Todo oficial de policía sabe que algún día tendrá que salvar la vida de su compañero. Pero pocos tendrán que hacerlo como Nick Belliveau, agente de veintiocho años de Sebastopol, pequeña población del norte de California, Estados Unidos.
Belliveau trabaja con un pastor alemán llamado Frank, perro activo de siete años que hace lo que su compañero describe como “el trabajo de buscar y morder”. Acunado en las colinas de un territorio de viñedos, Sebastopol suele ser un lugar tranquilo, aunque tiene su propio elenco de delincuentes de poca monta. En una ocasión, en febrero de 2014, como una hora antes de medianoche, Belliveau descubrió a uno de ellos cuando trató de abordar a un ebrio beligerante en un callejón, detrás de un bar. El borracho, armado con una botella, no se dejó someter, de modo que Belliveau presionó el botón que liberó a Frank del auto patrulla. El pastor alemán corrió hacia los hombres y rápidamente sujetó con el hocico la mano del sospechoso, fracturándola. Así terminó el enfrentamiento.
Aunque Frank es un arma, también es una mascota que vuelve a casa con Belliveau al terminar cada turno. El invierno pasado, la mujer del policía acariciaba el grueso pelaje del perro cuando detectó un “enorme bulto bajo su cuello”. Podían ser muchas cosas, ninguna de ellas buenas. Así que Belliveau llevó a Frank al veterinario, quien realizó algunas pruebas e indicó antibióticos.
El tratamiento no funcionó. Varios días más tarde, Belliveau trabajaba un turno de noche cuando su esposa lo llamó. Frank estaba muy letárgico, se negaba a comer y estaba escondido en un rincón de la cochera. Era una conducta muy poco normal en un perro siempre lleno de energía; cada vez que el oficial hacía una parada de tráfico y dejaba a Frank en la patrulla, sus ladridos eran incesantes. No era un perro manso. Algo sucedía.
Belliveau corrió a casa y llevó a Frank nuevamente al veterinario. Esa vez se estableció el diagnóstico de linfoma, un cáncer de células blancas (leucocitos) cuyo signo revelador es el crecimiento de ganglios linfáticos. Belliveau tenía que enfrentar varias opciones, incluida la de hacer nada. Pero si no actuaba, Frank moriría, y pronto. El tratamiento más prometedor consistía en diecinueve semanas de quimioterapia y costaría 10 000 dólares, tres veces más de lo que Frank costaba al Departamento de Policía de Sebastopol.
“No lo pensé dos veces”, me dijo Belliveau mientras hacíamos rondas en su patrulla una fresca noche en el norte de California. Frank lo había salvado una vez; era su turno de hacer lo mismo por él. El Departamento de Policía de Sebastopol le dijo que podría sufragar parte del gasto, pero los fondos departamentales probablemente no cubrirían el costo total de la quimioterapia. Así que Belliveau recurrió a internet.
Cuando nos entrevistamos, en febrero, me dijo que había reunido cerca de 20 000 dólares con una petición en línea. Esto le dejó muy complacido e impresionado. Belliveau dice que muchos donadores compartían un característica común: también tenían perros con cáncer. Estos animales son altamente susceptibles a la enfermedad, y ciertas variedades afectan a ciertas razas caninas. Por ejemplo, el peludo boyero de Berna desarrolla frecuentemente el sarcoma histiocítico, en tanto que el mullido chow chow es una de las razas que tienden a sufrir de melanoma bucal. El cáncer canino pone de relieve las profundas raíces genéticas de esta enfermedad: la reproducción de perros para obtener ciertos rasgos, como pelaje dorado u hocico alargado, transmite, inadvertidamente, rasgos genéticos indeseables de una generación a la siguiente, y el cáncer viaja en las hermosas características asociadas con las razas puras. Fuerzas parecidas actúan en los humanos: por ejemplo, las mujeres de ascendencia asquenazí tienen mayor riesgo de cáncer de mama debido a la mutación genética BRCA.
