestibles se niegan a almacenarlas. La demanda de productos “bonitos” significa que los agricultores de frutas y verduras deben compensar el costo de todos los alimentos que no pueden vender. Como resultado, los productos que se venden actualmente en las tiendas de comestibles son sólo aquellos que pueden producir grandes márgenes de ganancias.
Esa es también la razón por la que los ambientes controlados, desde las casas rosadas de Boston hasta los invernaderos cubiertos de plástico de Almería, se utilizan predominantemente para cultivar productos frescos: los agricultores pueden producir constantemente piezas de buena apariencia. Tienen una enorme ventaja en el mercado actual de las frutas y las verduras, en el que se valora el aspecto de la cosecha tanto como cualquier otro elemento. Además, en el caso de los alimentos, la frescura tiene otra ventaja: cuanto menor sea la distancia que deban recorrer antes de llegar a tu plato, tanto más sabrosos serán y tanto menos pagarás por ellos. Los ambientes controlados permiten que los agricultores cultiven sus productos prácticamente en el mismo lugar donde los venden. Por ello, incluso en Estados Unidos, donde abundan las tierras de cultivo, 40 por ciento de los tomates que se venden frescos en las tiendas son cultivados en invernaderos, afirma Chieri Kubota, catedrático de la Facultad de Fitociencias de la Universidad de Arizona.
Pero el cultivo en ambientes controlados es mucho menos rentable para los cultivadores de alimentos básicos. El arroz, el maíz y el trigo, que son los cereales que proporcionan al mundo aproximadamente 50 por ciento de sus calorías, son baratísimos, más o menos sin tomar en cuenta su apariencia. Los márgenes de ganancia de esos cultivos son muy estrechos, por lo que cualquier inversión adicional en innovación y métodos de producción generaría un precio increíblemente alto. Los agricultores de productos básicos pueden obtener ganancias al cultivar cantidades enormes de cultivos en grandes extensiones de tierra; económicamente, no tiene sentido que traten de reproducir ese modelo de ganancias en invernaderos, por lo que es poco probable que el cultivo en ambientes controlados reemplace al cultivo a campo abierto cuando hablamos de nuestros cultivos más importantes.
Para aumentar la producción de cultivos de alimentos básicos hasta el punto en que podamos alimentar a 9600 millones de personas, es probable que no se requiera nada tan encantador como los grupos de invernaderos visibles desde el espacio; podría ser tan simple como modernizar todo el mundo del cultivo. “Muchos agricultores pobres de países subdesarrollados continúan cultivando como se hacía 10 000 años a. C.,” señala Dan Glickman, exsecretario de Agricultura de Estados Unidos y actual consultor de varias organizaciones sin fines de lucro que esperan solucionar el hambre en el mundo. “No hay rotación de cosechas, no hay irrigación; las personas todavía usan animales en los arados. El solo hecho de exportar las modernas prácticas de cultivo a todo el mundo hará mucho para alimentar a muchas más personas”.
En particular, la adopción universal de la rotación de cultivos podría ser un importante elemento de cambio. Sin ninguna intervención, los campos plantados una y otra vez con cosechas de productos básicos al final se “agotan”: las plantas consumen todo el nitrógeno de la tierra, haciendo que se vuelva estéril. Las soluciones más comunes consisten en agregar más nitrógeno mediante fertilizantes o dejar el suelo sin cultivar hasta que la tierra se recupere y pueda cultivarse otra vez. Ambas alternativas conllevan costos importantes, ya sea monetarios (el fertilizante es caro, particularmente para los pequeños agricultores de las zonas rurales) o en calorías producidas (los campos sin cultivar no las producen). Pero también hay una opción bastante sencilla: en lugar de dejar los campos sin cultivar mientras se recuperan, es posible plantar ciertos cultivos, principalmente legumbres, que reintroducirán el nitrógeno en la tierra. En otras palabras, alternando cada cosecha de maíz con una cosecha de garbanzos o frijoles, un campo nunca tendrá que quedarse sin cultivar.
