“Tengo 76 años de edad. Por favor, renueven mi dieta para
emaciación lo más pronto posible”, les suplicó Manfred Dehe a los trabajadores
de salud en el Complejo Penitenciario Estatal Eyman de Arizona, el 28 de
septiembre de 2012.
Dehe medía 1.80 metros y pesaba por lo menos 90 kilos cuando
entró a Eyman en febrero de 2012. Pero luego su peso cayó de golpe.
“Mi carnet de dieta [para la dieta para emaciación que le
ayudaría a ganar peso] expiró en septiembre”, suplicó en otro formato de
solicitud, en diciembre. “Ahora es el 10/12/12, y mi carnet de dieta todavía no
ha sido renovado.”
Para febrero de 2013, su peso había disminuido a 68 kilos.
“Empecé a notar que su ropa se veía muy holgada”, dice Mark, hijo de Dehe,
quien lo visitaba con regularidad en Eyman, en Florence, Arizona. “Parecía como
si le hubiera pedido prestada la ropa a alguien más, porque era demasiado
grande para él.”
La pérdida de peso de Dehe no era un misterio médico. Casi
inmediatamente después de que llegó a Eyman, una serie de síntomas indicó que
podría tener cáncer de próstata. Los proveedores de atención médica de Dehe —primero,
una compañía privada y con fines de lucro de cuidados de la salud en prisiones
llamada Wexford Health Sources, seguida de otra compañía privada y con fines de
lucro de cuidados de la salud en prisiones llamada Corizon— estaban muy
conscientes de estos síntomas, según los registros entregados a Newsweek.
Resultados de laboratorio con fecha de 31 de marzo de 2012 indicaron
que Dehe tenía un nivel de antígeno prostático específico (PSA) de 23.3
nanogramos por mililitro. El informe de laboratorio marcó este nivel como “alto”
—el rango listado allí para un individuo sano era de 0.0 ng/m a 4.0 ng/ml—, y
según el Instituto Nacional del Cáncer, “cuanto más alto sea el nivel de PSA en
un hombre, más probabilidad hay de que tenga cáncer de próstata. Aun más, un
aumento continuo en el nivel de PSA en un hombre al paso del tiempo también
puede ser una señal de cáncer de próstata”. Para el 2 de junio, el PSA de Dehe
se había disparado a 31.4 ng/ml.
A pesar de ese alarmante análisis de sangre, así como múltiples
hospitalizaciones y las repetidas solicitudes de ayuda por parte de Dehe, no se
le practicó una biopsia de próstata antes del 9 de agosto de 2013. Los
resultados llegaron un mes después: cáncer de próstata metastásico.
Hay pocos datos duros sobre la calidad de la atención médica
tras las rejas, dice el Dr. Marc Stern, un consultor de cuidado de la salud en
correccionales y exdirector de servicios de salud del Departamento de
Correccionales del Estado de Washington. Tampoco hay mucha regulación. Nadie
niega que la atención en prisiones salva vidas y atiende a personas que de otra
manera quizá no serían atendidas. Muchos de quienes terminan encarcelados son demasiado
pobres para recibir atención médica adecuada en el exterior. La hepatitis C es
un buen y útil ejemplo: se calcula que un tercio de los infectados con
hepatitis C en Estados Unidos pasaron por el sistema penitenciario. Fuera de
prisión, esta es una población con pocas probabilidades de buscar ayuda profesional
cuando experimenta síntomas de una enfermedad como la hepatitis C, y
probablemente no podría costearse el tratamiento (la serie completa de
medicamentos para esta enfermedad cuesta entre 25 000 y 189 000 dólares) si lo
hiciera. En las prisiones con servicios de cuidado a la salud adecuados, estos
prisioneros enfermos tienen más probabilidades de ser auscultados y
diagnosticados, y luego se les dan los medicamentos sin costos para ellos.
