Richard M. Cohen se inclina hacia delante para que introduzcan una aguja en su espalda. Suelta un leve gemido cuando la punta empuja contra su columna vertebral, mas no protesta; después de todo, ya ha pasado por eso. Estamos en el Lado Oeste de Manhattan, en la calle 57, con los umbrosos Palisades de Nueva Jersey en la margen opuesta del río Hudson. Al otro lado de la calle se encuentran los estudios de CBS donde Cohen, reportero y productor de televisión, se inició en el medio en 1979 trabajando para el legendario Walter Cronkite y, dos años después, con Dan Rather, reemplazo de Cronkite.
Cohen viajó a todas partes en aquellos días, cuando los reporteros aún debían acudir al lugar de la noticia. En 1981 trabajó en Polonia reporteando el surgimiento del movimiento Solidaridad; estuvo en Beirut durante la invasión israelí de Líbano, en 1982, y de allí viajó a El Salvador, para cubrir el conflicto armado. Sin embargo, todo ese tiempo guardó un secreto: padecía esclerosis múltiple (EM), enfermedad neurológica degenerativa que afecta a 400 000 estadounidenses y que Cohen describe como “un lóbrego embotellamiento en las autopistas del sistema nervioso central”, una erosión de la grasa aislante o mielina que rodea los nervios. Una vez que dicho recubrimiento se desgasta, los nervios ya no conducen adecuadamente los impulsos eléctricos, lo cual resulta en numerosos síntomas neurológicos y físicos. Y así, por ejemplo, eventualmente la marcha de Cohen se volvió tan inestable que la gente comenzó a creer que estaba ebrio.
Cohen fue diagnosticado a los 25 años, cuando vivía en
Washington, D. C. y hacía un documental sobre discapacidad para PBS. Preparaba el café para sus colegas de la sala de noticias cuando la cafetera resbaló de sus manos y cayó al suelo. No le pareció gran cosa, pero luego, ese mismo día, perdió el equilibrio y cayó de bruces en la calle. Muy perturbado regresó a casa a tomar una cerveza y, al sentarse en el sofá, percibió un extraño adormecimiento en la pierna. “Me parece que tienes esclerosis múltiple”, aventuró su padre al escuchar los síntomas. Después de todo era médico –y padecía la enfermedad, igual que su propia madre.
“Recibí el diagnóstico con una llamada telefónica por demás fría”, escribió Cohen en un artículo para The New York Timespublicado el año 2000, recordando el día de 1973 cuando supo con certeza que tenía EM. “No ofrecieron tratamiento ni consejo útil alguno. Casi pude oír que el neurólogo se encogía de hombros al otro lado de la línea. Permanecí sentado, en silencio. Apenas contaba con 25 años y no sabía qué hacer. Ningún neurólogo que haya conocido desde entonces ha podido sugerir gran cosa, excepto un puñado de medicinas nuevas. Pido ayuda, pero es en vano.” Como todos los que escuchan el diagnóstico, Cohen debió enfrentar la cruda realidad de que su cerebro, eventualmente, lo abandonaría.
Ahora tiene 66 años y se ha retirado. Su cabello aún es muy abundante, pero casi completamente blanco; camina con bastón y su voz es trémula; un arete en su oreja alude a la juventud, época en que tenía conciencia de la enfermedad que infestaba su cerebro sin aún someterlo. Pero lo peor de todo es que el hombre cuya vida transcurrió entre imágenes apenas puede ver: las memorias que escribió en 2004 llevan el título Blindsided (Bloqueado por el punto ciego).
Aunque nos reunimos frente a los estudios CBS donde hizo su carrera, Cohen no eligió el lugar por nostalgia. Debemos ir al Centro Tisch de Investigaciones en EM de Nueva York donde es uno de los primeros 20 pacientes que participan en el innovador tratamiento con células madre ideado por el Dr. Saud A. Sadiq, a quien Cohen conoció en una conferencia. La terapia, aún en sus etapas iniciales, cosecha células madre de la médula ósea de otros sujetos y las convierte en el laboratorio en “progenitores neurales” que inyecta en el líquido cefalorraquídeo del enfermo. A la larga, esos progenitores neurales podrían conducir a la reparación de las vainas de mielina del cerebro, órgano que, en sus memorias, Cohen denomina “ese exótico lugar al norte del cuello”.