Además, el hecho de diversificar las cosechas puede añadir nutrientes muy necesarios a la mayoría de los estilos de alimentación locales. En 2008, Joel Bourne, agrónomo, periodista y autor de The End of Plenty (El fin de la abundancia), fue a Malaui para colaborar con el personal de asistencia a introducir la rotación de cultivos entre los agricultores locales. “Actualmente, las personas de esa región dependen mucho del maíz”, dice Bourne. “Comen potaje de maíz blanco que les aporta la mayor parte de sus calorías, pero tiene cantidades muy bajas de otros nutrientes, por lo que si logramos que los agricultores planten legumbres, chícharos y cacahuates, ello nos ayudará a mejorar la alimentación en la zona”.
Otra opción, mucho menos realista, consiste en mejorar nuestra configuración alimentaria mundial. Comparados con otros posibles alimentos básicos, el trigo, el arroz y el maíz no producen muchas calorías por acre; el maíz produce 7.5 millones de calorías, el arroz 7.4 millones y el trigo apenas 3 millones. Por su parte, los camotes pueden producir 10.3 millones de calorías por acre, pueden crecer en tierra estéril y toleran una irrigación irregular. Las papas producen 9.2 millones de calorías por acre, crecen en cualquier tierra agotada y pueden tolerar las heladas. Ambos productos tienen buenas referencias como cultivos básicos: un ejemplo, la humilde papa ayudó a Europa a superar la explosión demográfica producida por la Revolución Industrial mientras que, durante mucho tiempo, el camote sirvió como alimento principal para los hawaianos nativos y para los pueblos maoríes de lo que ahora conocemos como Nueva Zelanda, pero fueron dejados de lado por Borlaug y sus discípulos durante la revolución verde a favor del trigo, el arroz y el maíz.
Dada la proporción de calorías por acre que debemos lograr si deseamos alimentar a las futuras generaciones, las papas y los camotes tendrán un renacimiento. De hecho, en los lugares donde la tierra cultivable es escasa, esto ya ha comenzado: el gobierno de Kenia, trabajando con la organización no gubernamental One Acre Fund, está alentando a los agricultores a plantar camotes en lugar de maíz, mientras que el gobierno chino ha pedido a sus ciudadanos que incorporen las papas como parte de su alimentación nacional. Incluso la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha empezado a apoyar estos tubérculos; en 2008, la papa fue declarada como “el alimento del futuro” y, actualmente, la ONU dirige un fondo específico para apoyar a los agricultores de papa de todo el mundo.
TRACTORES DE ALTA TECNOLOGÍA
En tanto ese renacimiento de los tubérculos se vuelve mundial, la eficiencia será el objetivo principal. Casi la mitad del suministro mundial de cereales (trigo, arroz y maíz, así como de granos menos populares como el sorgo y la cebada) se cultiva en Estados Unidos, India y China. En esas tres naciones, los cultivos impulsados por datos están en auge, junto con nuevos campos de estudio y nuevas carreras para aquellas personas dispuestas a procesar muchos números.
K. C. Ting, director de la Universidad de Illinois en el Departamento de Ingeniería Agrícola Y Biológica de Urbana-Champaign, trabaja con agricultores a campo abierto (aquellos que siembran bajo el enorme cielo azul) para aumentar su producción, al tiempo que mantienen bajo control los costos de cosas como el agua y el fertilizante, e incluso reduciendo esos costos en algunos casos. Ting y sus colegas elaboran mapas de los campos, averiguan cuáles son los lugares que producen las cosechas más altas y luego recogen los datos clave sobre tales sitios: desde el pH de la tierra y los niveles de agua hasta su contenido de minerales. Con esta información, Ting y otros “Ingenieros AB” pueden ayudar a los agricultores a planear dónde labrar y dónde rociar el agua, los herbicidas, los pesticidas y el fertilizante. En granjas más grandes, pueden automatizar algunos o todos estos procesos (labrar, regar, fertilizar), de manera que sean realizados en una forma más eficiente de la que podría hacerse con manos humanas. La automatización del equipo de granja también ayuda a los ingenieros a recopilar más datos, y año tras año, conforme se recopilan esos datos, la granja se vuelve más eficiente.