Sin embargo, después de trabajar en prisiones a lo largo y ancho
del país, la impresión de Stern es que “los lugares que son excelentes son más
raros que los lugares que no lo son”. Los problemas tienden a surgir de
cuestiones financieras subyacentes: hay poca inversión pública en los sistemas
de cuidado de la salud en correccionales, y por lo general ni los proveedores
públicos ni los privados pueden ofrecer salarios competitivos a los
trabajadores penitenciarios de la salud. “El problema es una estructura que
crea incentivos para retrasar y negar la atención”, dice David Fathi, director
del Proyecto Nacional Penitenciario de la Unión Estadounidense de Libertades
Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés). “La razón de negar la atención es
obvia: porque se ahorra dinero, en especial cuando se habla de enfermedades como
el cáncer, las cuales no se pueden tratar in situpor el médico de la prisión.
Esos pacientes tienen que ser enviados a especialistas. Eso se vuelve muy
costoso. Esa es un área donde muy a menudo vemos a los proveedores privados
cortando presupuestos.”
Hay requisitos constitucionales para proveer un cuidado de la
salud adecuado a nuestras poblaciones encarceladas. En 1976, la Suprema Corte
de Estados Unidos decidió en Estelle v. Gamble que la “indiferencia deliberada
a serias necesidades médicas de los prisioneros constituye la ‘imposición
innecesaria y gratuita de dolor’… prohibida por la Octava Enmienda”, y
dictaminó que las correccionales deben proveer una atención médica apropiada a
los prisioneros. Desde entonces, no obstante, los reportes y demandas
frecuentes que acusan una atención negligente de los reclusos —incluidas
numerosas muertes— sugieren enfáticamente que muchas prisiones y cárceles de Estados
Unidos han ignorado estas normas.
Las acusaciones de atención deficiente en Arizona dan un buen
ejemplo. En marzo de 2012, la ACLU y grupos de aliados de derechos de los
prisioneros presentaron una demanda en contra del Departamento de
Correccionales de Arizona (DCA) —el cual supervisa las dieciséis prisiones del
estado, seis de las cuales son de administración privada— y varios funcionarios
estatales, acusando que un cuidado de la salud “en extremo inadecuado” pone a
“todos los prisioneros en un riesgo sustancial de daño serio, incluidos dolor y
sufrimiento innecesarios, lesiones prevenibles, amputaciones, desfiguraciones y
muerte”. La demanda señala varios casos de lo que describe como cánceres mal
tratados o de plano no tratados. Por ejemplo, un recluso llamado Ferdinand Dix
se quejó por dos años de síntomas de cáncer de pulmón como tos crónica y falta
de aire, pero nunca recibió el tratamiento apropiado. El cáncer se extendió “a
su hígado, nódulos linfáticos y otros órganos importantes”, según la demanda.
El hígado de Dix “estaba infestado de tumores, creció extremadamente cuatro
veces su tamaño normal, presionó otros órganos internos e impidió su capacidad
de comer”. La demanda afirma que el personal médico ni “siquiera [practicó] una
palpación simple de abdomen. Más bien, el personal médico le dijo que bebiese
malteadas energéticas”. En febrero de 2011, después de que Dix cayó en un
“estado sin respuesta”, la prisión lo llevó a un hospital externo, donde murió
pocos días después.
El Comité de Servicios de los Amigos Estadounidenses de Arizona
publicó un informe en octubre de 2013 titulado “Yardas mortales: problemas continuos
en el cuidado de la salud en correccionales de Arizona”. La organización
cuáquera descubrió que alrededor de 105 prisioneros murieron en custodia de
marzo de 2012 a junio de 2013. El CSAE estudió a profundidad catorce de las muertes,
y el informe dijo que estas “presentan cierta cantidad de ‘señales de alarma’
con respecto a enfermedades que, de haber sido tratadas de manera oportuna, tal
vez se hubieran resuelto”. De estas catorce muertes, seis involucraban cánceres
metastásicos. “Esto indica claramente que las enfermedades eran de larga
duración y sugiere que estas muertes se podrían haber prevenido si los
individuos hubieran recibido una atención más oportuna”, acusa el informe.
Al preguntarle sobre las acusaciones de atención médica
deficiente, y específicamente el caso de Dehe, el DCA dirigió a Newsweek
un comunicado de prensa: “Los índices de mortandad de los reclusos en
Arizona, incluidos los incidentes de suicidio, están dentro del promedio
nacional de los departamentos de correccionales. En 2012, el año más reciente
en que hay estadísticas disponibles, Arizona reportó 215 muertes per 100 000
reclusos, en comparación con el promedio nacional de 254 per 100 000”.
En 2013, el DCA terminó su contrato con Wexford y le entregó el
cuidado de la salud en prisiones a Corizon. El estado alegó que Wexford
dispensó inapropiadamente las medicaciones y derrochó recursos estatales.
Wexford dice que la decisión de terminar la sociedad fue muta y señala con el
dedo a la prisión. “Una vez que empezó a operar el programa, la compañía
descubrió la (ahora públicamente documentada) naturaleza disfuncional del
sistema del DCA”, dice Wexford en una declaración.
La presión le renovó a Manfred Dehe la dieta para emaciación
varios días después de su solicitud del 10 de diciembre de 2012, pero no abordó
su solicitud de tratamiento de próstata sino meses después. Mientras tanto, él
empezó a necesitar orinar de manera constante, en ocasiones cuatro o cinco
veces por noche. Para el 1 de enero de 2013, Dehe apenas podía pasar la orina.
Fue admitido en el hospital, donde se descubrió que tenía una infección del
tracto urinario y una próstata crecida. El personal del hospital le insertó un
catéter, le prescribió una dosis de antibióticos y luego lo mandó de regreso a
Eyman.
Pero según las cartas de Dehe, su medicación fue suprimida diez
días después y no le cambiaron el catéter por semanas. Finalmente, el 19 de
marzo, Dehe fue admitido en el hospital y diagnosticado con urosepsis, una
enfermedad que se desarrolla cuando una infección del tracto urinario se
extiende al flujo sanguíneo.
En mayo de 2013, los resultados de laboratorio revelaron que el
PSA de Dehe había rebasado los 100 ng/ml. Para junio de 2013, su PSA se había
disparado a 174.4 ng/ml. “El paciente necesita una biopsia de próstata”,
escribió un urólogo externo el 2 de julio. La biopsia de Dehe se practicó el 9
de agosto. Un mes después, el médico escribió: “Estoy casi seguro de que tiene
una enfermedad metastásica diseminada”. El urólogo prescribió una inyección
supresora de testosterona cada tres meses (las hormonas masculinas fomentan el
crecimiento de las células cancerígenas prostáticas).
En febrero de 2014, Marc visitó a su padre. “Él tenía que
agarrarse a mi brazo para sostenerse”, recuerda Marc. “Sabía que no le quedaba
mucho por vivir.” Su atención, añade, fue consistentemente deficiente. Cuando
Dehe fue al urólogo, el 28 de marzo de 2014, el médico anotó: “Su última
inyección conocida fue el 23/9/13. Sus inyecciones de seguimiento debieron ser
el 25/12/13 y el 25/3/14”.
De abril de 2014 en adelante, Dehe tenía sólo dos dientes y
“bromeaba que se parecía a Bugs Bunny”, dice Marc. Su piel estaba manchada y
roja de moretones, y le habían salido escaras en pies y nalgas; pasaba sus días
acostado y sin moverse, demasiado enfermo para levantarse de la cama. “Era muy,
muy doloroso verlo así, ver a alguien deteriorarse frente a ti, ver que a las
enfermeras no les importaba”, dice Marc. Alguien del personal de enfermería le
dijo: “¿Por qué no sólo le lanzas una sábana encima? Porque ya huele como si
estuviera muerto”.
El 14 de octubre de 2014, la ACLU y el DCA llegaron a un
acuerdo y exigieron que el estado mejorase el cuidado de la salud en prisiones
de administración pública y acatase el monitoreo y supervisión de los abogados
de los prisioneros, para asegurarse de que el departamento cumpla el acuerdo.
Ese mismo día, Dehe murió de “complicaciones de carcinoma prostático
metastásico”. Corizon dice que tiene prohibido por las leyes federales de privacidad
el comentar sobre el tratamiento de Dehe, pero “puede afirmar” que su oncología
“cumplió con los estándares médicos de atención y fue apropiada para su
enfermedad… Como proveedores de cuidados de la salud, nos entristece
profundamente cualquier resultado médico negativo. Tomamos con mucha seriedad
el proveer los cuidados a nuestros pacientes. Damos nuestras sinceras
condolencias a la familia del Sr. Dehe”.