Hay un cuestionamiento más que valdría la pena hacerse en la
sonada controversia que, al igual que en otras urbes del mundo, existe en la
Ciudad de México por la operación de plataformas de economía colaborativa,
particularmente las que permiten acceder a servicios de choferes privados, como
Cabify y Uber. El cuestionamiento es la medida en que las posturas o acciones
respecto a ellas se deben al trastocamiento de modelos de negocios de antaño,
atrincherados en la normatividad administrativa vigente, y en cuál se deben a
su potencial para trastocar ciertas funciones de los gobiernos que controlan
esa normatividad y el efecto verdaderamente democratizador de la tecnología.
Una línea de pensamiento para esa dialéctica parte de
considerar que, durante toda la antigüedad, los deberes fundamentales del
Estado fueron solamente dos: garantizar la seguridad de las personas y sus
bienes contra ataques externos y contra el crimen interno e impartir justicia.
Esos deberes se fueron expandiendo cada vez más durante la edad contemporánea a
partir del “new deal”; bajo ese modelo los gobiernos se fueron arrogando cada
vez más atribuciones dependiendo de sus políticas legislativas y
administrativas, aunque después decidieran delegar algunas en cierta forma y
medida. Por ejemplo, la impartición, mas no la ejecución, de justicia ha sido
delegada bajo la figura del arbitraje, a cuyo amparo las partes en una
controversia pueden someter a la decisión de otros particulares la suerte que
correrán sus intereses privados.
Un indicador de la trascendencia de esa delegación podría
aproximarse considerando que los 157.3 millones de usuarios de eBay se han
sujetado al arbitraje como forma de solución a las controversias que pudieran
surgir entre ellos y dicha plataforma de comercio electrónico.
Esa delegación de funciones ha sido muy variada en el régimen
de autorizaciones, permisos y licencias, figuras por virtud de las que se
levanta un impedimento regulatorio, debido al impacto que se considera que ello
podría tener sobre la colectividad, para que el particular ejerza un derecho.
Por ejemplo, sin perjuicio de su importancia y trascendencia, la función de
verificación y autorización relativa al ejercicio de profesiones para
determinar quién posee o no los conocimientos requeridos, por ejemplo, para
atender la salud y vida o libertad y derechos de las personas, es llevada a
cabo tanto por instituciones educativas públicas como privadas, algunas
reconocidas por la Secretaría de Educación Pública, otras por la Universidad
Nacional.
Por el contrario, el otorgamiento de otras autorizaciones sigue
siendo exclusivo del Estado. La autorización para constituir una institución
financiera y captar recursos monetarios del público sólo puede ser otorgada por
el gobierno federal, por el impacto que esa actividad puede tener, hecho
evidente por el caso de los depositantes de la Sofipo “Ficrea”, quienes han
perdido los recursos que confiaron a una entidad legalmente autorizada. Otro
ejemplo es la conducción de vehículos motorizados y el transporte de pasajeros,
actividades que requieren licencia o permiso del gobierno local, de un lado por
el impacto que esos vehículos pueden tener sobre la colectividad (léase
accidentes viales), y del otro porque la Asamblea Legislativa decidió que la
prestación de servicios de transporte, sea o no público, debe contar con alguna
aprobación por parte del Gobierno de la Ciudad para que este se asegure de que
los prestadores del servicio cumplen con los requisitos que esa autoridad ha
determinado para ello.
Esto motiva la pregunta sobre quién es o puede ser más eficiente
en la verificación de esos requisitos: el gobierno como regulador o el
colectivo de usuarios del servicio que interesa.
Consideremos una de las características esenciales de las
plataformas de la economía colaborativa: la calificación recíproca que pueden
hacer tanto los prestatarios del servicio como sus prestadores, lo cual ofrece
mayor seguridad a ambas partes al facilitar información veraz y de primera
mano, por provenir de participantes debidamente identificados, para excluir de
la plataforma tanto al proveedor que no cumple con los estándares fijados para
el servicio, y que por ello podrían poner en riesgo a dichos usuarios, como a
los prestatarios cuya conducta pudiera a su vez significar un riesgo para el
proveedor y los bienes que destina a la prestación del servicio.
Esto tiene un efecto verdaderamente democratizante, pues las
partes y personas puestas en contacto a través de las plataformas de la
economía colaborativa se hacen oír y son escuchadas por ese mismo medio, y
conforme a los contratos privados (“Políticas” y “Términos de uso”) que
suscriben para acceder a ellas la información que proporcionan a través suyo es
utilizada para la toma y ejecución de decisiones sobre su cumplimiento. En su
ensayo “Ordenamiento por Contrato, Ordenamiento por Máquina”, Margaret J. Radin
expone cómo esto ha pasado en el ámbito del ordenamiento de los derechos de
propiedad intelectual desde hace décadas, con los contratos de software
“formalizados” al abrir el empaque o pulsar la casilla de aceptación en la
pantalla de instalación: esos contratos establecen regímenes de derechos y
obligaciones sobre la propiedad de y acceso al producto y sus contenidos cuyo
cumplimiento es procurado a través de medidas tecnológicas que faculta o
impiden ciertas acciones en la medida que sean o no acordes con los términos a
los que las partes se han sujetado.
Así la pregunta de fondo en el tema de las plataformas de la
economía colaborativa es a qué razón obedece la oposición de gobiernos (en
México y otros países) para permitir que operen en sus jurisdicciones.
Preservar un régimen bajo el cual el gobierno es quien puede tomar las
decisiones por los particulares sobre quienes habrán de prestarles determinados
servicios no parece resistir análisis. La delegación de la facultad para
impartir justicia a través del arbitraje demuestra que los particulares son
perfectamente capaces de acordar entre sí los términos en los que una función
clásica del Estado será realizada por otros particulares respecto de sus
derechos y obligaciones de carácter privado.
Sin embargo, en el ámbito de la tecnología esa delegación de
facultades del Estado a los particulares no se limita a derechos de carácter
privado; ejemplo de ello son las solicitudes para el ejercicio del “derecho al
olvido”, sobre cuya procedencia las unidades de negocio de Google en Europa
toman y ejecutan decisiones no obstante que los derechos de acceso,
rectificación, cancelación y oposición son derechos humanos.
La experiencia con estas plataformas como eBay, en las que los
participantes en ambos extremos de una transacción, ya sea de compraventa o de
prestación de servicios, pueden calificarse recíprocamente y con ello aportar a
la comunidad información sobre unos y otros, comprueba que esa información
permite a los particulares tomar mejores decisiones, y el ordenamiento a través
de contratos y medios tecnológicos que ha imperado en ese medio y mercado
ilustra cómo en la medida que se puede disponer de bienes y servicios a través
de medios tecnológicos, la asignación de derechos y obligaciones, bienes y
recursos, la procuración e incluso ejecución de esa asignación quedarán cada
vez más en manos de los particulares.
Atendiendo a todo lo anterior, pueden resultar cuestionables
tanto la subsistencia de la intervención gubernamental en el proceso de
decisión de particulares más o menos sofisticados respecto de una decisión
igualmente particular, como dónde hospedarse o quién y cómo habrá de
transportarlo a cierto destino, como la renuencia de los gobiernos a delegarles
la facultad para tomar esa decisión.