El exreportero ha hecho una crónica de su lucha con la esclerosis múltiple en un blog llamado Journeyman, donde bromeó con que su primer tratamiento con Sadiq fue tan incómodo que “violó los Convenios de Ginebra”. Pese a la incomodidad, el ensayo clínico fue, aparentemente, seguro aunque aún queda por ver su eficacia, pues una crítica, la doctora Sally Temple, del Neural Stem Cell Institute, afirma que “es improbable que esas células repongan las neurales perdidas”, ya que los progenitores neurales cosechados no son exactamente iguales a las células nativas del cuerpo. Con todo, luego de cuatro décadas de luchar contra su cerebro, Cohen está dispuesto a correr riesgos, aun cuando supongan prolongadas citas con largas agujas.
El trabajo de Sadiq es parte de un esfuerzo más amplio para esclarecer los trastornos neurológicos que afectan la estructura del cerebro. A la vez que los baby boomersinician la senectud, más y más miembros de esa generación caerán presa de trastornos como EM, Alzheimer (que afecta a 5 millones de estadounidenses) y Parkinson (1 millón). “Los trastornos neurológicos serán una marea creciente de problemas”, presagia el doctor Dennis J. Selkoe, codirector del Centro para Enfermedades Neurológicas del Hospital Brigham y de Mujeres en Boston.
Selkoe se dispone a ser codirector del Centro Ann Romney de Enfermedades Neurológicas, que la exprimera dama de Massachusetts dotará con un capital seminal de 50 millones de dólares en donativos, incluido un “obsequio sustancial” personal de la señora y su esposo, Mitt. Romney fue diagnosticada con EM a fines de la década de 1990 y el otro codirector del centro será su neurólogo de muchos años, el doctor Howard L. Weiner, también del antedicho hospital Brigham. Y, para subrayar el hecho de que la enfermedad cerebral no tiene preferencias políticas, la junta del centro incluirá tanto demócratas a ultranza –entre ellos, el congresista de Massachusetts Joseph P. Kennedy III y el marido de Chelsey Clinton, Marc Mezvinsky– como prominentes republicanos, entre ellos, Mitt Romney y el anfitrión de Fox News y sufriente de EM, Neil Cavuto. También formará parte de la junta la esposa de Richard Cohen, Meredith Vieira, anfitriona de programas de entrevista de NBC.
La búsqueda de una cura es parte de una misión más amplia para entender el cerebro, labor que la Casa Blanca considera uno de sus “mayores desafíos”, por lo que ha designado alrededor de 100 millones de dólares en fondos de investigación federales al esfuerzo. Y, ciertamente, hace tiempo que debió emprender la tarea. Selkoe explica que, durante muchos años, el estudio del cerebro estuvo paralizado por una especie de “nihilismo terapéutico”, una impotencia resultante de la falta de conocimientos; y eso, a su vez, ahuyentó a los investigadores. “Cuando estudiaba medicina solo hubo un tipo que optó por dedicarse a la neurología”, recuerda. “Y ese fui yo.”
Un ladrón en la casa
En 1868, el patólogo francés Jean-Martin Charcot describió “la sclérose en plaques”: una acumulación de lesiones secundarias a la erosión de las vainas de mielina, el resultante daño en los filamentos nerviosos (axones) subyacentes y las cicatrices que se forman como consecuencia. Aunque otros investigadores habían detectado los efectos de EM en el cerebro, Charcot –a menudo considerado el padre de la neurología– fue el primero que entendió la EM, plenamente, como una enfermedad (también descubrió la esclerosis lateral amiotrófica o ELA, conocida en Estados Unidos como enfermedad de Lou Gehrig).
En los 150 años transcurridos hemos aprendido mucho sobre EM. Según Selkoe, sabemos que es “el trastorno autoinmune por antonomasia”, donde los leucocitos (los linfocitos T, para ser precisos) cruzan la –casi siempre– impermeable barrera hematoencefálica y consumen la cobertura grasa de mielina que envuelve los nervios dando origen a zonas denudadas que, vistas en escaneos, son el signo revelador del padecimiento. Sabemos también que la EM no tiene una alta predisposición hereditaria, pero sí un componente genético vinculado con una familia de genes inmunológicos llamados complejo mayor de histocompatibilidad, aunque es posible que docenas de genes puedan participar en el problema. También hay influencias ambientales y se ha sugerido que la carencia de vitamina D es un factor de riesgo, pues la EM afecta más a las personas que viven lejos del ecuador. Así mismo, los fumadores tienen mayor riesgo, igual que quienes han sufrido mononucleosis infecciosa.
Si bien el mecanismo de algunos trastornos cerebrales no se ha esclarecido del todo (por ejemplo, el autismo), al menos sabemos qué hace la EM y cómo actúa. El problema es que esa información no ayuda a detener los devastadores efectos de la enfermedad, porque la mayor parte de las lesiones no producen síntomas, y cuando finalmente se establece el diagnóstico, gran parte del daño ya está hecho y el cerebro se halla plagado de lesiones. Nos damos cuenta entonces de que un ladrón ha saqueado la casa y el espeluznante descubrimiento no impedirá que regrese.
