CÚCUTA, Colombia.— A Karelis la desplazaron dos veces. Cuando tenía doce años su familia tuvo que abandonar su casa y tierras, inmersas en una región disputada por la guerrilla y los paramilitares. Ahora, con veintisiete años, volvió a dejar el que fue su país de adopción durante quince años, Venezuela, a la fuerza. La Guardia Nacional Bolivariana llegó el domingo 23 de agosto con malas maneras.
—¡Si son colombianos se van de aquí! —les gritó uno de los guardias cuando les abrieron la puerta. Karelis se abrazó a su bebé de dos meses y medio y empezó a meter la documentación y alguna ropa de sus hijos en bolsas.
—No, no saquen nada, tienen que irse ya —les apuraban. Uno de los guardias agarró la moto de su marido y empezó a hacer caballitos con ella. Primero se lo llevaron a él a una oficina de migración, luego volvieron por ella y sus cuatro hijos, ya venezolanos. Esculcaron la casa y empezaron a romper cosas, su plancha del cabello, el estéreo de música. Karelis no entendía qué pasaba. Los guardias iban casa por casa sacando a los colombianos, algunos con hasta cuatro décadas de vida ahí. El operativo empezó en el barrio Mi Pequeña Barinas, un asentamiento irregular de colombianos en el municipio venezolano de San Antonio, sólo separado del país vecino por el río Táchira. Todos los que no tenían papeles en regla eran deportados y sus casas marcadas con una “D”, la orden para demolerlas.
El miércoles 19 de agosto el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, había decretado cerrar, por 72 horas, la frontera con Colombia, a unos metros de casa de Karelis. Unos días antes, presuntos paramilitares habían disparado a unos soldados del Ejército venezolano que hacían una operación contra el narcotráfico. Dos soldados y un civil resultaron heridos.
El sábado 22, en lugar de reabrir la frontera, Maduro decretó el Estado de excepción por sesenta días y empezó a deportar colombianos, a quienes acusa de “paramilitares” y “bachaqueros” (contrabandistas). Desde entonces y hasta el 1 de septiembre, según cifras del gobierno de Colombia, se ha deportado a 1326 connacionales por el Norte de Santander, Arauca y La Guajira, tres de los siete departamentos colombianos fronterizos con Venezuela. De ellos 245 son niños, como los cuatro hijos de Karelis, el mayor de siete años, la menor de dos meses y medio. Los cuatro tienen nacionalidad venezolana, pero como sus padres no pudieron acreditar su estancia regular en el país, o se iban todos o los separaban.
Los deportaron ese mismo domingo 23 en un autobús que los dejó en la mitad del puente internacional. No tenían a dónde llegar. El gobierno colombiano los alojó en uno de los doce albergues que ha dispuesto para la emergencia y les da alimentación y asistencia médica en lo que decide donde reubicarlos. A diferencia de otras personas, Karelis ya no tiene familia en Colombia.
El día siguiente a la deportación el marido de Karelis pasó la frontera de nuevo, ahora por el río, para recuperar sus pertenencias. Ya no estaba la moto. Sólo alcanzó a salvar unas cuantas cosas. La casa iba a ser demolida. Como él, otros pasaron refrigeradores, camas, colchones, comedores enteros, que dispusieron al aire libre a modo de campamento. Mientras en los albergues no dejaban almacenar muebles, los que lograron traerse sus pertenencias acamparon en los caminos de tierra cercanos al río. La nevera y el mueble del comedor o las láminas de zinc hacían de paredes de un campamento improvisado. Con sus propios colchones dormían, bajo lonas o al sereno. El mismo país que les había recibido con trabajo hacía años, les dejó, de un momento a otro, a la intemperie.
Alexander Castro llegó en 2004 en busca de trabajo y mejores condiciones de vida, que en Colombia no tenía. Allí hizo su casa, se casó y tuvo dos hijos. Hace dos semanas, cuando vio lo que estaban haciéndole a sus vecinos, decidió agarrar a su familia y todas las cosas que pudo cargar y regresaron por su propia cuenta. “Nos estaban maltratando mucho, llegaron insultándonos, diciendo que todos éramos paracos (paramilitares), yo no estaba en casa, pero la mujer me contó que llegaron, y cuando regresé decidimos irnos antes de que volvieran, teníamos miedo de que si me agarraban me hicieran pasar por paramilitar para demostrar, aunque sea con mentiras, que nos expulsan por delincuentes”, cuenta Castro, quien es parte de las 9826 personas que decidieron volver por cruces informales, según las mismas cifras gubernamentales.
Se trata de un promedio de alrededor de mil quinientas personas retornadas diariamente a un país donde en muchos casos ya no tienen nada más que la nacionalidad. El gobierno colombiano ha dispuesto doce albergues temporales a lo largo de la frontera, pero no se dan abasto.
