CIUDAD JUÁREZ, Chih.—La imagen del hombre refleja el vacío más absoluto. José Luis Castillo tiene la mirada fija en algún punto del estrado desde donde, al día siguiente, tres juezas dictaron sentencia a seis individuos acusados de integrar una red que secuestró, explotó sexualmente y luego mató a por lo menos once mujeres casi adolescentes. Escucha la audiencia final sin emociones evidentes, extraviado en sus propias conjeturas.
“Hicieron el trabajo con las patas”, reflexiona cuatro días más tarde apelando a las noticias que leyó sobre el dictamen: cárcel vitalicia para cinco y libertad para un sexto. “Pero saldrán en tres años porque no hay pruebas, todo el caso se basa en testimonios.”
La captura del grupo ocurrió la tarde del 4 de abril de 2013. La mañana de ese día, en la Ciudad de México, Castillo y un grupo de madres con hijas desaparecidas se entrevistaron con Jesús Murillo Karam, entonces procurador general. Fueron notificados del arresto por teléfono, alrededor de las cuatro de la tarde. La fiscalía de Chihuahua ha presumido el caso como el más acabado proceso de investigación en la historia, pero a Castillo no deja de parecerle una farsa.
“Hay muchas cosas ilógicas. Además, en lo personal, me ha tocado ver cosas absurdas, luchar contra amenazas, contra agresiones y acusaciones falsas”, dice.
En síntesis, la condena dictada el sábado 18 de julio tiene como antecedente la confesión —por remordimiento— de un adolescente detenido que identificó a la red de la que él mismo era parte. La narrativa judicial señala que los cinco condenados pertenecen a una pandilla llamada Los Aztecas, quienes por años atrajeron con engaños o por la fuerza a decenas de muchachas para prostituirlas o violarlas antes de quitarles la vida.
Esa red operaba dentro del primer cuadro de la ciudad, y el único cementerio que les acreditan se localiza 93 kilómetros al oriente, en un paraje conocido como Arroyo del Navajo, cerca del poblado El Porvenir, una región conocida como Valle de Juárez perteneciente al municipio de Pragedis G. Guerrero.
Las once víctimas identificadas hasta hoy desaparecieron en los años críticos de la “guerra” contra el narco emprendida por Felipe Calderón. El valle era entonces una zona formalmente tomada por el ejército y bajo dominio criminal del Cártel de Sinaloa, de acuerdo con la propia versión del gobierno.
Esa narrativa establece también que los Aztecas son operadores de calle de un cártel rival, el de Juárez. Pero en el juicio jamás se esclarece cómo atravesaban tierras enemigas por cuya única vía probable, la carretera federal 2, se hallaban cuatro retenes militares de día y de noche, al tiempo que las células criminales generaron un sistema de terror que terminó por expulsar al 90 por ciento de la población.
Del Arroyo del Navajo se recogieron restos con los que se identificó a las once víctimas por las que fueron sentenciados los cinco aztecas. En marzo de 2013 se hallaron 136 huesos más, que se presume pertenecen a otras trece mujeres. Uno de esos huesos, una tibia izquierda, la fiscalía asegura que pertenece a Esmeralda Castillo, la hija de José Luis, que desapareció del centro de Ciudad Juárez el 9 de mayo de 2009, a la edad de catorce años.
“Quieren entregarme un hueso para que me calle y deje de pelear”, dice Castillo, cuyos ojos turbios parecen inyectados con ácido. “En la mayoría de los casos es lo que entregan: un hueso. Nunca un cráneo o un cuerpo completo. No estoy en la negación, pero estos señores de la fiscalía aparecen en la televisión un día y dicen que van a entregar los restos de mi hija, pero de 402 huesos que tiene el cuerpo humano quieren entregarme uno, ¡uno!”.
Castillo cruza de un lado a otro en la frontera de la conciencia y la fe. Hace medio año que las autoridades quieren que acepte la tibia como evidencia de que su hija fue inmolada. Pero la mañana de la entrevista despertó con la imagen del hueso clavada en la cabeza. Atravesó el centro de la ciudad a pie y así ubicó a doce o trece personas pidiendo limosna. A todos les faltaba una pierna.
