En una de sus últimas fotografías familiares, mi abuela luce como si acabara de pelearse. Jean Bass Tinsley yace en una cama de hospital de Athens, Georgia, con una blusa color turquesa y mirando fijamente a la cámara. Un vendaje cubre su cráneo fracturado y el puente de su sanguinolenta nariz. Contaba 91 años.
Fue ella misma quien se causó todos los daños. En junio de 2013 cayó de cabeza de su silla de ruedas tras ignorar la advertencia de sus cuidadores de que no se levantara de la cama sin ayuda. Meses antes se fracturó las dos caderas en caídas distintas; y, antes de eso, la pelvis. Todo esto ocurrió al tratar de hacer algo que siempre resultó de lo más natural: caminar.
En su último año de vida, la demencia se apoderó de la mente de mi abuela y el personal de su hogar asistencial urdió mil estrategias para protegerla de sí misma. Como las leyes de Georgia prohíben restringir a los pacientes institucionalizados, decidieron poner la cama directamente en el suelo y colocar una estera a un lado; incluso instalaron una alarma que se activaba cuando abandonaba el colchón. Pero mi abuela se las ingeniaba para inhabilitar la alarma, quitar la estera y liberarse. Al final de su vida era demasiado frágil, pero, al mismo tiempo, excesivamente tenaz.
Cuatro meses antes de su muerte, mamá se mudó a Georgia para estar cerca de ella. Para impedir que se levantara de la cama, las enfermeras del hogar asistencial la mantenían tan sedada que apenas parecía un ser humano; y cuando mamá insistió en que dejaran de drogarla, la resolución de mi abuela (aficionada a las lesiones) resurgió. Mamá me llamaba varias veces por semana, desgañitándose, para contarme la última aventura de su progenitora hasta que, en determinado momento, la abuela le dijo a la tía Cindy que ya no quería seguir “con eso”, que estaba dispuesta a morir.
Al otro lado del país, yo escuchaba las historias y me preguntaba si quizá la anciana había vivido demasiado. El suicido asistido por un médico es ilegal en Georgia y ningún doctor de mi estado (Oregón) habría podido ayudarla, pues ya no se le consideraba lúcida. Sin embargo, aun cuando el punto fuera debatible, el caso era que mi abuela no iba a recuperarse y lo único que le quedaba en la vida era dolor, confusión y sufrimiento.
Libertad o muerte
El mes pasado, mientras recorría Europa, conocí en Ámsterdam a una mujer de 65 años decidida a no terminar como mi abuela.
Jannie Willemsen goza de una salud casi perfecta, pero al sentarnos en una pequeña cafetería, me mostró una documentación que describe las circunstancias por las que no desea seguir con vida: cuando quede grave y permanentemente lisiada; cuando ya no pueda salir de su casa sin ayuda; cuando dependa de terceros para comer, beber, bañarse y vestirse; si queda ciega, sorda o con demencia. En suma, casi todo lo que aquejó a mi abuela en sus últimos meses de vida. “Soy una persona autónoma”, explica la dama. “Para mí sería desastroso no poder salir a visitar a mis amistades, a un concierto o al teatro.”
Mujer amable y vivaz, jubilada de su carrera de bióloga, Willemsen y su esposo firmaron un poder notarial en 1997 cuando los médicos diagnosticaron al marido con cáncer intestinal, pues ninguno quería seguir viviendo más de lo que fuera natural y ambos querían decidir, por sí solos, cuándo llegaría el momento de partir. El hombre falleció en 2004, pero no de cáncer, sino de un problema cardiaco. Tuvo “suerte”, dice Willemsen, porque no sufrió mucho. Después de la segunda operación para retirar tumores intestinales, su corazón se detuvo y ella tuvo que mostrar la documentación notarial para convencer a los médicos de que no lo reanimaran. “Dijeron: ‘Nuestra obligación es mantenerlo con vida’”, recuerda. Pero no era eso lo que él quería, y tampoco lo que ella desea.