Sin embargo, aunque algunas razas caninas desarrollan cánceres de manera habitual, otras no presentan el problema. En su libro Zoobiquity: The Astonishing Connection Between Human and Animal Health, la cardióloga y bióloga evolucionista Dra. Barbara J. Natterson-Horowitz y la reportera científica Kathryn Bowers señalan que los beagles y los dachshunds casi no sufren de cánceres. Natterson-Horowitz y Bowers escriben que “estas razas de perros, extrasaludables, pueden apuntar a conductas o características fisiológicas que brindan protección contra el cáncer”. ¿Cuáles son esas conductas o mecanismos? No lo sabemos.
Es probable que los perros también desarrollen cáncer porque, más que cualquier otro animal, están expuestos a la infinidad de toxinas contenidas en productos y derivados de la civilización moderna. “Respiran el mismo aire [que nosotros]; beben la misma agua”, explica Matthew Breen, director del laboratorio de investigación de cáncer canino en la Universidad Estatal de Carolina del Norte. El formaldehído de los muebles, el bisfenol A de los platos de plástico, los hidrocarburos poliaromáticos de la carne quemada: tu french poodle está tan expuesto como tú a esos carcinógenos.
En años recientes, Breen ha tratado de mapear los grupos de cánceres caninos que ocurren en Estados Unidos. Explica que si una comunidad tiene un contaminante ambiental (por ejemplo, una toxina en el agua subterránea o partículas aéreas de una fábrica cercana), cualquier cáncer resultante podría presentarse en los perros antes que en los humanos. Y como la mitad de los hogares estadounidenses tienen perros —hay 80 millones—, Breen considera que las amadas mascotas son “el máximo canario de mina”.
Breen es uno de un creciente grupo de investigadores que vuelven la mirada a los animales para buscar respuestas sobre el cáncer. “Sería una irresponsabilidad científica no seguirles la pista”, dice Natterson-Horowitz, coautora de Zoobiquity. “Cada minuto de cada día, aves, peces y mamíferos terrestres desarrollan una enfermedad, y muchas de esas enfermedades se superponen a las nuestras”. En otras palabras, el Doctor Dolittle podría enseñarnos mucho sobre las enfermedades humanas.
Por el otro lado tenemos a los animales que no desarrollan cáncer, los anti-Frank, los superdachshunds. Los que el Dr. Harold. E. Varmus, exdirector del Instituto Nacional del Cáncer, dijo a The New York Times, la primavera pasada, que ansiaba conocer mejor. Los que poseen una armadura innata contra el padecimiento que aflige a cerca de 1.7 millones de estadounidenses cada año. Esos son los que fascinan al Dr. Joshua D. Schiffman.
Schiffman sabe todo sobre el cáncer, tanto del humano como de la variedad animal. Creció en Providence, Rhode Island, hijo de un oncólogo que trabajó en los Institutos Nacionales de Salud y Yale, antes de ingresar en Brown, donde aún es miembro de la facultad. Su padre era clínico, no investigador. De modo que sabía exactamente cuál era el aspecto del cáncer, en qué parte del cuerpo humano se originaba y adónde iba. Su trabajo no era averiguar de dónde provenía el cáncer o por qué; sólo lo hacía desaparecer para que sus pacientes vivieran otro día y, después, un día más.
Schiffman me contó de una ocasión, en el verano de 1989, cuando tenía quince años. Bajó de su dormitorio para cenar y su padre le apretó el cuello con las manos. Schiffman pensó que su progenitor, quien jamás se había mostrado violento, estaba estrangulándolo porque había hecho algo realmente terrible. Pero no era así: Schiffman padre estaba palpando los ganglios linfáticos del cuello de su retoño, porque bien sabía que cualquier crecimiento solía ser el primer signo de cáncer. Los dedos del doctor confirmaron la primera sospecha de sus ojos. Realizó pruebas que confirmaron que Joshua tenía linfoma de Hodgkin, un cáncer de la sangre que afecta a los adolescentes, parecido al que atacó a Frank, el pastor alemán.
Lo que siguió, recuerda Schiffman hijo, fue “un verano de R y R: reposo y radiación”. Recibió tratamiento en un hospital de Boston. Su padre lo llevaba todos los días a radioterapia y de regreso a casa, en Providence. Schiffman dice que se pasaba las noches vomitando por la radiación, pues afectaba el área postrema del cerebro, donde se activa la respuesta de náusea. Luego, la mañana siguiente, repetían todo el proceso. Fue un verano de brutalidad curativa. Pero el cáncer desapareció y jamás ha regresado.