“¿Quién me dice a mí que a mi hija no le cortaron una pierna para asustar a otras niñas y hoy la traigan pidiendo limosna en otra ciudad?”, pregunta.
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El 8 de marzo de 2015, Nuestras Hijas de Regreso a Casa, una de las asociaciones civiles nacidas en la década de 1990 para presionar la búsqueda y localización de víctimas, ofreció el recuento de homicidios cometidos en el estado contra mujeres desde 1993: 2227. De ellos, Norma Andrade, una de las fundadoras de la asociación, dice que 80 por ciento se consumaron en Ciudad Juárez.
El 1993 es el año en que se finca el conteo porque se registran los primeros veintinueve casos con el mismo patrón: desaparición, ataque sexual y homicidio. Las cifras fueron crecientes hasta 1997, cuando inicia un declive de tres años que termina rompiéndose en 2000. Nada, sin embargo, es equiparable al estallido que inició en 2008, con la irrupción del Operativo Conjunto Chihuahua, como se llamó la acción armada con soldados y agentes federales enviados por Calderón. Durante ese ciclo, que cierra en 2012, se consumaron 991 casos en el municipio.
A la par de los asesinatos, aumentó el registro de desapariciones.
Los datos oficiales, dice el profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, Alfredo Limas, son tan contundentes que es imposible negar el fenómeno, algo que han pretendido los cuatro gobernadores habidos desde entonces: Francisco Barrio Terrazas, Patricio Martínez García, José Reyes Baeza y César Duarte Jáquez.
“La desaparición y la violencia feminicida son más graves en los años de esta década, que en cualquier otro momento de la historia de Juárez”, señala Limas. “Si hacemos un comparativo con el pasado, hoy tenemos más casos con los mismos tipos de violencia feminicida en donde hay una niña a la que raptan, que es víctima de todo tipo de tortura, que es asesinada y que dejan sus restos en cualquier lugar. Eso persiste y es mucho más grave. Pero existe también un incremento en otro tipo de crímenes contra mujeres: el de las ejecuciones sumarias.”
Desde 2008, el registro oficial dice que hay 95 mujeres desaparecidas, la mayoría de ellas desde 2010, el año que concentra la mayor cantidad de homicidios contra mujeres, con 401.
La década de 1990 vio nacer unas cuarenta organizaciones con el mismo propósito de Nuestras Hijas de Regreso a Casa. El concierto que lograron fue inédito. La atención de organismos internacionales en materia de derechos humanos colocó a Juárez en el centro de su atención y generó la más grande cobertura periodística para un fenómeno criminal en el continente. Los criterios de sanción y recomendaciones elaborados dentro y fuera del país fueron, sin embargo, desairados por cada gobernante de Chihuahua.
Ello motivó que en noviembre de 2009 la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitiera una condena al Estado mexicano por la violación de los derechos humanos en los casos de feminicidio.
En ninguno de los casos el gobierno en turno respondió para reparar la ausencia de derecho, y menos estableció líneas de investigación para abrir juicio a funcionarios señalados con claridad por haber incurrido en actos criminales.
Durante el juicio de los implicados en el homicidio de las once mujeres del Arroyo del Navajo, los ahora sentenciados describieron redes de conexión y operatividad con militares, agentes federales, mandos de la policía municipal y agentes estatales. Dictada la sentencia, sin embargo, no existe intención alguna de expandir las investigaciones hacia ningún actor de las instituciones del Estado.
El juicio, al que rimbombantemente se le calificó de “mega”, no es el único foro judicial en el que se ha señalado la colusión de autoridades. Pero igual que ahora, jamás se extendieron las redes judiciales hacia nadie del sistema.
“Esto es evidencia de que persisten estas mafias feminicidas, estas cofradías”, dice Alfredo Limas. “Existen muchos casos desde el pasado, como el de la niña Olga Alicia, hija de Irma Pérez, que jamás se han esclarecido porque están en un limbo de investigación terrible que ningún gobierno, desde Barrio hasta Duarte, ha querido atender apegado a derecho.”
Pero si un elemento describe la operación mafiosa señalada por Limas, el vínculo entre autoridad y delincuencia, es el periodo de 2008 a 2012.
“La ocupación de federales y militares, que está plenamente registrada y que además se aborda durante el juicio por el caso del arroyo del Navajo, refiere un tema de corrupción policial impresionante”, sostiene el investigador. “Muchas de las víctimas fueron obligadas a servir sexualmente a estas fuerzas de ocupación.”
Por lo demás, persisten condiciones detrás de la mayoría de las desapariciones y asesinatos. Como el perfil de las víctimas —edad, condición social, zona de residencia— y, sobre todo, formatos de acción criminal.
“Los días de desaparición, los de mayor frecuencia siguen, siendo los mismos —miércoles y jueves— porque la gente tiene que esperar miércoles jueves y viernes buscándolas en los hospitales y en todos lados. Y si van a la fiscalía les dicen que se esperen o les piden que vuelvan al día siguiente para aplicar el protocolo ámbar, pero luego se atraviesan sábado y domingo, que son días muertos. Eso indica que hay una inteligencia de la victimización, una inteligencia criminal”, explica Limas.
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Paula Flores Bonilla sale de su recámara con un par de álbumes de fotografía enormes, en realidad repletos de recortes de periódico. Son imágenes y notas que dan cuenta de una parte del calvario familiar, que comenzó el jueves 16 de abril de 1998, hace diecisiete años, la edad que tenía Sagrario González, la segunda de sus cinco hijas, el día que desapareció.
“Me queda claro que la estrategia del gobierno ha sido siempre la misma: que renunciemos, que dejemos todo, que paremos nuestra exigencia de justicia”, dice.
La familia entera llegó a la ciudad en 1996, procedente de Durango, su tierra natal. Se establecieron en el extremo noroeste, en unas colinas que hacen frontera con Nuevo México, llamadas Lomas de Poleo. Sagrario salió de allí la mañana de aquel día con rumbo a su trabajo, una maquiladora llamada Capcom. Hallaron su cuerpo catorce días más tarde, tirado en unos arenales del poblado Loma Blanca, en el extremo opuesto del municipio, a unos treinta kilómetros de distancia.
El caso de Sagrario estableció paradigmas. Su hermana un año mayor, Guillermina, encabezó junto con su madre un movimiento al que llamaron Voces Sin Eco, una alusión clara y directa ante la sordera oficial. Hasta ese momento una cantidad relativamente escasa de familias con la misma suerte exigían justicia valiéndose de pancartas que irremediablemente terminaban desechas.
Guillermina tuvo la idea de pintar los postes de la CFE con un fondo rosa y una cruz negra. La ciudad se llenó con ese símbolo que hoy reconoce medio planeta.
“Lo que Guille quería era decirle a una niña, mediante ese símbolo, que si estaba sola frente a ese poste pintado, estaba en peligro. Las cruces eran una protesta y, al mismo tiempo, un acto de prevención”, explica Paula.
Diecisiete años después, los efectos preventivos no surtieron efecto. Juárez es hoy una ciudad peor a la de entonces. Y en ello, la madre de Sagrario no ve sino la podredumbre oficial.
“El gobierno habla de cambios que no existen. Para mí serían cambios reales que ya no siguieran ocurriendo las desapariciones, que ya no hubiera este tipo de crímenes, que hubiera justicia”, dice. “Pero lo que vemos es que sólo los funcionarios y políticos avanzan, ganan dinero y siguen impunes. Vea usted a Francisco Barrio, a Patricio Martínez, que es senador. Lo más lamentable es que la sociedad se acostumbró a estos hechos, ya no le impactan, lo ven como algo cotidiano con lo que tenemos que vivir.”
En el caso de Sagrario se arrestó a José Luis Hernández, un pollero del vecindario que en algún momento la pretendió. Él fue quien sugirió a la familia que la buscaran “por el valle de Juárez”. Pero no fue sino hasta años después que la policía atendió esa denuncia familiar. Hernández fue hallado culpable y sentenciado con pena máxima. Durante el juicio dijo que operó con dos cómplices. Paula vive desde entonces exigiendo que se les aprese.
“Detuvieron a José Luis, pero a los otros asesinos no les han hecho nada”, dice con las palabras estranguladas por el dolor mientras repara en los recortes de periódico que archiva desde el asesinato de Sagrario. “Él ni es el principal, ni es el verdadero.”
Hay frases que se graban en las paredes más duras del cerebro, que se cristalizan y frustran la resignación. Paula tiene una de ellas. Se la dijo uno de sus sobrinos, entonces agente de la judicial del estado: “Con Sagrario se equivocaron”.
El sobrino aparece en uno de los recortes de periódico, al fondo del tumulto volcado sobre el féretro de Sagrario, el día que la sepultaron. Detrás de los lentes Ray Ban, el tipo luce apacible mientras observa la escena de desgarro emocional.
“¿Por qué me dijo eso?”, se pregunta Paula como si el tiempo no hubiera pasado. “Él sabe algo que jamás me ha querido decir. No se lo dijo ni a mi viejo, que era en realidad su tío. Porque su mamá era hermana de mi viejo… nunca he olvidado esas palabras porque creo que allí está la verdad.”
El homicidio quemó viva a la familia. Jesús González, el padre de Sagrario, vivió con un dolor imposible hasta su muerte en 2006. Estuvo en cada manifestación al lado de su esposa y de su hija Guillermina, callado, con un derrumbe interno cuya descripción ofrece Paula: “Decía que sentía bajar un liquidito caliente y espeso por dentro de la espina dorsal, y luego se sentía mal, hasta casi morir”.
En 2010 Paula y el resto de la familia abandonaron la ciudad. Retornaron a Durango. Un par de factores alentaron la huida. Primero, la irrupción en casa de unos sujetos armados que golpearon salvajemente al único hijo varón de Paula, Jesús. Lo dejaron tendido en un charco de sangre, describe ella. Y luego una serie de siete asaltos a mano armada en la tienda de abarrotes pegada a la misma casa. Paula dice que eran extorsionadores controlados por agentes federales.
Regresaron hace año y medio. Paula prometió a sus hijas que no volvería al activismo, pero no pudo cumplir su promesa.
El retorno fue estremecedor. Sucedió en la primera audiencia de los seis detenidos por el caso del Arroyo del Navajo. Paula sufrió una crisis violenta que la hizo perder toda cordura. Gritó y pataleó entre convulsiones causadas por su hipertensión.
“No pude más. No soporté ver en esa primera audiencia a niñas estudiantes, presenciando ese espectáculo. ¿Cómo es posible que las autoridades permitan este tipo de burla? ¿Cómo es posible que a los diecisiete años yo siga reaccionando así? Yo misma me digo: es que ya me tengo que controlar. Prometo que voy a ir a la marcha y voy a estar tranquila, y no puedo”, dice ahogando las palabras porque se esfuerza en reprimir su llanto. “Hay veces que ya no sé si acudir o no. Pero me siento bien cuando voy, porque siento que doy apoyo moral.”
El martes 7 de julio Paula y Guillermina acudieron a la catedral, donde se ofició una misa a cuatro años de la desaparición de Jessica Ivonne Padilla Cuéllar, de dieciséis años. Fue una eucaristía igual de insensible que el trato de la fiscalía, con regaños, sin marcos de referencia ni crítica social, como si el caso fuera único y por culpa de los padres. Las madres allí reunidas aguantaron con la boca callada. Luego, a la salida, caminaron una cuadra para colocar una mampara de metal con la imagen de Silvia Elena Rivera Morales, que fue vista justo en ese punto —a las afueras de una zapatería Tres Hermanos— por última vez hace veinte años. Sus restos se localizaron el 7 de julio de 1995 en unos predios inmensos del sur de la ciudad, conocidos entonces como el Lote Bravo.
Las mamparas forman parte de una campaña organizada por los mismos padres y madres con hijas desaparecidas. Se llama “¿Quieres saber qué pasó aquí?”. La de Silvia Elena fue la tercera de cien programadas para este y el año próximo. Se les ocurrió después de que el alcalde Enrique Serrano ordenó a cuadrillas de limpia municipal quitar cualquier volante pegado sobre paredes y postes de la zona urbana. Y también después de que declaró a medios nacionales que la desaparición y asesinato de mujeres en Juárez eran “leyenda urbana”.
Paralelo a las mamparas, comenzaron a pintarse murales. Para ello se coordinan con un grupo de artistas urbanos. La idea es plasmar ciento ochenta rostros de víctimas de desaparición en por lo menos cien murales. Uno de los seis hasta hoy realizados abarca todo el frente de la casa de Paula Flores, la mamá de Sagrario González.
“¿Usted cree que no es pesado tener el mural de mi hija aquí en la casa?”, pregunta Paula. “Claro que lo es. Porque aunque la tengo aquí adentro, pues la tengo allí día con día. Para mis hijas también es pesado. Yo no sé cuánto tiempo lo vaya a dejar. Sagrario siempre va a estar con nosotros, no solamente en un mural. Pero yo también digo: bueno, es parte de la lucha, de la exigencia. Si con estos murales apoyamos a otras mamás y otras niñas desaparecidas, pues que se hagan más murales y ahí vamos a estar. No nos podemos hacer de oídos sordos. No vamos a hacer lo que la sociedad: volvernos insensibles.”
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A pesar del impacto internacional, la desaparición y homicidio de mujeres no han generado ninguna movilización masiva en Ciudad Juárez.
Hay dos causas que pueden explicar esa frialdad. La primera, dice Hugo Almada, presidente de la asociación Crecimiento Humano y Educación para la Paz (Chepaz), es que el grueso de la población no se siente tocada por la desgracia. Los asesinatos de mujeres representan poco más del 6 por ciento del total de, por ejemplo, trece mil homicidios registrados desde 2008.
La segunda causa la ubica en una campaña emprendida por los principales diarios y televisoras locales a comienzos de la década pasada. En ella desprestigiaron a las organizaciones de derechos humanos, acusándolas de lucrar con el dolor y de ensuciar la imagen de la ciudad, lo que ahuyentaba la inversión privada.
Pero que veinte años después los casos de desaparición y homicidios sean escandalosamente peores, Almada lo explica a partir del implemento de una política criminal.
“El miedo fue tan cabrón, que la lógica del activismo que hasta 2007 fue persistente con los casos de feminicidio, cambió la lógica de la mirada. Lo que se organiza y activa es más una cuestión de sobrevivencia a la nueva ola violenta. En ese momento era sumamente difícil hablar, denunciar. Era muy complicado ejercer el activismo social. Muchos y muchas fueron amenazados, asesinados o golpeados por hacerlo. Y mientras ello pasaba, la ciudad se iba llenando con una cantidad exponencial de nuevas víctimas”, dice.
En 2006, Almada y la investigadora Clara Jusidman, presidenta honoraria de Iniciativa Ciudadana y Desarrollo Social (Incide Social), presentaron un diagnóstico sobre las condiciones que alentaban la violencia en la ciudad, particularmente con el caso de las mujeres. El cuadro fue desolador. En suma, el municipio vive un atraso sensible en infraestructura urbana y calidad de vida.
“Las víctimas de feminicidio eran apenas la punta del iceberg”, cuenta Almada. “La explotación de la mujer era terrible. Y sigue siéndolo, porque las condiciones no han cambiado en casi nada.”
El investigador clasifica las víctimas femeninas en tres rubros. En el primero ubica a mujeres asesinadas en un marco de violencia doméstica, en otro a las ejecutadas de forma sumaria y, por último, a quienes, por la forma en que ocurre su desaparición y muerte, entrañan operaciones de crimen organizado.
“Estos feminicidios no sólo se mantienen, sino que se han incrementado. Y eso sucede porque las estructuras del poder, sean de gobierno o de la delincuencia organizada, siguen sin tocarse. Mientras no haya acciones más claras en contra de esta red, no puede pensarse en una salida del fenómeno.”
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Un día de abril de 2012, José Luis Castillo buscó al entonces fiscal de la zona norte en Chihuahua, Jorge González Nicolás. Le dijo que tenía informes sobre el paradero de su hija Esmeralda. González, quien hoy es fiscal general del estado y amigo personal del gobernador César Duarte desde sus tiempos universitarios, le dijo que la dependencia no tenía dinero ni para echarle gasolina a la unidad de los investigadores a cargo del caso.
A la semana siguiente, Duarte llegó a Ciudad Juárez para inaugurar la sede de la recién creada Fiscalía Especializada en Atención a Mujeres Víctimas del Delito por Razones de Género, cuya inversión fue de 120 millones de pesos. Castillo, a la cabeza de un grupo de madres con hijas desaparecidas, lo encaró frente a reporteros convocados para la ocasión. ¿Cómo podía gastarse ese dinero en construir un edificio y no en buscar a las víctimas?, le espetó.
Castillo fue apartado por el fiscal especial. Le dijo que los días siguientes le enviarían tres unidades con agentes para atender su caso. Tres días más tarde los ministeriales se apersonaron en su domicilio. A él y a su hijo de veinticuatro años los llevaron a los separos de la policía bajo engaños. Les habían dicho que contaban con ropas y accesorios que pensaban eran de Esmeralda, pero en realidad fueron retenidos hasta que un juez libró la orden de aprehensión en contra de ambos. Los acusaron de veintisiete asaltos a mano armada y así llegaron al Cereso local, guarida de Los Aztecas, la pandilla a la que pertenecen los seis sujetos enjuiciados por secuestro, explotación sexual y asesinato de las once jóvenes del Arroyo del Navajo.
“La idea era matarnos”, dice Castillo, que junto con su hijo fue liberado siete meses después.
González Nicolás le ofreció un trato. Le dijo que se declararan culpables y que él, con su poder, se encargaría de sacarlos de prisión. Castillo se negó.
“Es muy duro estar allí dentro. Pero no podía aceptarle ese trato porque simplemente éramos inocentes. Y porque no se puede confiar en ellos, nunca”, dice.
Castillo y su hijo José Luis recobraron la libertad después de que la Asociación Nacional de Abogados Democráticos se encargó de su defensa. Son los mismos abogados que lo asesoran ahora que la fiscalía quiere que reconozca la tibia izquierda que le dan para que acepte la muerte de Esmeralda, su hija desaparecida.
Él y su esposa se mantienen de vender hamburguesas en un pequeño puesto que abren las noches de jueves a domingo frente a su domicilio. Las mañanas, todas las mañanas, Castillo recorre centros comunitarios, escuelas y hospitales para concienciar a niñas y adolescentes sobre el peligro de convertirse en víctimas. O acompaña a familiares con hijas recién desaparecidas en sus primeros encuentros con autoridades, “porque como nosotros, son personas pobres e ignorantes a las que traen de un lado para otro, negándoles ayuda”.
“Así voy a seguir. No me queda de otra. Mi hija merece que siga de pie, buscándola”, afirma con la piel surcada de líneas y requemada.
El último de julio y primero de agosto encabezará una primera incursión en el Arroyo del Navajo, el sitio en el que la fiscalía dice haber encontrado el hueso de su hija, junto con 138 más. La incursión es producto de una gesta de meses, en la que Castillo finalmente involucró a elementos de la SEIDO porque el valle de Juárez prevalece como tierra de nadie, llena de soldados, agentes estatales, federales y nuevas células del crimen.