Brian Scott, residente de Indiana, agricultor y blogger ocasional de la vida en la granja, cultiva “poco más de 2000 acres” de maíz, maíz palomero, trigo y frijol de soya (es una superficie bastante grande; el área promedio en acres de las granjas en Estados Unidos es de 1105.) Scott enumera las herramientas de alta tecnología que usa en su granja: tractores equipados con GPS y dirección automática que labran en línea recta (porque “en un día de diez a doce horas es difícil para una mano o un cerebro humano labrar una línea perfectamente recta”), un plantador que “sabe dónde está y dónde ha estado”, por lo que nunca replanta la misma parcela de tierra, un tubo de fertilizante que hace lo mismo, pruebas de pH para sus campos, mapas e historiales de cosecha de sus frijoles de soya y de su maíz. No tiene algunas de las cosas más novedosas del área (sensores de cosecha, irrigación a través de un teléfono inteligente), pero Scott dice que los juguetes tecnológicos que usa le han ayudado a aumentar su producción, al tiempo que ahorra importantes cantidades de dinero.
Pero cuando se le pregunta si las cosechas de los agricultores estadounidenses aficionadas a la tecnología ayudarán a acabar con el hambre en un mundo de más de 9000 millones de habitantes, Scott guarda silencio. Cuando responde, lo hace de manera pensativa. “A veces las personas olvidan que si cultivamos 300 bushels de maíz por acre”, casi el doble del promedio récord del año pasado, “es grandioso, pero ¿cuál será el precio?”.
Scott teme que si el exceso de producción de maíz reduce demasiado el precio de este grano, habrá menos agricultores para los que valga la pena producir maíz en grandes cantidades, lo que hará que se cultive menos maíz en todo el mundo. Por consiguiente, dice, “esos cultivos [no] necesariamente llegan a las personas de los países pobres”. Los incentivos financieros son fundamentales: “Muchos agricultores me han dicho recientemente que ya no se identifican con el concepto de alimentar al mundo”.
CARNE DE LABORATORIO
La complicada interacción entre la demanda del consumidor, la producción de la cosecha y los incentivos para el cultivo desempeña un papel importante en lo que es probablemente el tema agrícola más trascendente de la actualidad: los organismos genéticamente modificados o transgénicos. Muchos de los cultivos de Scott son en realidad transgénicos; gran parte de su maíz es Bt (venenoso para ciertos insectos), y todos sus frijoles de soya son Roundup Ready (resistentes a herbicidas), y esto le ayuda a mantener una alta producción. Pero los cambios recientes en la demanda del consumidor de productos no transgénicos lo ha obligado a mantener sin modificar algunos de sus cultivos. “El año pasado creo que casi todo nuestro maíz amarillo era transgénico, y este año no lo es, porque en el lugar al que llevamos nuestro maíz desean que todo el maíz sea no transgénico”.
Pero para las personas preocupadas principalmente por evitar la inminente hambruna en el mundo, el debate alrededor de la inocuidad de los productos transgénicos es eclipsado por una pregunta a más fundamental: ¿la modificación genética ayudará a alimentar a 9000 millones de personas? Bourne dice que, aunque los transgénicos resistentes a herbicidas y pesticidas han hecho que las vidas de los agricultores se vuelvan más fáciles, “no hemos visto crecimientos importantes en maíz, arroz o trigo en los principales graneros del mundo aproximadamente desde el año 2000, y eso es muy preocupante”.