Lo que quiere, si las circunstancias lo ameritan, es la eutanasia asistida por un médico, algo cada vez más común en Holanda. En 2013, según la información más reciente, 4829 neerlandeses optaron porque un médico pusiera fin a sus vidas; eso equivale a una de cada 28 defunciones en Holanda y supone tres veces más eutanasias de las practicadas en 2002. El gobierno holandés no exige pruebas de enfermedad terminal para permitir que los médicos “ayuden” a morir al paciente. En ese país cualquiera puede pedir la eutanasia si es capaz de convencer a dos médicos de que padece un sufrimiento “insoportable”, definición que se amplía cada año. De hecho, cualquier residente de Holanda puede solicitar la eutanasia si está cansado de vivir con esclerosis lateral amiotrófica, esclerosis múltiple, depresión o soledad. En suma, los holandeses pueden optar por la muerte si están hartos de vivir.
Por supuesto, el acto es técnicamente ilegal y quienes ayuden a cometer la eutanasia pueden incurrir en una pena de prisión de hasta cuatro años y medio. Sin embargo, a partir de la década de 1970, el gobierno neerlandés ha dado al suicidio asistido un tratamiento muy semejante al consumo de cannabis: haciéndose de la vista gorda y respetando la abrumadora opinión pública de que los holandeses deben tener derecho a morir. Así que, desde 2002, la eutanasia ha sido oficialmente descriminalizada a condición de que reúna ciertos criterios.
Otros países empiezan a aproximarse al modelo holandés. El 6 de febrero, la Suprema Corte de Canadá abrogó una prohibición contra el suicidio asistido uniéndose a Luxemburgo, Bélgica y Suiza en la lista de países occidentales que han legalizado la eutanasia. Suiza ha permitido la eutanasia asistida desde 1942, a condición de que los pacientes “participen” en la administración de los fármacos que ponen fin a la vida (es decir, deben ingerirlos). Además, como la ley no exige que los pacientes sean nacionales suizos, ha fomentado el “turismo suicida” de otros países.
En Francia, legisladores debaten un anteproyecto que daría a los médicos el derecho de sumir a sus pacientes en un sueño profundo, indoloro y permanente. Reino Unido considera una “ley de muerte asistida” que legalizaría la eutanasia por primera vez. “Creo que en diez o quince años, muchos países occidentales tendrán algún tipo de legislación”, asegura Fione Zonneveld, directora de comunicaciones de Derecho a Morir-Holanda, organización sita en Ámsterdam que presiona por la expansión de las leyes sobre la eutanasia. “Es como una bola de nieve.”
Desde hace tiempo, el suicidio asistido ha sido tema tabú en varios países como Estados Unidos. Ello, en buena medida, por Jack Kevorkian, activista de la eutanasia en Michigan que afirmaba haber asistido el suicidio de, por lo menos, 130 personas. Hoy, a más de quince años de su condena por asesinato en segundo grado, los estadounidenses están revisando el caso.
El suicidio asistido es legal en Oregón, Washington y Vermont; y los médicos de Nuevo México y Montana pueden recetar medicamentos para que los pacientes pongan fin a sus vidas. El año pasado, una californiana de 29 años, con cáncer cerebral, emigró a Oregón para acabar legalmente con su vida; la recién casada Brittany Maynard escribió artículos y apareció en televisión para explicar su decisión. Algunos celebraron su valor, otros condenaron su cobardía, pero desde su muerte, el 1 de noviembre, legisladores de seis estados han propuesto leyes sobre el derecho a morir y políticos de otras ocho entidades federales han prometido hacer lo mismo. En mayo pasado, una encuesta de Gallup reveló que casi siete de diez estadounidenses consideran que los médicos deben tener “la posibilidad legal de poner fin a la vida de un paciente por medios indoloros”. Esa cifra ha oscilado entre 65 y 75 por ciento desde 1996, habiendo escalado continuamente desde 36 por ciento en 1950.
El avance de la eutanasia refleja una tendencia que abarca todos los continentes: cada vez más países adjudican más valor a la libertad individual. Situación que inquieta a líderes religiosos, éticos y defensores de los discapacitados, quienes argumentan que, si bien el suicidio asistido alivia el sufrimiento, amenaza también a los ciudadanos más vulnerables: ancianos y discapacitados que ya se las ven negras para justificar sus existencias. “Me gusta mucho la autonomía, pero parece haber desplazado otros valores como solidaridad, paciencia y aprovechar las circunstancias”, dice Theo Boer, profesor de ética en la Universidad Teológica Kampen de Holanda. “Ahora el peligro es que la gente ya no busque la manera de resistir su sufrimiento. Que quitarse la vida sea el fin de la autonomía.”