“Dicen retornos ‘voluntarios’, pero de voluntarios tienen bastante poco, la gente está volviendo por miedo. Ha habido una estrategia de terror entre la población colombiana que está en Venezuela y eso ha generado esta oleada de retornados por las trochas (caminos de terracería)”, narra Mauricio García, director del Servicio Jesuita a Refugiados que, desde hace años, trabaja en ambos lado de la frontera.
EL TRASIEGO DE PERSONAS Y MERCANCÍAS ES HISTÓRICO
La tensión empezó el año pasado con deportaciones puntuales. En todo 2014 deportaron a 1820 colombianos por esa misma frontera. En marzo de este año expulsaron a 171 en un solo día y cerraron el intercambio comercial apenas unas horas.
La frontera colombiana-venezolana es una región natural donde el trasiego de personas y mercancías ha sido una constante histórica. Las economías de las dos orillas están interconectadas, aunque en los últimos quince años la balanza se ha inclinado a favor del lado colombiano. En 2008 Cúcuta era uno de los puertos secos más importantes de Colombia donde el comercio binacional generaba ingresos por más de 6000 millones de dólares. Pero la crisis económica en Venezuela golpeó también a sus vecinos. En 2014 el intercambio se quedó en 2500 millones y lo exportado por Colombia triplicaba lo importado. Eso sólo por la vía legal.
El contrabando es una de las mayores fuentes de riqueza de la región junto al narcotráfico. La diferencia de precios entre un sistema económico neoliberal y otro estatista, más la devaluación del bolívar y su distorsión cambiaria, hace que los colombianos contrabandeen masivamente desde Venezuela alimentos, electrodomésticos, vehículos y, sobre todo, combustible. La vida en la frontera pasa en litros de gasolina.
Según el gobierno venezolano, el contrabando abarca el 40 por ciento de los productos básicos y cien mil barriles diarios de petróleo por las fronteras de Colombia y Brasil lo que representa pérdidas anuales de 3650 millones de dólares. Todo con la connivencia de las policías binacionales.
En Cúcuta la presencia del contrabando es descaradamente visible. En Villas del Rosario, el municipio que separa la ciudad de Cúcuta del puente internacional, hay un barrio completo donde se venden los productos venezolanos. Leche con la etiqueta “Hecho en el socialismo”, medicinas, arroz, harina o champúes de multinacionales pero comprados en Venezuela a un tercio del precio en Colombia, lucen sin reparo alguno en los estantes de un comercio tras otro. Los mismos productos llenan bodegas enteras del mercado de abastos de Cúcuta y cubren al menos tres cuadras del centro de la ciudad. Aunque no permiten hacer fotos ni grabar, siempre hay algún tendero dispuesto a conversar.
“El cien por ciento de lo que ves acá es todo venezolano. Está más subsidiado y nos lo traemos, pero no crea que es gratis, la corrupción viene de allá. Entran camionadas, sí, pero pagan una gran cantidad de dinero a la guardia venezolana. Si no paga ya le mandan a la fiscalía y hasta preso, pero si paga a usted no le va a pasar nada”, explica un comerciante local que prefiere no identificarse. La policía colombiana, por su parte, se hace de la vista gorda.
Cúcuta tiene una de las tasas de desempleo más altas de Colombia. En julio llegó al 13.4 por ciento, un 30 por ciento más que la media nacional, según los datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística. Y el 65 por ciento de la población trabaja en la informalidad, atravesada por el contrabando. “La frontera es marginal, nunca ha estado en el proyecto de desarrollo nacional”, sentencia Carmenza Muñoz, del Centro de Investigación y Educación Popular, también de inspiración jesuita, unos de las pocas organizaciones que trabajan en la región.
Con un dólar se compra una pimpina —como llaman aquí a los garrafones de veinte litros— de combustible en Venezuela mientras que en Colombia sólo alcanza para un litro y medio. Los pequeños traficantes de gasolina vendían los veinte litros entre 5 y 10 dólares, según lo alta que estuviese en ese momento la extorsión para la guardia venezolana. Así que para los colombianos fronterizos ir a una gasolinera era una rareza, sólo hay veintiocho en un área metropolitana cercana al millón de habitantes.
Ahora, aun con todo el despliegue asistencialista del lado colombiano y el control militar en frente, sigue habiendo contrabando. “Pasa un 1 por ciento de lo que pasaba, pero sigue llegando”, asegura el comerciante y explica que por los caminos de tierra más alejados de los puntos mediáticos siguen pasando comestibles y pimpinas.
