En el tercer aniversario luctuoso del escritor Carlos Fuentes, se presenta un recorrido por algunas de las calles y lugares más emblemáticos de la capital francesa que, de algún modo, impactaron su vida y obra literaria.
Rodolphe empuña su botella de vino tinto y la vuelca en su garganta en tragos ansiosos que dejan colgando gotas en su barba blanca y su saco negro. El mendigo de la Rue de Bièvre se acuesta en una banca del square Danielle-Mitterrand, un parque diminuto de París con un gran arce que sombrea la tierra.
Frente a él, de gorras con visera en la nuca, tres adolescentes bromean; un niño toma agua en un bebedero y una joven madre descansa junto a su carriola.
—Vous ne connaissez pas Carlos Fuentes, l’écrivain mexicain qui a vécu dans ce bâtiment? (¿No conoció a Fuentes, un escritor mexicano que vivía en el edificio de allá?)—, pregunto al mendigo. El viejo niega con la cabeza y mira unas palomas que picotean maíz. “Il fait beau” (hace buen tiempo), dice levantando la vista hacia el cielo azul que se abre sobre el edificio con el número 8: durante cuarenta años el hogar de Fuentes.
Desde su balcón, el escritor observaba paisajes como el que Rodolphe celebra este mediodía de abril: iluminada por la primavera en un cielo sin nubes, la catedral de Notre Dame se eleva sobre las aguas del Río Sena. Cerca de las 13 h, navegan en la corriente verdosa La Vedette de París y otras embarcaciones con nombres de mujer.
Cruzan el Pont de l’Archevêché, un puente de casi doscientos años de historia que enamorados de todo el mundo han colmado de candados. Multiplicados por miles, forman un tapiz multicolor que se observa desde esta calle del barrio de Saint-Germain-des-Prés donde el escritor vivió hasta su muerte.
“Gracias a la Rue de Bièvre, su olor a cuscús y su cante jondo arábigo frente a mis ventanas me atreví a organizar el final de Terra Nostra”, escribió Fuentes. En este mismo punto céntrico concluyó la majestuosa novela que abarca los siglos del lazo Europa-América. “Más importante: allí nació mi hijo”, precisó en 1984 en una columna del periódico ABC.
En la callejuela de cinco metros de ancho, las vetustas fachadas de roca —color sepia con herrajes negros— casi se besan de vereda a vereda, y conducen al peatón al restaurante marroquí La Soummam. Los meseros posan en los manteles rojiblancos el cuscús (sémola de trigo), cuyo aroma ascendía al hogar que Carlos y su esposa, Silvia Lemus, ocuparon desde 1973 —recién casados— con sus bebés, Natasha y Carlos.
Sigilosa, fría y de apenas una cuadra, la calle es un átomo en el intrincado mapa parisino. Pero hace setecientos años, por algún misterio, Dante Alighieri eligió la Rue de Bièvre para iniciar su obra maestra, La Divina Comedia. “Calle con cierta memoria literaria”, ironizó Fuentes, vecino además de François Mitterrand, presidente francés por catorce años y habitante de la casa con el número 22: “Coincidimos bajo la lluvia esperando un taxi en la Place Maubert. Me prestó Le Mondepara cubrirme la cabeza”.
La calle concluye en Quai de la Tournelle, la avenida que bordea el río, cuyos márgenes se pueblan de gente que toma vino, come baguettescon queso o husmea en los 245 puestos de libreros de viejo del Sena (bouquinistes) antiguas ediciones de obras de Emilio Zola o Víctor Hugo. Y también de otro escritor francés que, pese a tener ciento veintinueve años más que Fuentes, le mostró la capital al recién llegado joven que en 1950 tenía veintiún años: “Era una ciudad con muchas cicatrices de la guerra y yo no tenía amigos, pero me hice amigo de (Honoré de) Balzac. Decidí conocer los lugares donde ocurrían sus novelas. Dediqué diez días a eso. Él le daba el alma a París”.
Esta vez, soy yo el que busco conocer París siguiendo la ruta de Carlos Fuentes: los cafés, las calles, los edificios y las plazas que marcaron su vida y su literatura.
Mi universo
El mapa mental que Fuentes tenía de París estaba partido en dos: “Aquí uno es de la Rive Droit (Rivera norte o derecha) o de la Rive Gauche (izquierda)”. La primera, aristócrata; la segunda, librepensadora. “Mi barrio, mi universo, es éste”, aclaró, como para disipar dudas sobre su identidad inclinada a la izquierda. Ese “universo” estaba de fiesta en las calles de su barrio, Saint-Germain-des-Prés, cuyo corazón era el Boulevard Saint-Germain, el gran paseo comercial, social y artístico que atraviesa la urbe. Protegidos por una larguísima escolta de álamos, plátanos y sauces, fluyen galerías, restaurantes, cafés, las fragancias de la Perfumería Fragonard, la elegancia del Hotel Pont Royal o la famosa relojería Antoine de Macedo, donde un viejo relojero de cráneo lustroso, barba y uniforme olivo coloca con su monóculo la manecilla de un viejo reloj Blancpain. Con el torso petrificado como un mármol sobre una banca, mueve los dedos.
En el boulevard donde Fuentes paseaba, los sonidos ligeros del mediodía de sábado se rompen con la sirena de un camión rojo de la Brigade de sapeurs-pompiers de París (los bomberos); deja su estela sonora en el sendero donde la gente come croissantsen el café Gérard Mulot o saborea el dulzor de un macarrón en Ladurée.
Pero el emperador de aquí es otro: la Brasserie Lip. De austero toldo naranja, presume en lo alto un simple tarro de cerveza de luz neón. Un mesero de smokingme invita a pasar a este espacio suntuoso de caoba y molduras doradas. Me siento frente a un mural en el que una negra de pechos descubiertos avanza con un jarrón en la cabeza entre flora tropical. En este restaurante, Fuentes habló con arzobispos, militares, financieros, artistas y políticos entre 1975 y 1977, como embajador de México. La pausa literaria le resultó asfixiante, y en cuanto pudo dejó la diplomacia. Entonces, la Brasserie Lipp ya no fue su sala de juntas y volvió a ser el mítico restaurante de las celebridades, que comen caracoles, chucrut, camarones, entre lámparas antiguas como floripondios y espejos opacados por los 135 años desde que Lipp se fundó.
“Votre café, monsieur”, me dice uno de los ancianos meseros. Me deja el espresso y levanta una charola hacia sus ojos para analizar las copas en que servirá un vino Garanoir. No deben tener una mota de polvo.
Miradas de Medusa
“LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Sólo falta tu nombre. Sólo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero”.
A unos pasos de la Brasserie Lipp, en el número 6 de la Place Saint-Germain des Prés, esos 738 caracteres con que inicia la novela Aura—provocativo arranque de una historia en una vecindad de calle Donceles cuyo protagonista eres tú, quien lee— se escribieron en una mesita del Café des Deux Magots, epicentro del barrio de Fuentes. Eligió esta esquina de toldo verde y mesas en la calle. Donde ahora una multitud se refresca con vino blanco, hace años se reunían los creadores de las tempestades literarias del planeta: en varios momentos de los ciento treinta años de historia del negocio, Jean-Paul Sartre tomó café con su mujer, Simone de Beauvoir, y otros días era usual ver a Camus, Hemingway o Joyce. Carlos, a la mitad del siglo XX, se reunía en este lugar con sus amigos García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Donoso, Goytosolo.
Cruzo hacia la Rive Droit y camino más de una hora hasta el Monceau Parc, que Fuentes describe en Una familia lejana:“Once años antes de la revolución, había, qué sé yo, un templo romano y una pagoda china, falsas ruinas feudales, una granja lechera suiza y un molino de viento holandés. Las mansiones burguesas que encierran por cinco de sus seis costados al parque son como las miradas de Medusa que petrificaron ese relámpago de demencia aristocrática final, desesperada y agónica”.
Hoy, 2015, en las “miradas de medusa” aún viven personas y siguen ahí las ruinas falsas, pero se impone un mundo simple: niños que llenan una tienda y piden helados de fresa, pistache, chocolate; ancianos junto a un lago, chicas que hacen jogging. En un solar, un viejo carrusel gira. Su techo, poste central y los asientos donde los niños ríen y saludan a sus padres tienen forma de globos, submarinos, cohetes, lunas. El mundo fantástico de Julio Verne, la representación de las historias que iniciaron al pequeño Carlos en los libros en la década de 1930 —como él mismo contaba—, da vuelta aquí, en el parque francés que más quiso, todos los días del año.
Aquí no puedo trabajar
Los empleados de limpieza del cementerio de Montparnasse me ven perdido buscando la tumba de un escritor mexicano y me auxilian. Se dicen cosas como “virage, le mexicain, Il y a un terrain a coté, division quatre” y uno me pide subir a una camioneta: “C’est pas loine” (no es lejos). Me hace bajar en una rotonda con flores violetas: en el centro, la enorme escultura de un ángel muestra la palabra “souvenir” (recuerdo). Justo enfrente, veo una lápida blanca con cuatro nombres: Natasha (1974-2005), Carlos Fuentes Lemus (1973-1999) —jóvenes fallecidos antes que sus padres— y dos más en lo alto: Carlos Fuentes (1928) y Silvia Lemus (1945). En el monumento horizontal alguien apoyó en su memoria catorce piedras que cientos de hormigas eluden en su travesía por la estructura. Los árboles han arrojado ramas, bellotas, hojas secas.
La tumba de los Fuentes la rodean vecinos enterrados bajo una antigua opulencia fúnebre. El director de Administración de la Guerra bajo el Imperio de Napoleón, Lacuée de Cessac, yace en un enorme mausoleo con entrada de hierro; la familia Leclere, en una elevada sepultura con puerta labrada y columnas esmeralda, y la familia Schir en un sepulcro de tres metros con una cruz gigante.
Los Fuentes ocupan, quizás, el monumento más austero del gran cementerio parisino: sólo los cuatro nombres labrados en una simple sepultura clara. Ni cruces ni otros símbolos religiosos, ningún epitafio para la eternidad.
Poco antes de morir, el 15 de mayo de 2012, a los ochenta y tres años, Fuentes decía en una entrevista por qué no era capaz de concluir una sola frase sobre el papel en “La capital más bella del mundo” y escapaba a Londres: “Me siento muy contento —explicó—, rodeado de belleza, pero me voy porque aquí no puedo trabajar: me siento en un café, veo pasar la vida y no escribo una línea”.
Fuentes se iba, pero siempre volvía a París. Al final, la ciudad que tanto amó se lo quedó para siempre.