La manera errónea de morir
El año pasado, en el lapso de pocas semanas, tanto papá como mamá me enviaron un reportaje publicado en The Atlanticpor el oncólogo estadounidense Ezekiel Emanuel. El título: “Espero morir a los 75”. Mamá añadió la anotación: “Mi número es 80”.
No era la primera vez que mis padres me soltaban semejante bomba macabra. En 2011 mamá me envió un correo electrónico con el tema: “Quiero dejar constancia” y en el texto: “Si muero a manos de otra persona, no quiero que busquen venganza”. Papá solía decir que, cuando le llegara la hora, lo pusiéramos en un témpano y lo empujáramos hacia el mar. (Ya entendí, ¿de acuerdo? Ambos van a morir. Ahora, ¿puedo volver a mi programa de televisión?) Lo que pretenden es hacerme entender que no quieren aferrarse a la vida cuando ya no quede algo a lo que valga la pena aferrarse.
Sin embargo, no concuerdan en el tema del suicidio. Papá está convencido de que encontrará la manera de morir apaciblemente, aunque sea por su propia mano. “Tomaré unas aspirinas, luego un buen whisky y se acabó”, me dijo hace poco. Mamá asegura que jamás se suicidará. Su padre se pegó un tiro en la cabeza cuando ella tenía 29 años, a fin de no tener que operarse por un estallamiento venoso del esófago. “Fue una acción egoísta”, acusó entre lágrimas. “Negó a sus seres queridos la posibilidad de estar con él y cuidarlo.”
Muchas personas, en todo el mundo, no piensan igual y han encontrado a numerosos médicos que, compartiendo su opinión, les han conducido a la muerte. No obstante, la eutanasia es una práctica “incómoda” para la mayoría de los galenos, quienes consideran que contradice el juramento hipocrático, amén de ser aterradora e irreversible.
Para Bert Keizer, el tiempo ha acallado ese terror. Médico holandés con 33 años de experiencia, ha asistido la muerte de docenas de pacientes, casi siempre sin arrepentirse. Los primeros casos fueron difíciles, confesó en entrevista telefónica, debido a que sintió miedo. No solo de la ley, sino de la irreversibilidad del acto. “El temor de saber que se hace algo irrevocable a una persona”, dijo Keizer. “Nunca he tenido una [muerte] fácil”, pero con el tiempo, agrega, la angustia ha disminuido y cada vez se siente menos incómodo aplicando la dosis mortal de tiopental sódico y después, un relajante muscular, porque sabe que pone fin al sufrimiento.
Cuando Keizer accede a ayudar a una persona, lo hace porque, obviamente, es lo correcto. El último paciente a quien aplicó la eutanasia fue un estadounidense expatriado que vivió en Holanda durante 15 años. Tenía 78 y había sufrido una hemorragia cerebral; no podía caminar y apenas hablaba. Su esposa había muerto un año antes; por ello, cuando el hombre pidió la ayuda de Keizer por primera vez, el médico se negó. “Tiene que aceptar el hecho de que está viviendo la pérdida de su mujer”, dijo al paciente. Pero ocho meses después, el anciano le hizo cambiar de opinión. Ya no podía asearse, era incontinente y su estado no iba a mejorar. El verano de 2013, Keizer accedió a ayudarlo a morir y aún está seguro de que fue la decisión correcta.
Es común que un médico rechace una primera petición, comenta Keizer, en parte porque la gente a veces cambia de parecer. “Sé que lo organizamos para justo antes de Navidad, pero quisiera esperar hasta febrero”, le dijo algún paciente. “Cuando eso sucede, uno como médico piensa: ‘Por Dios, ¿qué estoy haciendo?’. Y entonces tengo que decir: ‘Escuche, lo lamento, pero este es mi límite. Ya no estoy dispuesto a hablar de eutanasia con usted’.”