Newsweek en Español confirmó que siguen pasando pimpinas de gasolina por los mismos cruces informales que aprovechan los retornados para volver. Hay venezolanos que viven en Colombia y pasan a diario por los mismos caminos. Si no se conoce el cruce hay unos guías que cruzan por 10 000 pesos colombianos la pasada, unos tres dólares y medio. Esta reportera pasó y el cruce dura entre diez y quince minutos por veredas y el río de Táchira, de unos veinte metros de ancho. Del lado venezolano hay soldados resguardando los caminos, pero si se fuerza el acento local, muy parecido en ambos lados, se pueden salvar. Los retenes se complican a medida que se acerca uno al puente internacional, donde ahí los soldados sí piden los papeles, indistintamente de cómo se luzca.
CRISIS ANQUILOSADA
Mauricio García reconoce que sí hay una crisis de inseguridad en esa frontera pero que, lejos de ser nueva, está anquilosada y no es responsabilidad de los deportados. “El gran negocio del contrabando lo controlan las mafias. Sí hay presencia de grupos armados ilegales en Venezuela, tanto de las FARC y del EPL como de los paramilitares, y todos actúan con la complicidad de la guardia nacional venezolana, y en menor medida de la policía colombiana, pero lo están pagando los más vulnerables, los que viven en barrios de invasión”, explica el jesuita.
De hecho, el pasado 9 de agosto, el Ejército hirió a Víctor Ramón Navarro, alias Megateo, el segundo al mando del Ejército Popular de Liberación (EPL) y uno de los narcotraficantes más buscados de Colombia, quien habría logrado escapar. El operativo se realizó en Hacarí, un municipio del norte del departamento de Santander, a doscientos kilómetros de la frontera con Venezuela. La región se conoce como el Catatumbo y es una zona de sembradíos de coca atravesada por la guerrilla y la delincuencia organizada, revestida en Colombia de paramilitarismo. La capital de Santander, Cúcuta, es una población apenas menor que la de Cuernavaca y está dentro de las cincuenta ciudades más violentas del mundo, en la lista que elaboró el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, en México.
El 20 de agosto, mientras Maduro cerraba la frontera, la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) denunció que trescientas personas de la región se habían tenido que desplazar a causa de los abusos ejercidos por las Fuerzas Armadas en los operativos de búsqueda de Megateo. Para estos campesinos pobres no hay albergues ni emergencia estatal.
Mientras tanto, del lado venezolano los colombianos que quedan viven espantados. “Esto es una locura, aquí hemos convivido siempre las dos naciones en armonía”, se indigna un vendedor colombiano que regenta un puesto de frutas y verduras en el mercado de San Antonio Táchira, ya en Venezuela. Él tiene veinticinco años allí y la doble nacionalidad, así que cuando los soldados le han requerido la identificación no tiene mayor problema; sin embargo, asegura que como el estado de excepción venezolano dure mucho tiempo, él también se marcha.
Con la frontera cerrada, los colombianos que cada día compraban los productos para llevárselos del otro lado, no llegan. En media hora no entra ningún cliente en ese mercado. Sólo las moscas que carcomen unos plátanos abandonados en uno de los muchos locales vacíos. “Esos puestos era de colombianos que no ha podido regresar”, me aseguran varios vendedores.
Hasta el 1 de septiembre, y pese a las deportaciones multitudinarias, Venezuela sólo había detenido a 32 presuntos paramilitares, según informó el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello.
La crisis humanitaria ha generado una crisis política binacional que ha roto las buenas relaciones que ambos países habían reconstruido desde que Juan Manuel Santos llegó a la presidencia en 2010 y apostó por el diálogo frente a la confrontación exacerbada de su antecesor, Álvaro Uribe. Esta ruptura es doblemente preocupante, ya que Venezuela es uno de los acompañantes del proceso de paz que se está discutiendo en La Habana entre la guerrilla FARC y el gobierno colombiano, la gran apuesta de Santos para esta legislatura.
Colombia confiaba en la Organización de Estados Americanos como foro para sentarse a dialogar con Venezuela, pero este prefiere la Unión de Naciones Suramericanas, donde no interfieren países como Estados Unidos. El gobierno de Santos, desairado ante el revés de la OEA, no lo ve claro. Mientras no llegan a un acuerdo, el tono nacionalista se exacerba a ambos lados de la frontera y cada quien se atrinchera en sus posiciones con un discurso repetitivo que no asoma una salida pronta de la crisis.
El gobierno venezolano apuntó que el estado de excepción durará sesenta días, a no ser que su vecino asegure los controles para poner fin al contrabando. En Cúcuta asisten asombrados a la decisión del presidente Maduro, cuya madre nació en esa ciudad colombiana y ahí sigue viviendo su primo, donde alguna vez vivió su tía y un menor de doce años, gordito y conocido como Nico, llegaba a visitarla.