No pasa una semana sin que los medios
nacionales nos muestren cínicamente actos de corrupción cometidos por nuestra
clase política. Los protagonistas en prácticamente ningún caso son perseguidos
porque “no existe denuncia formal de por medio”, luego todos los imputados
mediáticamente gozan de libertad y se carcajean de la opinión publica y del
ciudadano común. Algunos argumentan con la más evidente de las torpezas
discursivas que lo que hicieron fue legal y con eso suponen que todos estaremos
satisfechos. Sin embargo, el descaro del servidor público y privado es tal que
nunca pasa por sus neuronas que lo que es legal no necesariamente es ético o
moral. No cabe duda de que la crisis que hoy vivimos en nuestro país no solo es
de gobernabilidad, impunidad y corrupción, sino también de credibilidad y, por
supuesto, de legitimidad en el ejercicio del poder.
Gracias a sus banalidades, debilidades
inmobiliarias y tráfico de influencias, nos hemos quedado con una presidencia
de la república sin credibilidad tres años antes de que termine formalmente su
período.
Por desgracia, nuestro aquel “momento por
México” se ha transformado en el “ridículo por México”. Es ahí donde tenemos
partidos políticos que actúan como agencias de colocación a puestos públicos,
empresarios escondidos porque sus deudas fiscales nos los dejan hablar ni
mostrarse públicamente, una sociedad civil pasmada y sin organizarse, una
academia institucional que tiene miedo de criticar porque le retirarían el
subsidio de prestaciones y salarios, unos medios de comunicación vendidos o
timoratos y, por supuesto, un Ejecutivo que se mueve entre el autoritarismo
para vulgar de la censura y la cooptación de actores incómodos. Todo este
escenario no es otro que el de la gran comedia mexicana que cada vez que
vivimos y que suponemos que podríamos salir del rezago del subdesarrollo,
nosotros mismos nos saboteamos y nos mostramos como nuestros peores enemigos.
Ante esta obra tragicómica se nos presentan
las elecciones de 2015, donde paladines disfrazados de salvadores ciudadanos,
futbolistas y payasos descarados son opciones no ficticias para que nos representen
a los ciudadanos. Los partidos se burlan del electorado en Nuevo León con las
candidatas de la farándula, y se burlan cuando postulan a corruptos y a
traficantes de influencias en cualquier parte del país o a miembros del crimen
organizado. Pero desgraciada y tristemente, al final tendremos la culpa si
sufragamos por esas opciones. Ellos hacen su trabajo de querer abusar de
nosotros mientras nosotros no hacemos el nuestro de investigarlos y
rechazarlos.
¿Pero ante el histrionismo de la ridícula
obra de teatro que vivimos, debemos participar electoralmente? ¿Debemos votar o
no? ¿Debemos, como dicen, hacerle el juego a esas camarillas políticas? ¿En
conciencia, debemos participar?
Antes de sugerir una respuesta tajante a las
interrogantes anteriores tenemos que reconocer el entorno, cómo este se nos
presenta y quiénes son los actores en el escenario que son los beneficiarios en
uno u otro sentido de nuestra respuesta.
Algunos argumentan que el hecho de no votar
manda un mensaje claro a los actores políticos donde se les dice “que no se
está de acuerdo con ninguno de ellos ni con el sistema político y electoral”.
Igualmente se argumenta que, al no votar, el ciudadano no se vuelve cómplice de
las acciones de esos actores. Por otro lado, un escenario de un alto
abstencionismo, digamos de más de un 70 por ciento, implica mandar un mensaje
de que no se está de acuerdo con las instituciones y que estas ya caducaron. Sin
embargo, este escenario es el que favorece a quienes argumentan “al diablo con
las instituciones” y apoyan la prevalencia de los liderazgos mesiánicos sobre
el Estado.
La democracia se sustenta en la fortaleza de
las instituciones sobre los personalismos caciquiles. Hoy, la exigencia para el
ciudadano no es que rechace el sistema, sino que participe mucho más en él y
que trate de mejorarlo porque una democracia sin reglas y con caprichos está
condenada a un sistema populista y autoritario. Las circunstancias que se le
presentan al electorado hoy en día son de mayor exigencia para conocer por quién
sí votará y luego auditarlo permanentemente. No nos rindamos ante las
intencionalidades evidentes u ocultas por degradar lo que hemos construido en
estos años de transición hacia una mejor democracia.