Hoy Schiffman cuenta con 41 años. Vive en Salt Lake City con su esposa, Maureen, y sus tres hijos. Después del brote de linfoma, Schiffman no quería tener nada que ver con la medicina, sobre todo la especialidad de su padre. Estaba harto de médicos y, más aún, del cáncer.
Pero las cosas no resultaron así: Schiffman es director de la clínica de oncología genética pediátrica en el Centro Médico Infantil Primario Intermountain y también dirige el Instituto Oncológico Huntsman de la Universidad de Utah. Atiende niños enfermos como ha venido haciendo desde hace veintiséis años, niños aterrorizados que enfrentan la muerte. No obstante, pasa mucho tiempo tratando de desentrañar los misterios genéticos y hereditarios del cáncer, investigando cómo heredamos el riesgo de la enfermedad del mismo modo que los chow chow están marcados para desarrollar melanoma desde que nacen. Su única queja de Salt Lake City es que los bagels son incomibles. Nada sorprendente.
Su experiencia con el cáncer en la adolescencia se ha suavizado, igual que su aversión por la medicina. Al salir de bachillerato decidió inscribirse en el Programa de Educación Médica Liberal de la Universidad de Brown, curso de ocho años que utiliza un enfoque humanista hacia la medicina, con clases impartidas por poetas y dramaturgos. Y después, en una decisión improbable o quizás inevitable, Schiffman se interesó en el cáncer pediátrico.
Durante su estancia en Brown, hizo trabajo voluntario en un hospital local, donde conoció a un paciente llamado Derek Cute, quien acababa de cumplir siete años. Tenía leucemia y estaba a punto de morir, algo evidente para todos los que estaban a cargo de su tratamiento. Otros voluntarios previnieron a Schiffman de no apegarse a Derek, pero no los escuchó, quizá porque veía en el niño enfermo algo de sí mismo. Su relación se hizo cada vez más estrecha y, en una ocasión, cuando Schiffman lo visitó en su casa, Derek le dijo: “Sabes, Josh, eres mi único amigo”. Derek murió poco después; Schiffman quedó destrozado.
La muerte del niño llevó a Schiffman a la sencilla conclusión que aún rige su labor: “El cáncer es una porquería y tenemos que hacer algo al respecto”. Tras titularse de médico en Brown, Schiffman ingresó en la Universidad de Stanford, donde se interesó en la atención pediátrica paliativa: ayudar a los niños a morir cuando ya no pudiera ayudarlos. En 2003, compró una casa con Maureen en Menlo Park, California, cerca del campus de Stanford. Ya que tenían una hogar, ahora necesitaban un perro. Así que consiguieron un boyero de Berna al que llamaron Rhody, para recordar el hogar familiar de los Schiffman en Rhode Island. Alguien alertó a la pareja sobre la susceptibilidad de la raza al sarcoma histiocítico, pero Schiffman descartó la alarma, pensando en qué probabilidades hay de que un oncólogo tenga un perro con cáncer.
En 2008, el médico encontró empleo en la Universidad de Utah, donde realizó investigaciones genéticas mientras continuaba su labor en oncología pediátrica. Cada vez se interesaba más en el hecho de que algunos niños parecían nacer con predisposición al cáncer, lo que indicaba que uno o ambos progenitores habían transmitido un gen infortunado. Utah era el lugar prefecto para realizar un estudio sobre la transmisión familiar del cáncer: las familias mormonas suelen ser muy numerosas y “la genealogía es un aspecto importante en esa cultura”, descubrió Schiffman, muy pronto. Pero también le fascinó el paisaje, la cordillera Wasatch alzándose como una muralla parda sobre la ciudad, la claridad de la luz alpina. “Esas enormes montañas, los grandes espacios y la apertura a las ideas”, me dijo. “Todo se combina”.