De modo que el neurólogo desempeña el papel del detective superado, aunque implacable, que busca pistas incansablemente. “Si la EM es una enfermedad inmunológica será posible hallar un marcador inmunológico”, dice Weiner, una de las autoridades estadounidenses en el tema, quien considera que la detección de un biomarcador con una sencilla prueba de sangre sería “una de las siguientes fronteras importantes” en la investigación de EM.
La concienciación en EM suele ocurrir con lentitud, sobre todo porque la gran mayoría de los pacientes presenta la forma de remitente-recurrente; es decir, el trastorno ataca y se detiene (casi 10 por ciento de los enfermos tiene EM primaria progresiva, que es la forma más grave de la enfermedad y no cursa con períodos de remisión). Los primeros síntomas son apenas perceptibles: adormecimiento de las extremidades, cosquilleo en la columna al inclinar la cabeza hacia delante (signo de Lhermitte), pero no hay abultamientos ni hemorragias y puede pasar mucho tiempo antes de que la enfermedad vuelva a manifestarse, algo que seguramente hará. En Blindsided, Cohen reconoce que, debido a que la EM es un padecimiento crónico que no amenaza la vida, “ocupa una posición muy humilde en la jerarquía del sufrimiento”.
La enfermedad casi siempre progresa de manera tórpida, encubierta, engañando hasta al hipocondriaco que observa el tamaño y la forma de cada lunar, pero no presta atención al inocente cosquilleo del brazo derecho. Ese es un aspecto muy desafortunado del trastorno, pues el doctor Mark S. Freedman, neurólogo de la Universidad de Ottawa, ha descubierto que la intervención oportuna podría afectar, significativamente, el resultado del tratamiento de EM.
El equipo de Weiner ha identificado biomarcadores potenciales que podrían alertar de la presencia de EM, siendo el microARN un agente prometedor. Investigadora de la Universidad de Ginebra, la doctora Cindy Salvisberg ha descubierto que las lágrimas de los pacientes con EM tienen niveles elevados de una proteína llamada serpina A3, pero hasta realizar pruebas en gran escala para confirmar esos u otros biomarcadores viables, habrá que depender de la taza de café que cae de la mano o la pierna entumecida para llegar a la conclusión de que sucede algo grave.
Denudados
El descubrimiento que todos esperan es uno que cure el cerebro, en vez de prevenir futuros ataques. La primera terapia real para EM surgió en 1993: interferón beta 1b, parte de una clase de compuestos que interrumpe la comunicación entre los linfocitos T anormales e impide que crucen la barrera hematoencefálica. Esos fármacos son capaces de frenar el avance de la EM y tal vez disminuir la gravedad de los síntomas; sin embargo, no pueden corregir el daño ocasionado. “Ninguna de las terapias es restaurativa o reparativa”, explica el doctor Rohit Bakshi, neurólogo de Brigham.
Me reuní con el doctor Ari J. Green en el flamante campus de la escuela de medicina de la Universidad de California en San Francisco (UCSF). Green, vivaz y joven sudafricano, se describe como “el nieto de Weiner” (su mentor en UCSF, el doctor Stephen L. Hauser, fue discípulo de Weiner. El mundo de la investigación sobre EM es más grande que antaño, pero no mucho más).
Green no solo desea contener la enfermedad, sino revertirla y junto con su colega de UCSF, Jonah R. Chan, y varios otros colaboradores, busca la manera de estimular unas células productoras de mielina, llamadas oligondendrocitos, a fin de que reparen los axones denudados por EM. En vez de inyectar células madre, como hace Sadiq en Nueva York, intenta estimular el cuerpo para que haga el trabajo por sí solo. En agosto, Chan y colegas publicaron un artículo en Nature Medicine titulado “Conjuntos de microcolumnas como plataforma de cribado de alto rendimiento para la terapia en esclerosis múltiple”.
Bastante abrumador, es verdad; pero la premisa es simple. Rociaron cajas de Petri con pirámides de vidrio sintético que actuaron como nervios despojados de mielina, y en una especie de “baile de graduación” forzado, las pirámides hicieron pareja con oligodendrocitos. Luego, entró en acción la poción potencialmente mágica. Green y Chan querían averiguar cuáles compuestos podían hacer que los oligodendrocitos cubrieran las pirámides con mielina, así que depositaron 1000 moléculas distintas en las cajas de cultivo y luego midieron el espesor de los anillos de mielina. Descubrieron entonces que ningún compuesto era más eficaz que un antihistamínico de uso común llamado clemastina: la misma sustancia que controla el escurrimiento nasal de las alergias primaverales puede ser crítico para regenerar el cerebro.