Todo médico que asiste un suicidio tiene, al menos, un caso del que quisiera retractarse. Para Keizer, fue el de un hombre de 55 años con cáncer pulmonar. El paciente se había sometido a quimioterapia y radiaciones, los oncólogos “le habían hecho de todo”, explica, “pero al final, iba a morir de cualquier manera. Estaba furioso con sus médicos porque le habían dado falsas esperanzas durante muchos tiempo”. Cuando el hombre pidió ayuda a Keizer, hace 25 años, lo hizo llevado “por su ira contra la vida. Lo ayudé, le suministré una sobredosis, pero años después comprendí que no estuvo bien. Fue un acto de venganza. No murió con una sonrisa en los labios, sino con una expresión de amargura. No es así como uno debe morir”.
La muerte es contagiosa
En Holanda hay cientos de personas que mueren por razones que nadie siquiera imaginaba cuando la legislación fue aprobada. Para entender la causa acudí a Zonneveld, de Derecho a Morir-Holanda, una organización que también ayuda a sus miembros a redactar testamentos en vida y poderes notariales como los que me mostró Willemsen. En la recién amueblada oficina hay una historieta holandesa adherida a un pizarrón. “Considero que mi vida está completa y quiero morir”, dice un paciente. El doctor contesta: “De acuerdo”, y saca una pistola. “Ay, no, quiero una muerte suave”, agrega el paciente. “Ah”, responde el médico y pone un silenciador en el arma.
Debajo de la historieta hay una gráfica que muestra un alto pico en la membresía del grupo: de unos 120 000 en 2012 a 160 000 en la actualidad. En promedio, cada día se inscriben entre 30 y 50 holandeses, y cada cual paga 17 euros anuales a cambio de asesoría sobre suicidio y ayuda con su documentación. El año pasado, Derecho a Morir-Holanda utilizó los fondos excedentes para abrir una clínica móvil y, ahora, 23 equipos de médicos y enfermeras están prestos para ser despachados al domicilio de los miembros… y despacharlos al otro lado.
A partir de 2002, después de que Holanda descriminalizara la eutanasia, la cifra de casos disminuyó; pero en 2007, las estadísticas comenzaron a aumentar a un ritmo constante, con un promedio de 15 por ciento anual. Keizer reconoce que “nunca anticipamos [semejante crecimiento]” y la situación le ha colocado, junto con otros colegas neerlandeses, en un dilema ético. “La sensación de no estar completamente seguros de lo que hacemos”, confiesa. Sin embargo, “hablamos de unas 5000 personas en 140 000, de modo que no es una epidemia”.
El médico calcula que la autonomía holandesa tiene mucho que ver con el continuo incremento del suicidio asistido. Más de 90 por ciento de los holandeses encuestados apoya la legislación, aunque solo 20 por ciento optaría por morir de esa manera. Con todo, alguna forma de eutanasia ha estado permitida pasivamente en el país desde hace décadas, de modo que debía haber otras razones para el repentino incremento.
El ético Boer tiene algunas teorías. Antiguo simpatizante de la eutanasia, hoy se ha convertido en uno de sus más francos críticos. En su opinión, una de las causas del auge de la eutanasia ha sido la propaganda. En la última década, dice, el periodista holandés Gerbert van Loenen ha seguido la pista de una serie de documentales que presentan la eutanasia desde una perspectiva muy positiva. “Es verdad que plantean ciertas preguntas”, reconoce Boer, “pero ignoran, sistemáticamente, las interrogantes más críticas, así que el público general se queda con la opinión de que es completamente buena y no conlleva riesgos. Eso es contagioso”.
Otro factor importante: cada año es más fácil calificar para la eutanasia. Al principio, casi todos los elegibles eran enfermos terminales. Ahora los médicos ayudan a morir a personas que ya no quieren vivir con depresión, autismo, ceguera o dependientes de la atención de otros. “Cada vez es más frecuente la doble eutanasia: un miembro de la pareja tiene una enfermedad terminal y el otro es dependiente de atención, y no quieren vivir solos”, explica Boer. De los últimos 500 expedientes que ha revisado, uno de cada diez contiene alguna mención de “soledad”, agrega. “Esos son los casos que me causan cada vez más inquietud.”
Las cifras apoyan a Boer. En 2012, se aplicó la eutanasia a 13 pacientes luego de convencer a un médico de que sufrían insoportablemente por causa de enfermedades mentales que abarcaban desde depresión hasta esquizofrenia; el año siguiente, la cifra aumentó a 44, más del triple. La cantidad de suicidas con demencia se elevó de 43 en 2012 a 97 en 2013. “Temo que la situación se haya salido de control en Holanda”, sentencia Boer.
En 2005, legisladores descriminalizaron otra forma de eutanasia: la de bebés. En años recientes, la cifra de eutanasia en recién nacidos ha caído debido a que los progenitores actúan anticipadamente, y es que el país ha introducido un nuevo sistema de detección parental que permite que los progenitores interrumpan la gestación si el ultrasonido revela graves malformaciones congénitas dentro de las primeras 20 semanas de la concepción.
Mas los holandeses no se detienen en los bebés. Los menores del país también pueden optar por la eutanasia. Niños de 12 a 15 años pueden pedir la muerte con permiso de sus progenitores. Y a partir de los 16 años, los jóvenes pueden tomar la decisión solo con “participación parental” y nada más.
El pediatra Eduard Verhagen ayudó a definir los lineamientos para la eutanasia infantil y, en su opinión, la legislación debe ir más allá. “Si establecemos que la edad mínima es 12 años, no estamos considerando que puede haber niños de 11 años y nueve meses muy capaces de decidir su destino y tomar decisiones propias, pero a quienes impedimos solicitar la eutanasia.”
Es difícil imaginar a un pediatra estadounidense haciendo semejante argumentación. Sin embargo, nadie imaginó que la eutanasia en Holanda se expandiría como lo ha hecho en los últimos 13 años. Tal vez Estados Unidos no se haga esperar.
Dudas y dobles suicidios
El debate sobre eutanasia suele reducirse a espeluznantes anécdotas. En Suiza, un médico es sujeto de investigación por asistir el suicidio de unos gemelos esquizofrénicos belgas. En Bélgica –donde, en 2013, los casos de suicido asistido aumentaron 27 por ciento, al total de 1816–, un hombre organizó la “doble eutanasia” de sus padres para que ya no estuvieran solos. En comparación, los últimos días de mi abuela son fruslerías para los simpatizantes del suicido asistido. La razón de que Francia esté debatiendo sobre eutanasia es, en parte, dos casos que datan de 2013: ambos suicidios dobles, ambos de parejas octogenarias. La primera se registró en un lujoso hotel de París, donde ordenaron servicio a la habitación y, luego, se asfixiaron con bolsas de plástico. El personal del hotel descubrió los cuerpos, tomados de las manos y junto a una nota en la que reclamaban “el derecho a morir con dignidad”. La otra acabó en un hospital, donde el hombre de 84 años disparó contra la esposa, encamada con una enfermedad terminal y luego se pegó un tiro.
No obstante, los opositores de la eutanasia consideran peligroso analizar el tema solo desde la perspectiva de los contados individuos que han decidido acabar con sus vidas, porque hay grandes riesgos en permitir que los médicos ayuden a otros a dejar este mundo. Y de ellos, el más grave, asegura Wesley J. Smith, abogado californiano y consultor de la Fuerza de Trabajo Internacional sobre Eutanasia y Suicidio Asistido, es que la gente ha olvidado el significado del sufrimiento. “Hoy impera un nuevo concepto de sufrimiento: que es la peor de todas las experiencias y que la función de la sociedad es prevenirlo, en vez de mitigarlo”, me dijo en entrevista telefónica.
Las consideraciones económicas también podrían contaminar debates que jamás debían rozar el tema del dinero. En Holanda, como muchos países, la cantidad de ciudadanos añosos aumentará entre 30 y 40 por ciento en las próximas dos décadas, y al decir de los críticos del suicidio asistido, eso introduce una motivación peligrosa en el contexto de la eutanasia, porque las sociedades empujarán a sus ancianos hacia una muerte más rápida.
Los opositores de la eutanasia en Estados Unidos sostienen que el sistema de salud, enfocado en las utilidades, plantea serios riesgos éticos. “El sistema ya se encuentra bajo gran presión”, dice Diane Coleman, presidenta y CEO de Not Dead Yet, grupo por derechos de discapacidad que cabildea contra la legalización del suicidio asistido y la eutanasia. “Hay gente a quien se le niega la atención que necesita por razones económicas y el suicidio asistido es el tipo de tratamiento más barato que el sistema puede ofrecer. Esas presiones son motivo de preocupación.”
En 2008, funcionarios de Oregon Medicaid enviaron sendas cartas a Barbara Wagner y Randy Stroup después de que solicitaran tratamiento, respectivamente, para cáncer pulmonar y cáncer prostático. El estado les negó sus (costosos) tratamientos, pero en una lista de opciones alternativas, ofreció cubrir el suicidio asistido. Ambos se manifestaron públicamente y el gobierno de Oregón cambió su postura, pero Smith sostiene que cuanto más aceptemos la eutanasia, más fácil será que el gobierno se abstenga de costear el tratamiento de sus miembros más débiles.
Los críticos insisten en que la responsabilidad es un tremendo problema en el suicidio asistido. En Holanda, el médico debe explicar la causa de esas muertes al forense y, luego, el caso pasa a revisión en uno de cinco Comités de Eutanasia regionales, integrados por un médico, un abogado y un ético. Sin embargo, la revisión se lleva a cabo después de que fallece el paciente y solo se hace para determinar si el doctor es culpable de un crimen. Desde 2002, los comités de revisión han dictaminado que unos cinco casos anuales son ilegales, pero ningún médico ha sido procesado. “Los doctores siempre prometen no volver a cometer el error”, explica Boer.
A la luz del experimento holandés, los críticos señalan que no hay manera de legalizar el suicidio asistido sin aceptar el riesgo de que individuos vulnerables serán orillados a buscar la muerte bien por el sistema de salud, por un sentimiento de culpa o por sus familiares o cuidadores abusivos. “No creemos que haya suficientes salvaguardias”, dice Coleman. “Necesitamos responder al deseo de morir con el mensaje: ‘No, pero, ¿cómo podemos ayudarle? ¿Cómo podemos acompañarle?’. Tal es la compasión que merecen las personas.”
Al crecer el movimiento de la eutanasia, críticos de Estados Unidos y otros países claman por un enfoque más adecuado para la manera de poner fin a nuestras vidas. En noviembre, el cirujano y escritor Atul Gawande publicó Being Mortal, innovador libro que argumenta por una transformación radical en la filosofía de la atención médica, por abandonar la obsesión estadounidense con la supervivencia y enfocarnos en el “bienestar”.
En cuanto a la eutanasia, Gawande se encuentra indeciso. Reconoce que las personas “quieren concluir sus historias en sus propios términos” y que “infligimos profundas heridas al final de la vida de los demás y, luego, permanecemos impávidos ante el daño causado”. También señala que los médicos estadounidenses permiten que las personas rechacen alimento, agua, medicamentos y tratamientos (y así, pongan fin a sus vidas), pero el modelo holandés es “una medida del fracaso”, escribe, porque olvida que el objetivo último “no [debe ser] una buena muerte, sino una buena vida hasta el mismo final. Los holandeses se han demorado más que otros en desarrollar programas de atención paliativa que podrían haberla proporcionado. Quizás una razón es que su sistema de muerte asistida puede haber reforzado la creencia de que no es factible reducir el sufrimiento ni mejorar la vida por otros medios cuando el individuo se ve debilitado o gravemente enfermo”.
Coleman argumenta que, en vez del suicidio asistido, los médicos deberían ofrecer una mejor prevención del suicidio. Al preguntar por qué quieren terminar sus vidas, la gente invariablemente marca la misma respuesta: ha perdido autonomía o no quiere ser una carga para amigos o parientes. Pero permitir que los médicos ayuden al paciente a suicidarse es una salida fácil, acusa. Lo que debieran hacer es ayudar a las personas a hacer vivible la vida, aunque sea durante unas últimas, contadas semanas.
“La mayoría de las víctimas de Jack Kevorkian era gente discapacitada, pero no enfermos terminales”, apunta Coleman. “Una vez lo vi en televisión diciendo: ‘Bueno, lo necesitan más porque van a sufrir largo tiempo’.”
La misma Coleman tuvo que confrontar esa supuesta necesidad. Tras luchar toda su vida contra un trastorno neuromuscular llamado miopatía congénita, fue hospitalizada en 2012 con insuficiencia respiratoria aguda secundaria a un cuadro de neumonía viral. De camino al hospital, uno de los paramédicos preguntó a su marido si había orden de practicarle maniobras de resucitación. “Por la manera como hizo la pregunta, mi esposo no solo contestó un tajante ‘sí’, sino que agregó que yo tenía empleo de tiempo completo”, escribió Coleman después. “Con esa respuesta, la actitud del equipo cambió.” Un mes después, volvieron a hospitalizarla con congestión pulmonar y uno de los médicos preguntó si de verdad quería tratamiento. “Me miró en la silla de ruedas, sin duda conmovido por mi estado y sinceramente interesado en saber lo que yo quería. Pero también tuve la certeza de que no le habría hablado de esa manera a una mujer de 58 años, pero sin discapacidad.” Una vez más, Coleman replicó: “‘Tengo empleo de tiempo completo’. El tipo retrocedió, cerró la boca y dio media vuelta”.
¿Quién está listo para morir?
El día que nos conocimos, Jannie Willemsen se disponía a visitar a una vieja amiga que vivía como a 65 kilómetros de Ámsterdam. Explicó que cada una de sus reuniones era como la primera, pues la mujer de 87 años sufre de demencia. Nada recordaba de sus encuentros anteriores, nada de sus cuatro décadas de amistad, ni siquiera el nombre de Willemsen. “¡Qué amable de venir a visitarme!”, ha exclamado la amiga al verla llegar, mientras come en el restaurante del asilo o degusta unos chocolates. “Aún es muy gentil, pero no me reconoce.”
Willemsen persiste en visitarla, pero lo hace con menos frecuencia. Si algo obtiene de esos encuentros es el recuerdo de que está decidida a nunca dejarse devorar por semejante bruma, a jamás pasar un día perdida en un asilo para ancianos. “Me alegra que la vida tenga un fin”, dice. “Algunos creen que Dios nos ha dado la vida y que él debe quitarla. Yo creo que cuando uno envejece más y más, llega el momento en que dejamos de sentirnos a gusto en el mundo, en que dejamos de entenderlo y ya no podemos explicarlo.”
Mi abuela llegó a ese punto, pero no es así como la recuerdo. Cierta vez, un caluroso día de verano de 1998, quise sorprenderla con una visita en su centenaria casa de Calhoun, Georgia. Yo tenía 21 años, no la había visto en una década y pensé que sería muy gracioso llamar a su puerta sin anunciarme. Me encontraba a la mitad de mi primer internado en un pequeño diario de Alabama, a pocas horas de viaje de la casa; así que, un sábado, imprimí un juego de direcciones MapQuest, crucé la frontera, me estacioné como a una cuadra de la propiedad y caminé plácidamente hacia la puerta de mosquitero que daba al porche trasero, sintiéndome emocionado con la travesura, imaginando la expresión de sorpresa de mi abuela. ¿Me reconocería? Cuando fui a llamar a la puerta, salió repentinamente, me miró de reojo y dijo: “Tengo que ir a la tienda. Te veo luego”. Pasó junto a mí, subió al auto y se marchó.
Es así como siempre recordaré a mi abuela, como una mujer recia y difícil de sobresaltar. No estuve a su lado cuando murió ni participé en las decisiones familiares de sus últimos días. Para mí, desde la distancia, fue fácil suponer que había vivido demasiado; pero para mamá, las cosas fueron muy distintas.
“En aquel momento, me ponía furiosa cuando alguien sugería que era su hora de morir y que debía dejarla ir”, me dijo hace poco. “Los últimos días fueron brutalmente difíciles, pero llenos de significado. Volví a enseñarle a tejer para mantenerla ocupada, para ayudarla olvidar el aburrimiento y la incomodidad de estar confinada a una silla de ruedas. Una tarde hojeamos sus viejos álbumes de fotos y me contó de sus años de bachillerato, recordando los nombres de aquella gente y las cosas que hizo. Fue increíble y nunca lo olvidaré.”
Mi madre dice que nunca habría optado por la eutanasia; no para su madre, ni para ella. Sin embargo, tuvo que tomar decisiones espinosas durante esos últimos meses. Después de que abuela dejó de comer por sí sola, mamá y sus hermanos se negaron a alimentarla por vía intravenosa, aunque no rechazaron la administración de líquidos. “No voy a permitir que mamá muera deshidratada”, dijo al médico.
Algún día tendré que enfrentar decisiones igual de difíciles respecto a mis padres. Hace poco, los dos cumplieron 70 años.