Los Schiffman aún estaban adaptándose a la vida en Salt Lake City cuando, en 2010, Rhody empezó a cojear. Schiffman recordó la advertencia sobre los boyeros de Berna y el sarcoma, y la facilidad con que descartó lo que resultó ser una declaración de riesgo genético profundamente arraigado. La advertencia no fue un augurio, sino un hecho. A diferencia de Frank, el perro policía de Sebastopol, Rhody tenía pocas esperanzas de tratamiento. “Murió en un par de meses”, recuerda Schiffman.
Tras el fallecimiento de Rhody, Schiffman desarrolló un nuevo interés: averiguar por qué su mascota había enfermado. Cuando un perro cumple diez años, sus probabilidades de morir de cáncer aumentan un sorprendente 50 por ciento. Esto puede ofrecer lecciones que Schiffman considera valiosas para todas las personas, no sólo a los amantes de los perros. El médico aún lloraba la muerte de Rhody cuando asistió a una conferencia sobre genética en Washington, D. C. y allí vio un cartel de un artículo sobre el riesgo genético de cáncer en boyeros de Berna, y de inmediato comenzó a interrogar al pobre estudiante de posgrado que presentó la investigación, explicando por qué tuvo que ponerse en contacto con los autores del estudio (la postura científica de Schiffman puede describirse como “incomodar y colaborar”). Su perro no sólo murió de cáncer, sino el oncólogo que estaba estudiando la predisposición genética a la enfermedad, aunque —por supuesto— en humanos. Como los romances de las películas de Meg Ryan y Tom Hanks, aquella era una relación predestinada.
Uno de los autores principales del estudio era Breen, el investigador de cáncer canino de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, ampliamente considerado un líder del campo. Y muy pronto desarrollaron una amistad muy productiva: “Yo era el humano de su perro”, comenta Schiffman, “y él era el perro de mi humano”. A través de su trabajo con diferentes especies, intentaban descubrir las mismas cosas: cómo acecha el cáncer en los genes, cómo salta de generación en generación, cómo y cuándo decide atacar. Al final, el mecanismo del cáncer sería el mismo. En palabras de Schiffman, Breen se convirtió “en mi alma gemela académica”.
El verano de 2012, Schiffman asistió a una conferencia sobre medicina evolutiva y oncología comparativa, el estudio de cáncer entre diferentes especies. Uno de los ponentes era Carlo C. Maley, profesor asociado de la Universidad Estatal de Arizona, donde investiga el cáncer y la evolución. A su vez, Maley presentó a Schiffman una de las mayores interrogantes del cáncer: la paradoja de Peto.
La paradoja de Peto deriva su nombre de sir Richard Peto, estadista y epidemiólogo médico de la Universidad de Oxford cuyos trabajos durante la década de 1970 identificaron el nexo entre tabaquismo y cáncer. Como todas las paradojas, la de Peto es increíblemente compleja debido, justamente, a que es increíblemente simple: ¿Por qué los animales grandes no padecen más cánceres que los animales pequeños? El cáncer se debe a una división descontrolada de células. Cuantas más células tiene un animal, mayor es la probabilidad de que alguna de ellas se salga de control y produzca un tumor. Los animales enormes, como ballenas y elefantes, tienen más células que los humanos, por ello debieran presentan mayor incidencia de cánceres. Una ballena tiene mil veces más células que un humano, así que debieran ser blanco del cáncer desde que nacen. Pero por alguna razón, las ballenas evitan ese destino mejor que nosotros. Y no sólo eso, evitan el cáncer mucho más tiempo, pues algunas ballenas de Groenlandia (o boreales) llegan a vivir hasta doscientos años. También hay elefantes que viven sesenta años y, sin embargo, tienen cien veces más células que nosotros.
“La evolución ha resuelto el problema” del cáncer en los grandes mamíferos, explicó Maley cuando hablamos por teléfono, la primavera pasada. Las especies sobreviven mediante la reproducción, y los periodos de gestación de los grandes mamíferos son mucho más prolongados: un elefante pasa alrededor de veintidós meses en el útero, mientras que la gestación de una ballena puede durar unos dieciocho meses. Además, los elefantes se reproducen hasta lo que para ellos se considera la senescencia: después de los cincuenta años. Los paquidermos que pueden suprimir el cáncer el tiempo suficiente para reproducirse, pasan a sus descendientes los genes que reprimen el cáncer. En cambio, la naturaleza acaba rápidamente con los ratones, porque se reproducen a menudo y a muy temprana edad y pasan rápidamente sus genes a la siguiente generación. Los humanos también desarrollan cáncer a mediana edad, después de cumplir sus funciones reproductivas. Nos beneficiamos del legado de antepasados que, en general, pudieron suprimir el cáncer hasta que dejaron de reproducirse (y criar a sus hijos), razón por la cual, en palabras de Schiffman, “el cáncer es una enfermedad del envejecimiento”. Es la forma cruel como la evolución recompensa nuestra paternidad.
El legado evolutivo de elefantes y ballenas, con sus resistentes genomas, podría guardar el secreto para suprimir el cáncer en los humanos mayores, que son quienes tienen mayor probabilidad de desarrollar cáncer. ¿Qué ocurre dentro del cuerpo de un paquidermo o un cetáceo que lo libra del cáncer durante tantas décadas? ¿Por qué casi 25 por ciento de los estadounidenses muere de cáncer, pero sólo afecta a 18 por ciento de las belugas y, aun así, un ejemplar de esta especie puede pesar hasta 1400 kilogramos? ¿Cuál es el mecanismo secreto que protege a las belugas y cómo podemos copiarlo?
Maley, actual colaborador de Schiffman, dice que la medicina contra el cáncer se ha enfocado tanto en los aspectos moleculares de la enfermedad, que no hemos tomado en cuenta el hecho de que elefantes y ballenas logran evitar el cáncer sin necesidad de complementos vitamínicos ni quimioterapias. “¿Cómo la evolución resolvió este problema que tanto frustra a la humanidad?”, cuestiona Maley.
Bajito, parlanchín y profundamente intenso, Schiffman dice que sufre del “síndrome del birrete” a causa de los muchos roles profesionales que ha desempeñado: atender niños enfermos, desentrañar el patrón genómico del cáncer, profesor de la Universidad de Utah. También ha lanzado ItRunsInMyFamily.com, sitio que pretende digitalizar antecedentes médicos familiares y explotar sus potenciales predictivos, una especie de Facebook de enfermedades heredables. Cuando nos conocimos en Salt Lake City, hace varios meses, estaba a punto de viajar a Boston para reunirse con un investigador que intenta clonar un mamut lanudo. Schiffman me dijo que su currículo tiene 36 páginas. Pensé que exageraba. Y tuve razón: el documento que me envió constaba de 32 páginas.
Un día de 2012, Maureen Schiffman dijo a su marido que necesitaba pasar más tiempo con los niños. El lema de Joshua Schiffman es que el cáncer no duerme, así que él tampoco. Y como ningún cáncer es más terrible que aquel que ataca a un niño, tiende a dejarse consumir por sus investigaciones. Pero aquella mañana comprendió que su esposa tenía razón. De modo que llevó a su amada familia al zoológico.
El Zoológico Hogle se encuentra en las afueras de Salt Lake City, cerca de Emigration Canyon, por donde pasaron los exiliados mormones que huían del medio oeste, bajo la dirección de Brigham Young, hace un siglo y medio. Frente al museo, al otro lado de la calle, se encuentra el Parque Patrimonial “Este es el sitio”, que se alza en el lugar donde Young declaró que su despreciada grey había encontrado un nuevo hogar.
Fueron a ver los elefantes del zoológico, donde Schiffman observó que un cuidador explicaba a los visitantes que los paquidermos tenían grandes orejas porque, al agitarlas, hacían que circulara sangre más fresca por el cuerpo, cosa muy importante ya que los elefantes no sudan. El cuidador agregó que su personal extraía sangre de los animales una vez por semana.
Schiffman comprendió que la paradoja de Peto fluía por las gruesas venas de las orejas de los elefantes. Cualquiera que fuera la ventaja genética del paquidermo, seguramente debía encontrarse en sus células sanguíneas. El médico olvidó la amonestación de su mujer y abordó al cuidador. El confiado empleado del zoológico era Eric Peterson, quien hoy supervisa la atención de los dos elefantes de Hogle. El contraste con Schiffman no puede ser más cómico: el hombre es enorme, con barba de candado y calvo, un nativo de Utah con aspecto de guerrero vikingo que ama los animales y fotografiar la naturaleza. Fue reclutado, en el acto, al equipo de investigación de Schiffman y el joven oncólogo no tardó en suplicar algo de sangre de elefante. Peterson bien pudo tomarlo por un loco, pero no fue así y, desde entonces, han trabajado juntos.
Peterson tenía motivos para colaborar. Cada día, cazadores furtivos matan alrededor de 96 elefantes africanos por el marfil de sus colmillos y Peterson considera que si la gente entendiera que los elefantes pueden tener el remedio para el cáncer, harían muchos más esfuerzos para protegerlos. “¿Quién se atrevería a tirar la cura para el cáncer infantil? Es nuestra oportunidad para salvar personas y elefantes”.
Desde 2012, el procedimiento ha sido siempre el mismo: Peterson extrae sangre de los elefantes de Hogle y la envía en un rápido y breve recorrido a Huntsman. Allí, los investigadores del laboratorio de Schiffman separan las células e intentan entender qué hace que los elefantes sean resistentes al cáncer.
La respuesta, casi con seguridad, tiene que ver con el TP53, “el gen más estudiado en biología molecular”, asegura Sue Armstrong, reportera científica británica que acaba de escribir un libro al respecto. El gen supresor tumoral TP53 es el oficial de policía del mundo celular. Si se replica una célula con ADN defectuoso, el gen TP53 codifica una proteína llamada p53, la cual detiene el proceso y sólo permite que continúe una vez que se corrige el ADN. O bien, dispara a matar, eliminando la célula con el ADN malo. La P53, como declaró uno de sus descubridores, es “la guardiana del genoma”.
Los humanos tenemos dos copias de TP53, una de cada progenitor. El gen reside cerca del límite del cromosoma 17, entre los pares 7 668 401 y 7 687 549. En cambio, el elefante tiene veinte versiones (es decir, cuarenta copias) de TP53, de modo que su cuerpo tiene veinte veces más poder supresor tumoral que el humano. De esas versiones adicionales de TP53 elefantino, diecinueve son retrogenes; es decir, son transcripciones inversas que se copian en el ADN a partir del ARN. Sin embargo, Schiffman y sus colegas no creen que los retrogenes TP53 sean menos capaces de mantener a raya al cáncer (otros expertos entrevistados están en desacuerdo).
Si consideramos que las células humanas están en constante división, el TP53 hace un trabajo estupendo previniendo el cáncer. Dos copias de TP53 “son buenas, pero no estupendas”, dice el Dr. Giridharan Ramsingh, oncólogo de la Escuela de Medicina Keck, en la Universidad Estatal de California, quien ha estudiado cómo la mutación del TP53 puede conducir al cáncer, más que prevenirlo. “Pero si tienes veinte copias, eso es fantástico”.
Ramsingh también ha hecho investigaciones que podrían explicar por qué los perros son más susceptibles al cáncer que otras especies de mamíferos. Si bien los cánidos tienen dos copias del TP53 como los humanos, su genoma es más vulnerable a la introducción de retrotransposones, segmentos de ADN que, al insertarse en la sección correcta del genoma, pueden ocasionar “inestabilidad genómica” y provocar cáncer, a menos de que intervenga el p53. Ramsingh dice que los perros están sujetos a una “transposición muy activa” en sus genomas. “Así que, dos [copias del TP53] parecen ser insuficientes”.
Schiffman y sus colaboradores, quienes acaban de publicar un artículo en JAMA, descubrieron que la p53 no actúa en los elefantes de la misma manera que en las personas. En vez de gastar energía adicional corrigiendo el ADN malo, la p53 elefantina simplemente mata la célula con ADN defectuoso. “Es como comprar un auto nuevo en vez de reparar el viejo”, explica Trent Fowler, joven administrador del laboratorio de Schiffman. El modelo de los elefantes sugiere que matar células es mejor opción que tratar de meterlas en cintura.
Nadie conoce las repercusiones de estos hallazgos en el tratamiento del cáncer humano, ni siquiera el siempre optimista Schiffman. Para algunos, la investigación sobre inmunidad del cáncer en elefantes es fascinante, pero poco instructiva. Alan Ashworth, presidente del Centro Oncológico Comprensivo para la Familia Helen Diller, de la Universidad de California, en San Francisco, previene que el tipo de oncología comparativa que practica Schiffman podría redundar en “grandes ideas” sin derrotar al cáncer. “Pasará mucho tiempo antes de que surjan aplicaciones sólidas”, me dijo. “Si acaso las hay”.
Schiffman considera que, a la larga, la medicina desarrollará un compuesto que replique el ambiente elefantino rico en p53 o, incluso, encontrará la manera de introducir p53 elefantino en las personas. Pero antes quiere averiguar, con toda exactitud, cómo funcionan todas esas copias de TP53, conjuntamente, para evitar que los elefantes desarrollen cáncer. Descarta las propuestas de un remedio mágico, esa muy esperada terapia anticancerosa para curar la enfermedad sin que los pacientes terminen calvos, emaciados o vomitando. El remedio mágico no le interesa. “Esto nos dará un arma completamente distinta”, asegura Schiffman.
De manera inevitable, Schiffman cae en una especie de asombro infantil ante las enormes criaturas que han conquistado la enfermedad más inconquistable del mundo. Todos los días atiende bebés y adolescentes que pierden la batalla contra tumores cerebrales y cánceres de la sangre. Y, entre tanto, a corta distancia, en el Zoológico Hogle, hay unos mamíferos cuya tasa de mortalidad por cáncer es inferior a 5 por ciento. “Son tan grandes, tienen tantas células palpitando en sus cuerpos”, murmura Schiffman. “Todos debían haber muerto de cáncer. Cada vez que miro un elefante, no puedo reprimir mi asombro”.
El cáncer está en todas partes. Mientras Schiffman me contaba su historia de lucha contra el linfoma, durante el desayuno, pude oír que dos mujeres en una mesa contigua comentaban detalles del tratamiento para el cáncer de mama: pérdida de cabello, problemas maritales, los horrores de siempre. Una semana más tarde, Schiffman se encontraba de vacaciones con su familia en Lake Tahoe cuando decidió dar un paseo con su golden retriever. Una extraña se acercó y empezó a hablar de su perro, de la misma raza, que había muerto por un tumor óseo. El cáncer también se ha infiltrado en la vida familiar de Schiffman. Me confesó que tardó muchos años en superar la idea de que, cada vez que uno de sus hijos tosía, el temido diagnóstico pudiera aparecer.
Después del desayuno, fuimos en auto al Zoológico Hogle, donde nos recibió Peterson, el cuidador de elefantes y como una docena de miembros de la familia extendida Means. Como es inevitable en Utah, los niños Means superaban con mucho a los adultos. Pero jóvenes y viejos, todos estaban ansiosos de ver a los elefantes. Estaban al tanto del trabajo del oncólogo con los paquidermos. Sin embargo, jamás habían visto dicho trabajo personalmente, pese al potencial de salvar sus vidas.
Al ver a la familia Means, es difícil imaginar que muchos miembros padecen el síndrome de Li-Fraumeni (SLF), mutación de línea germinal (es decir, hereditaria) que acaba con una de las dos copias de TP53 en cada célula del cuerpo. Esto es garantía virtual de que cualquiera con Li-Fraumeni desarrollará cáncer, porque la enfermedad se presenta a menudo y a temprana edad, y probablemente matará al individuo, de una u otra manera.
Von es el patriarca cincuentón de los Means, empleado de aerolínea en buena condición física, quien no padece SLF. Mas su esposa, Sharese, presentó el síndrome y murió de cáncer de seno a muy corta edad, en 1994. Pertenecía a la familia de los Thompson, donde el SLF había acabado con varios miembros. Quienes presentan la mutación de SLF tienen 50 por ciento de probabilidades de heredarla a su progenie; Sharese la pasó a tres de sus hijos, Tony, Andrew y Lindsay. Tony tuvo cáncer de cerebro, el cual reapareció hace poco; Lindsay debió practicarse una mastectomía doble profiláctica. Tony heredó a sus tres hijos la mutación SLF; uno de ellos ha desarrollado un tumor cerebral. Andrew pasó la mutación a uno de sus hijos. Aunque él no ha tenido cáncer, hace poco presentó una tumoración inquietante en el cuello. Sabe que podría tener cáncer cualquier día. Para el caso, lo mismo podría decirse de cualquiera de nosotros, si bien nuestras probabilidades son algo mejores si no tenemos SLF.
Los elefantes son la imagen ideal de la resistencia al cáncer; la familia Means es el retrato de la susceptibilidad al cáncer. Algunos individuos con SLF tienen 90 por ciento de probabilidad de desarrollar cáncer, más del doble de la tasa de la población general estadounidense (43 por ciento para los hombres y 38 por ciento para las mujeres). Así que, aunque la persona promedio podría pensar, ocasionalmente, en el cáncer, quienes sufren de SLF tienen que pensar en la enfermedad todo el tiempo. A fines del año pasado, Deseret News, el diario de la Iglesia Mormona, hizo un perfil de la familia Thompson (de la cual descienden los Means), su lucha con el SLF y el deseo de tener hijos frente a la certeza de que cualquiera de los niños podría convertirse en víctima del cáncer. “Los médicos han recomendado que los miembros de la familia que tengan el gen se practiquen resonancias magnéticas cerebrales y de todo el cuerpo cada año, así como pruebas sanguíneas y biopsias de médula ósea”, informó Deseret News. “Los doctores también les pidieron que evitaran las carnes rojas, los alimentos cocidos en barbacoas y microondas, y las radiografías. Y los instaron a cocinar con ollas y sartenes de acero inoxidable”.
El síndrome de Li-Fraumeni es uno de los motivos del inagotable entusiasmo de Schiffman. De las predisposiciones genéticas al cáncer que ha estudiado desde su llegada a Utah, ninguna es más extrema o mortífera que ese síndrome. El oncólogo trata a la familia Means y esta, a su vez, lo trata como uno de los suyos. Su labor con ellos encaja, claramente, con sus intereses en la naturaleza hereditaria del cáncer y la función del TP53 en la prevención de la enfermedad.
Los niños Means se agruparon contra los barandales mientras Peterson y sus colegas cuidadores conseguían que los elefantes hicieran trucos al tiempo que él realizaba una revisión física. Los chicos Means son demasiado jóvenes para entender gran cosa sobre el TP53, mas los adultos sabían qué estaban observando. Andrew, hermano menor de Tony, expresó lo que pasaba por su mente: “Los elefantes son afortunados”.
Schiffman estaba muy cerca de los paquidermos, caminando arriba y abajo por el recinto como un científico loco ansioso de que el experimento que cambiaría al mundo saliera bien. “Nada de cáncer, nada de cáncer”, murmuraba, con una mezcla de celos y admiración.
“Lo que ves allí es la cura del cáncer”, dijo poco después, cuando Peterson encontró una vena en la oreja de un elefante y el vial se llenó rápidamente con el líquido rojo.
En 2013, la Universidad de Utah otorgó a Schiffman una cátedra en investigación pediátrica, distinción rara vez conferida a una persona tan joven. Fue una señal inequívoca de confianza. El médico también estableció una sociedad con el Centro para Conservación de Elefantes Ringling Bros. and Barnum & Bailey en Polk City, Florida, sede de la manada de elefantes asiáticos más grande de América del Norte, lo que le permitirá tener acceso a un tesoro de nuevos datos genéticos.
Pero para algunos, el trabajo de Schiffman con los paquidermos no es más que una distracción divertida. Su artículo sobre la actividad de TP53 en los elefantes (en coautoría con Maley, de la Universidad Estatal de Arizona y varios otros colaboradores) fue rechazado por algunas de las publicaciones más importantes del país, hasta que al fin halló un lugar mucho más que prestigioso en las páginas de JAMA.
Hablé con Schiffman después de cada uno de los rechazos. Se mostró, invariablemente, decepcionado, pero jamás dudó del propósito de su investigación y su potencial para combatir un enemigo que no estaba acostumbrado a la derrota. “La naturaleza encontró la manera”, dice. “¿Por qué nosotros no?”.
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek.