Por ejemplo, los estándares orgánicos definen arbitrariamente qué pesticidas son aceptables pero permiten “desviaciones” si se basan en la “necesidad”. Los pesticidas de químicos sintéticos por lo general están prohibidos, aun cuando hay una lista extensa de excepciones en la Ley de Producción de Alimentos Orgánicos, mientras que los más “naturales” son permitidos (y se permite la aplicación de excrecencias animales llenas de patógenos como fertilizante). Las decisiones se toman en un proceso turbio que combina agronomía, cabildeo y fundamentalismo.
Los pesticidas “orgánicos” permitidos pueden ser tóxicos. Como lo explicó la bióloga evolucionaria Christie Wilcox en un artículo de 2012 en Scientific American: “Los pesticidas orgánicos presentan los mismos riesgos a la salud que los no orgánicos. No importa lo que le digan, los pesticidas orgánicos no desaparecen simplemente”.
Irónicamente, la designación “orgánica” es en sí un constructo sintético de activistas y burócratas que tiene poco sentido.
Ello nos lleva a otra anomalía: la agricultura orgánica está basada en series acordadas y permitidas de principios y técnicas, pero tiene poco que ver con la calidad o composición de los productos finales. Por ejemplo, si pesticidas químicos prohibidos o polen prohibido de plantas genéticamente modificadas son arrastrados por el viento y “contaminan” un campo orgánico, ¿adivine qué? El agricultor recibe una segunda oportunidad: no pierde su certificación orgánica.
¿Los alimentos orgánicos son más sanos? Nunca han demostrado tener beneficios de salud (o, si vamos al caso, medioambientales); algunos estudios han mostrado niveles más altos de ciertos antioxidantes, pero la importancia de ello, si la hay, es desconocida. Incluso podría ser indeseable: investigaciones médicas recientes han demostrado que la administración de antioxidantes mitiga los efectos para mejorar la fuerza del ejercicio.
En cualquier caso, el descubrimiento podría ser una anomalía estadística, porque la ciencia de la estadística nos dice que si se mide una gran cantidad de parámetros en, digamos, dos plantas u otros organismos que son idénticos (o incluso si se realizan pruebas de sangre en repetidas ocasiones al mismo individuo), algunas diferencias puramente por azar parecerán estar presentes si definimos una diferencia estadística significativa a la manera en que los científicos lo hacen comúnmente.
Aun más, un estudio publicado en 2012 en los Annals of Internal Medicine por investigadores del Centro de Política en salud de la Universidad de Stanford agregó y analizó datos de 237 estudios para determinar si los alimentos orgánicos son más seguros o más sanos que los alimentos no orgánicos.
Ellos concluyeron que las frutas y vegetales que cumplían con los criterios de “orgánicos” en promedio no eran más nutritivos que sus equivalentes convencionales y mucho más baratos, tampoco estos alimentos tenían menos probabilidades de estar contaminados con bacterias patógenas como la E. coli o la salmonella.
Y hablando de contaminación: los alimentos orgánicos son altamente susceptibles a ella. Según Bruce Chassy, profesor de ciencias alimentarias en la Universidad de Illinois, “los alimentos orgánicos son retirados de 4 a 8 veces más frecuentemente que sus equivalentes convencionales”.
Esto difícilmente es una sorpresa. Aparte de la presencia de bacterias patógenas, los granos orgánicos son en especial susceptibles a toxinas de los hongos.
En 2003, la Agencia de Seguridad Alimentaria del Reino Unido probó seis productos orgánicos de harina de maíz y 20 productos convencionales de harina de maíz en busca de contaminación con la toxina fumonisina. Las seis harinas de maíz orgánicas tenían niveles elevados —de nueve a 40 veces más de los niveles recomendados para la salud humana— y fueron retiradas voluntariamente de las tiendas de abarrotes. En contraste, los 20 productos convencionales (o sea, no orgánicos) promediaron alrededor de un cuarto de los niveles máximos recomendados.
Los defensores de la agricultura orgánica han afirmado que sus cultivos son iguales o incluso superiores a los de la agricultura convencional. Un ejemplo citado con frecuencia es la prueba comparativa de 30 años hecha por el Instituto Rodale en el que se compararon cultivos por acre de prácticas orgánicas contra convencionales.
Rodale argumenta que los terrenos orgánicos y convencionales produjeron cultivos iguales, pero en el punto de los 20 años en el estudio Rodale, el investigador Alex Avery usó la propia información de Rodale para impugnar sus conclusiones. (Por cierto, el lema de Rodale es: “Pioneros orgánicos desde 1947”.) Su análisis concluyó que lo convencional venció a lo orgánico cómodamente en “cultivos sistémicos totales” (por 30 por ciento), eficiencia de nitrógeno (60 por ciento) y trabajo (35 por ciento).
Y como lo señaló Ramez Naam, un futurista y miembro del Instituto de Ética y Tecnologías Emergentes, la información a mayor escala y en el mundo real está en conflicto con las afirmaciones de Rodale. En 2008, como parte de su Censo de Agricultura, el Departamento de Agricultura de EE UU llevó a cabo el Sondeo de Producción Orgánica, el estudio más grande de cultivos orgánicos. El estudio sondeó todas las 14,450 granjas orgánicas en Estados Unidos, cubriendo un total de 4.1 millones de acres.
Al cubrir la mayoría abrumadora de la producción orgánica en EE UU, el sondeo dio la primera visión clara de cómo la agricultura orgánica se compara a gran escala con la agricultura convencional. Y una de las cosas que descubrió es que las granjas orgánicas en EE UU tienen menos cultivos que las granjas convencionales. El maíz orgánico tiene alrededor de 70 por ciento del rendimiento que el maíz convencional. El arroz orgánico tiene 59 por ciento del rendimiento que el arroz convencional. El trigo de marzo orgánico tiene 47 por ciento del rendimiento que el trigo de marzo convencional. La col orgánica tiene 43 por ciento del rendimiento que la col tradicional.
Un metaanálisis a menudo citado publicado en la prestigiosa revista Nature en 2012 confirmó que “en general, los cultivos orgánicos son típicamente menores que los cultivos convencionales”, y que bajo circunstancias “cuando los sistemas convencional y orgánico son más comparables”, los cultivos de sistemas orgánicos son 34 por ciento menores.
Entre los mayores retos de la producción orgánica de alimentos está el progreso imparable de la ingeniería genética, cuyos productos están prohibidos a los agricultores orgánicos. Por ejemplo, los cultivos genéticamente manipulados y resistentes a las sequías han empezado a surgir del canal de desarrollo. Y recientemente, el Departamento de Agricultura y la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE UU aprobaron variedades de papas genéticamente manipuladas —llamadas “Innate” por su desarrollador, la J.R. Simplot Company— que son resistentes a las magulladuras y contienen de 50 a 70 por ciento menos de asparagina, un químico que se convierte en acrilamida, un probable cancerígeno, cuando se lo calienta a altas temperaturas. Y Simplot está llevando a cabo pruebas de campo avanzadas de una segunda generación de papas Innate que contendrá una característica adicional: resistencia a un hongo destructivo llamado “tizón tardío”, que provocó la hambruna por la papa en Irlanda a mediados del siglo XIX y sigue con nosotros.
Desarrollos como estos, junto con el uso de pesticidas de alta efectividad y baja toxicidad, son las razones por las que más de 90 por ciento del maíz, el algodón, la soya y la remolacha azucarera, la mayoría de las papayas (77 por ciento) y mucha de la alfalfa (30 por ciento) en Estados Unidos son variedades genéticamente manipuladas. Y es la razón por la cual los cultivos genéticamente manipulados fueron cultivados en 2013 por 18 millones de granjeros en 27 países, y el porqué hay un extremadamente alto “índice de repetición”, el porcentaje de granjeros que son clientes constantes de semillas genéticamente manipuladas.
Los granjeros no son estúpidos; si la agricultura orgánica fuera más fácil o más confiable o mejorase su balance final, se agolparían sobre ella. No lo hacen.
Investigadores de la Universidad de Göttingen en noviembre publicaron un análisis exhaustivo de estudios que han valorado el impacto de los cultivos manipulados genéticamente. Haciendo eco de otro estudio publicado el año pasado, este descubrió que los beneficios agronómicos y económicos, no sólo en Estados Unidos sino en el mundo en desarrollo, han sido significativos: “En promedio, la adopción de tecnología [de ingeniería genética] ha reducido el uso de pesticidas químicos en 37 por ciento, aumentó el rendimiento de los cultivos en 22 por ciento y aumentó las ganancias de los granjeros en 68 por ciento”.
Estos beneficios inequívocos, que se han demostrado una y otra vez, son la verdadera motivación de la oposición incansable a las prácticas agrícolas modernas: el miedo en la industria orgánica de que la brecha actual entre la agricultura orgánica y la convencional se convierta en un abismo, conforme las tecnologías y los productos que no están disponibles para los granjeros orgánicos se vuelvan todavía más eficientes y productivos.
La ingeniería genética y los químicos nuevos como los pesticidas neonicotinoides —que son mucho menos tóxicos para las especies que no son el objetivo y para los seres humanos que los aplican que los químicos a los que han remplazado— están encabezando el avance. Y la biología sintética se abrirá todavía más a nuevas vistas.
Entonces, ¿cuál es el propósito de los estándares y la certificación orgánicos mandados por el Departamento de Agricultura de EE UU? “Permítanme aclarar una cosa”, dijo Dan Glickman, secretario de agricultura, cuando se estaba considerando la certificación orgánica: “La etiqueta orgánica es una herramienta de mercadeo. No es una declaración de seguridad alimentaria. Tampoco lo ‘orgánico” es un juicio de valor sobre la nutrición o la calidad”.
Pero se ha abusado de esa herramienta de mercadeo sumamente. El pequeño secreto turbio de la agricultura orgánica es que se ha mantenido a flote sólo con subsidios enormes y ha sido nutrida con toda una panoplia de programas del Departamento de Agricultura de EE UU, mediante publicidad engañosa y mediante un “mercadeo negro” que deshonestamente habla mal de la competencia.
Academics Review, una organización de expertos académicos sin fines de lucro, confiable y orientada a la ciencia, llevó a cabo una revisión extensa de cientos de informes de investigación publicados por académicos, la industria y el gobierno preocupados con la visión de los consumidores sobre los productos orgánicos. También vio más de 1,500 reportes noticiosos, materiales de mercadeo, propaganda defensora, discursos, etc., generados entre 1988 y 2014 sobre los alimentos orgánicos.
Su análisis descubrió que los “consumidores han gastado cientos de miles de millones de dólares comprando productos alimenticios orgánicos con precios elevados basados en percepciones falsas o engañosas sobre la seguridad comparativa de los productos alimenticios, la nutrición y los atributos de salud” y que esto se debe a “un patrón muy difundido en la industria de los productos orgánicos y naturales de mercadeo informado en investigaciones e intencionalmente engañoso y defensoría pagada”.
Difícilmente es noticia que algunas industrias mientan y engañen sistemáticamente para promover sus intereses —quién puede olvidar las décadas de deshonestidad de la industria tabacalera— pero las acciones perversas de la industria orgánica son activamente ayudadas, instigadas y apoyadas por el Sello Orgánico del Departamento de Agricultura de EE UU y el Programa Nacional de Estándares Orgánicos (NSOP, por sus siglas en inglés), en clara violación de la misión del NSOP.
Así, los contribuyentes estadounidenses financian la propaganda sobre los productos orgánicos que confunde a los consumidores con afirmaciones fraudulentas de salud, seguridad y calidad y los engaña para que apoyen métodos de producción que son una afrenta al medioambiente.
He aquí una pregunta dura para los defensores del movimiento orgánico, quienes han financiado y encabezado acciones desatinadas y fútiles estado por estado para exigir el etiquetamiento de alimentos genéticamente manipulados, reclamando un “derecho a saber” qué hay en nuestros alimentos y cómo se hacen: ¿ellos exigirán que las papas —incluidas aquellas cultivadas orgánicamente— que carecen de los beneficios de Innate sean etiquetadas para informar a los consumidores que “estas papas son altamente sensibles a magulladuras, y cuando se las cocina, pueden contener cantidades significativas de acrilamida, un probable cancerígeno?
Al contrario de la etiqueta “genéticamente manipulada”, una etiqueta exigida que informe a los consumidores sobre los bajos niveles de un cancerígeno (y más allá, de las toxinas de la papa solanina y chaconina que ocurren naturalmente) proveería información material y sería consistente con la ley federal.
Los defensores de la agricultura orgánica son una reminiscencia de los fabricantes de calesines de hace un año, tratando desesperadamente de mantenerse con vida mediante atacar el carruaje sin caballos. Pero como los ludistas de antaño, el cabildeo orgánico está en el lado equivocado de la historia.
Henry I. Miller es el miembro Robert Wesson en filosofía científica y política pública en la Institución Hoover.