BARCELONA es sitiada, 28 cañones de bronce llegados de Madrid consiguen abrir un
boquete a la muralla por donde entran las tropas de Felipe V, rey de Nápoles,
Sicilia y Cerdeña, duque de Anjou y Milán, soberano de los Países Bajos, nieto
de Luis XIV y rey de España. Formada entonces por los reinos de Castilla y
Navarra, partidarios de los Borbones, y por el Reino de Aragón, contrario a su
dinastía. El 11 de septiembre de 1714 cae Barcelona. Terminaba la Guerra de
Sucesión (al trono) con victoria de las tropas borbónicas y Cataluña es anexada
administrativamente a la corona española, perdiendo los fueros políticos,
militares y, sobre todo, fiscales. Barcelona, la última frontera aragonesa,
jura ahí su eterna protesta.
Desde entonces, cada 11 de septiembre convoca
pública o clandestinamente (en épocas del general Francisco Franco) a la díada,
Día Nacional de Cataluña, alrededor de la Iglesia de Santa María. La vieja
Catedral del Mar. Las últimas han sido las más aparatosas en 300 años. Los
catalanes desde Barcelona aprovechan para exigir la independencia encuadernada
en un pacto fiscal. Hasta hace poco el independentismo catalán era desinflable.
Hinchado por su idioma, himno, bandera y un grandioso equipo de fútbol. El
Barça, que en momentos políticos puntuales viste como uniforme la señera
(bandera catalana de rayas amarillas y rojas), sirve como aparato de promoción.
“Catalonia is not Spain” o “Catalunya, nou Estat d’Europa”, son mensajes
típicos en las gradas del Camp Nou, que al minuto 17 con 14 segundos de cada
partido, en memoria del año 1714, pide a gritos la independencia dentro de un
estadio de fútbol.
De independizarse Cataluña, el Barça abandonaría
la liga. Si la Ley Española del Deporte no se modifica, como no lo ha hecho su
Constitución impidiendo el referéndum, jugaría una liga propia como nuevo
Estado, buscaría asilo en la francesa o en cualquier otra, que a reserva de un
conflicto diplomático lo acogiese. El Barça se denomina a sí mismo como un club
catalán y catalanista, pero los gestos oficiales del FC Barcelona como
institución hacia el Pacto Nacional por el Derecho a Decidir de Cataluña, han
sido tímidos en las últimas semanas. El asunto es delicado, fuera de la Liga
Española las finanzas del club se vendrían abajo de inmediato. No hay forma de
sostener un Barça independiente de España. Es imposible.
Consciente de sus ingresos por exposición como
parte fundamental en la economía del fútbol, el Barça perdería el valor de sus
patrocinios, derechos de imagen, contratos de televisión, competitividad y,
desde luego, perdería también su gran tesoro: esa relación de amor y odio, tan
rentable, con el Real Madrid. Un golpe que para el Madrid sería igualmente
duro. El triunfo del independentismo catalán, aunque cada vez más improbable,
significaría la ruina de su máximo representante. Por más que el fútbol sea un
juego, se manifiesta una vez más como fiel reflejo de la sociedad. De la misma
forma que Cataluña como Estado parece inviable, el Barça lo sería como equipo
dentro de ese nuevo estado.
Me quedan pocos amigos culés, nos hemos ido
desprendiendo desde que pervertimos la discusión sobre el Barça y su balón.
Porque en medio de ese juego inolvidable siempre surgía, espontánea o forzada,
la idea del FC Barcelona como propaganda política. Aquel Barça irrepetible
coincidió en tiempo y forma con la última crisis económica y la inflación
derivada. Y coincidió también con la versión más reaccionaria del Real Madrid,
al que la misma perversión ofreció papeletas electorales. Los clásicos
Barcelona vs. Real Madrid con Guardiola y Mourinho al mando de la vocería,
sucedían a los ojos del mundo como una batalla previa y posterior al juego,
lleno de discursos, cargado de simbolismos y mensajes liberales o centralistas.
Aun los aficionados al fútbol fuera de España, ajenos al debate político
interno, advertían que en el trasfondo de una lucha superficial como un partido
de fútbol, había síntomas de tirantez política que estos equipos encarnaban
siendo víctimas de una sociedad ansiosa, castigada por el euro y fragmentada.
Así que allí estábamos nosotros, simples
aficionados y viejos amigos, disfrutando el juego del Barça, sufriendo el de
Real Madrid, pero atentos al escenario ministerial que, a favor o en contra,
utilizaba el poder de convocatoria de dos clubes gigantescos.
El Barça, aunque suene crudo, ha sido utilizado
como panfleto del movimiento independentista. La noble Cataluña, provenzal y
profunda, fue engullida por
la monumental Barcelona; rebelde, caprichosa y
genial. Pocas expresiones sociales provocaron tanto orgullo como el fútbol de
ese cuadro catalán aplaudido por el mundo. Mítica es aquella frase de
Guardiola, el eje central del éxito, en conferencia de prensa frente a
periodistas de todo el mundo: “Venimos de un país pequeñito allá arriba, nos
hemos levantado muchas veces como equipo y como país, y nos volveremos a
levantar. Mirad si es pequeño nuestro país, que desde un campanario se ve el
campanario del vecino”.
A pesar del desconocimiento sobre las causas
reales del movimiento, si el gobierno secesionista que proponía un nuevo Estado
iba a funcionar con valores tan admirables como los de ese Barça, vanguardista,
humano y ejemplar, sería difícil no identificarse. El aparato de promoción
funcionaba. Porque el fútbol es uno de los instrumentos de penetración más
eficientes que se hayan inventado y porque el Barça de nuestra época crecía a
la velocidad de las redes sociales. Ningún equipo en la historia del fútbol
gozó de tanta difusión. Ni el Scratch, la Naranja Mecánica o el Milán de
Sacchi, disfrutaron la inmediatez que acompañaba una jugada hereditaria o un
gol patrimonial. El Barça que construyeron Guardiola, Xavi, Puyol, Busquets,
Iniesta y Messi fue eso, un capital emocional distribuido por internet al
planeta entero.
Así, la justicia deportiva que en el campo
mere-
cía tan popular admiración, se transmitió a nuevos millones de
aficionados que adoptaron este equipo como suyo. Estábamos en la era del Barça,
por los modales con que jugaba, pero también por el alcance que los nuevos
medios le ofrecieron. De la misma forma que su juego causaba adhesión,
cualquier gesto asociado al movimiento independentista rebotaba hasta en la
Muralla China. El Barça se convirtió en un hashtagdel nacionalismo
catalán. El portentoso Barça de las redes sociales capaz de generar un tráfico
colosal, dejó de ser propiedad de los catalanes cuando se volvió universal. Una
tecnología de doble filo. Nunca habrían llegado tan lejos sus hazañas, como sus
errores. La causa españolista hizo del Barça un blanco perfecto, injusto y
políticamente incorrecto. En sentido contrario, los defensores de Cataluña como
país encontraron en este club un estandarte y un mecanismo ideal para
comunicarse con el mundo.
Los jugadores del Barça, igual de exitosos a
ni-
vel de clubes y selección, han permanecido todo este tiempo en medio de un
irracional fuego cruzado. Dejo para la opinión el caso de otro equipo de fútbol
que, integrado por los mismos jugadores de la época, logró estar por encima de
esta lucha y sus gobernantes. Los títulos de la Selección Española, Eurocopa
2008, 2012 y Mundial 2010, incluyeron una especie de fuero, cierto amparo, un
aval. De sus líderes se desprendía una autoridad superior a la de cualquier
político. La gente se sentía protegida por Luis Aragonés, Vicente del Bosque,
Xavi, Casillas, Puyol, Villa o Iniesta. Hombres comunes con valores propios que
respaldaron su palabra con hechos. Pocos dirigentes pueden cumplir esa promesa.
Trabajo, humildad y talento al servicio público. Jamás serán presidentes ni
harán carrera ministerial. Claudicarían, serían goleados. Su papel era otro.
Esas hazañas registradas por la población de uno
y otro bando, son un verdadero antecedente de cambio social. A partir de la
diversidad como selección, la Roja se convirtió en un órgano de vigilancia
público. Casi cualquier iniciativa colectiva en España ha sido supervisada bajo
el manual de conducta que dio honor a ese equipo. Formado en su gran mayoría
por futbolistas del Barça y otros que asumían como propio su particular estilo.
Impecables de adentro hacia afuera, ganadores y heroicos, fun-
cionaron como una auténtica representación
nacional establecida por su pueblo como institución. Quizá el grado máximo que
pueda ser otorgado a un deportista por encima de sus triunfos. La Selección
Española en épocas del gran Barça es la deontología del sí se puede. La
espontánea relación entre selección y país, íntima en términos macros, aplacó
de inmediato cualquier intento oficialista o partidista por arrimarse al éxito.
Apenas se cumplieron actos por protocolo de Estado. Presidente y monarquía a
discreción, no se atrevieron a interrumpir con demagogia el delicado suceso
emocional. Lo que para algunos era un equipo revolucionario, para otros era
independiente