Una posible excepción es el arroz C4, desarrollado por el Instituto Internacional de Investigación del Arroz en Filipinas. El arroz común tiene lo que se conoce como una vía fotosintética C3, que convierte la luz del sol en energía en una forma menos eficiente que la vía C4 que utiliza, por ejemplo, el maíz. La idea, explica Bourne, es desarrollar una forma modificada de arroz que utilice la vía C4; comparado con un arrozal no modificado, un arrozal C4 produciría una cosecha 50 por ciento más alta. Todos los componentes necesarios para la fotosíntesis de C4 ya existen en el arroz común, pero están distribuidos de manera diferente y no son tan activos. Y la vía genética que podría convertir el arroz C3 en C4 todavía aún no se comprende totalmente. “He entrevistado al director del departamento de la Universidad de Oxford que trabaja en esto, y me dijo que todavía estamos a veinte o veinticinco años de ver esto en el campo”, dice Bourne. “Así que todavía está más allá del horizonte que necesitamos si queremos hacer frente a todos los problemas de alimentación”. Dicho lo anterior, el Instituto del Arroz ha comenzado recientemente a experimentar con el proceso que usa CRISPR, una herramienta recién creada de edición de genes de una precisión sin precedentes; muchas personas esperan que la tecnología acelere el proceso de comprender las vías C4 de las plantas y de diseñar y poner en funcionamiento una vía C4 para el arroz.
De acuerdo con Bourne, la forma más eficiente de hacer frente a nuestros problemas alimentarios es en realidad mucho menos glamorosa: podemos dejar de comer carne. Ahora mismo, la FAO calcula que todo un tercio de las tierras cultivables se utilizan para producir forraje para animales; una cantidad mucho mayor (aproximadamente 26 por ciento de la superficie sin hielo de la Tierra) se utiliza para pastorear a los animales mismos. Pero aun así, la producción de carne es increíblemente ineficiente: en promedio, la producción de proteína animal en Estados Unidos requiere 28 calorías de forraje por cada caloría de carne producida para consumo humano.
Por desgracia, la carne es un artículo de lujo, y conforme cada vez más personas salen de la pobreza en lugares como India y China, la demanda de carne crece enormemente; la FAO pronostica que la demanda mundial de carne aumentará en más de dos tercios en los próximos cuarenta años.
Esa creciente demanda podría ser el golpe de gracia de la selva tropical del Amazonas: China ya posee la mitad de los cerdos de todo el mundo, y conforme los campesinos rurales han empezado a tener más ingresos disponibles, la demanda de la carne de cerdo ha aumentado. Sin embargo, el cultivo de forraje para todos esos millones de cerdos requiere un enorme uso de la tierra, y las tierras agrícolas de China están en malas condiciones: de acuerdo con Xinhua, la agencia de prensa oficial de China, más de 40 por ciento de las tierras de cultivo del país se han degradado debido al cultivo excesivo. Por ello, China ha decidido que en lugar de cultivar el alimento para cerdos que necesita, simplemente va a importarlo de lugares como Brasil. La demanda de frijoles de soya para alimentar a los cerdos de China está impulsando una revolución de la soya en Brasil, que incentiva a los agricultores a talar los árboles de la selva tropical y plantar más soya. Y, por supuesto, la tala de la selva tropical libera carbono en la atmósfera que, a su vez, acelera el calentamiento global, el cual produce menos tierra cultivable, lo que empeora nuestro inminente problema de escasez de alimentos.
Una posible solución es reemplazar la carne producida en la tierra con carne producida en laboratorios. En la Universidad de Maastricht, en los Países Bajos, Mark J. Post, experto en fisiología vascular, ya trabaja en ello. En 2013, Post produjo la primera hamburguesa creada en un laboratorio y la dio a comer al investigador de alimentos Hanni Ruetzler y a Josh Schonwald, escritor de temas alimentarios. Ruetzler elogió el sabor y la consistencia de la hamburguesa, pero su precio de 330 000 dólares por pieza no la convierte en una verdadera competencia para los ganaderos. Sin embargo, este año, Post, financiado por Sergey Brin, cofundador de Google, redujo el precio a 80 dólares por kilogramo de carne, o poco más de 11 dólares por hamburguesa, lo cual la acerca mucho a la viabilidad comercial.