Por supuesto, falta mucho por estudiar. La clemastina tal vez sea segura para humanos, pero eso no la vuelve eficaz para la terapia de EM. Con todo, Green confía en tener los primeros resultados esta primavera, si bien reconoce que hay obstáculos. Aunque considera que su método es más sofisticado que el de Sadiq, no sabe si los resultados in vitro podrán reproducirse en humanos.
Otros trabajan para combatir la EM cuando la enfermedad ha pasado de la etapa de remitente-recurrente al estado de degeneración cerebral continua. Hay “muy poco que podemos hacer contra la EM progresiva”, explica Lior Mayo, joven neurólogo israelí que se unió al laboratorio de Weiner hace cinco años, donde está desarrollando una vacuna nasal para mejorar la capacidad autorreguladora del sistema inmunológico. Si su investigación rinde frutos, no habrá necesidad de agujas ni prolongadas infusiones, solo un rápido rocío en la mucosa nasal y, de allí, los anticuerpos viajarán al sistema inmunológico, donde impedirán ataques contra el sistema nervioso central.
Como casi todos los investigadores con quienes hablé, Mayo tiene grandes esperanzas e incertidumbres. Después de todo, el cerebro no revela fácilmente sus secretos.
Diagnóstico y despedida
Al inaugurarse los Juegos de Invierno de Salt Lake City 2002, la llama olímpica llegó en la mano de Ann Romney gracias a que su marido, Mitt, dirigía el comité de la ciudad para el acontecimiento deportivo. Sin embargo, la señora no transportó la antorcha mucho tiempo; tal vez apenas unos 300 metros. En cualquier caso, el recorrido fue trascendental porque, cuatro años antes, fue diagnosticada con la forma remitente-recurrente de EM. “Lo que nos depara su futuro, potencialmente, es una silla de ruedas”, declaró Mitt en entrevista con CNN el verano de 2012, cuando estaban por iniciar las Olimpiadas de Londres.
La breve carrera con la antorcha en Salt Lake City marcó un hito en la lucha personal de Ann Romney. “Supe entonces que estaría bien”, me dijo, poco después de anunciar su compromiso de recaudar 50 millones de dólares para el centro que lleva su nombre.
Romney revela que era una mujer “muy atlética y saludable”, una amazona consumada que crió cinco hijos. Su primer síntoma fue bastante inocuo y común: adormecimiento de la pierna derecha. Pensó que se había lastimado un nervio, pero luego hubo otras manifestaciones: pérdida del equilibrio, fatiga. Describió los síntomas a su hermano, James A. Davies, de profesión oftalmólogo y el consejo que recibió fue ominoso: “Necesitas consultar con un neurólogo.”
Romney acudió a un importante hospital de Boston, donde “el diagnóstico fue muy claro”. Sin embargo, no hubo una sensación de crisis. “Solo una palmadita en la espalda y: ‘Llámenos cuando se ponga peor’”, recuerda, incrédula, acerca del trato recibido. “Fue todo” (en Blindsided, Cohen describe la experiencia como “diagnóstico y despedida”).
“Pensé que mi vida había terminado”, prosigue Romney. Por consejo de una amiga, dos meses después del diagnóstico consultó con Weiner quien, de inmediato, inició tratamiento con esteroides, y aunque detuvo el avance de la enfermedad, nada pudo hacer por las lesiones que ya tenía su cerebro. Romney agrega que, durante los siguientes cuatro o cinco años, estuvo “pendiente de un hilo”, y pese a que el avance de la EM se ha detenido, “he vivido, continuamente, bajo una nube negra de angustia”.
El día que hablé con ella, una sobrina a quien estuvo muy unida falleció por complicaciones de alzhéimer, enfermedad aun menos entendida que la EM en muchos sentidos. Amén de esos dos trastornos, el centro Romney enfocará esfuerzos en ELA, Párkinson y tumores cerebrales, los cuales tienen más en común con las enfermedades neurológicas que otros cánceres.
“Habrá importantes descubrimientos en la próxima década”, me dijo Romney. “Estoy segura de ello.”
La mujer ha tenido suerte de contar con la mejor atención médica del país para mantener a raya su enfermedad. Pero la esclerosis múltiple tiene muchas presas más y esos otros empiezan a percibir sus primeros estremecimientos: el entumecimiento inicial, el sospechoso hormigueo. Ellos también necesitarán que alguien les ayude a correr de nuevo.