Sin embargo, antes de que se convierta en una oferta regular en McDonald’s, la carne de Post debe superar algunos obstáculos. La hamburguesa es seca, dice Ruetzler; la carne de Post carece de grasa, que en una hamburguesa de res añade sabor y mantiene la carne “jugosa”. El medio de desarrollo de la carne molida también es un problema: hasta ahora, las células madre de Post se han convertido en carne con éxito sólo cuando se remojan en un suero hecho de sangre de feto de carnero, una alternativa costosa (y definitivamente no vegetariana). Post y sus colegas de Maastricht trabajan actualmente para solucionar esos problemas. Post calcula que deberán pasar entre veinte y treinta años antes de que la carne de res de laboratorio esté disponible comercialmente. Mientras tanto, sin embargo, Amit Gefen, bioingeniero de la Universidad de Tel Aviv, ya ha comenzado a experimentar con la carne de pollo producida en laboratorio. En otras palabras, no es ninguna locura imaginar un futuro cercano en el que las tierras de cultivo se conviertan, al menos en parte, en sede de laboratorios de alimentos de alta tecnología.
CAIMANES EN LA PISCINA
Si los seres humanos pueden reunir la voluntad para asumir toda la tecnología y la infraestructura necesarias para alimentarnos a todos, se producirá un efecto secundario interesante. Se liberarán hasta 20 000 millones de millas cuadradas de tierra dedicada a la producción de alimentos. Donde alguna vez nos alimentamos del 40 por ciento de la superficie terrestre, idealmente, en el futuro, consumiremos poco menos que 5 por ciento. Entonces, ¿qué haremos con toda esa tierra adicional?
Despommier cuenta la historia de un agricultor de Florida cuyos 30 acres de campos de fresa fueron destruidos en 1992 por el huracán Andrew. El agricultor consiguió dinero para reconstruir su granja, pero en lugar de replantar fresas, usó el dinero para construir un invernadero: “Lo hizo porque creía que si construía un invernadero lo suficientemente fuerte, podría sobrevivir al próximo huracán, y tenía razón”, dice Despommier. Además, equipado con implementos de hidroponía, el invernadero era tan eficiente que en un acre de espacio interno podía cultivar más fresas de las que había podido producir en 30 acres al aire libre. Esto dejó al agricultor con 29 acres de tierra sin usar.
El agricultor decidió dejar que la naturaleza reclamara los antiguos campos de fresa. Pronto, las tiras de cultivo se convirtieron en un pantano, “se volvieron silvestres de nuevo”, dice Despommier. “Le hablé, y dijo que el único problema que tenía ahora era preocuparse por los caimanes en su piscina”.
Despommier dice que quiere ser responsable de “volver silvestre de nuevo” tanta tierra como sea posible. Los beneficios estéticos y ambientales son suficientemente deseables por sí mismos, comenta, pero el verdadero impulso consiste en retardar o incluso revertir el cambio climático. Si cada ciudad pudiera cultivar aunque fuera sólo 10 por ciento de lo que consume, señala Despommier, el hecho de que las tierras volvieran a ser silvestres “significaría una enorme adición a los bosques de especies frondosas que absorberían suficiente carbono como para regresar el reloj aproximadamente a 1980 en términos de la cantidad de carbono en la atmósfera”. Y eso es sólo con unas 340 000 millas cuadradas de tierra recuperada; imagínate los beneficios climáticos generados por varios miles de millones de millas de tierra que vuelve a ser silvestre, y todo ello con comida de sobra.
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek