El ánimo de la sociedad es el termómetro de la gobernabilidad. Los estados tienen que fincar sus proyectos de desarrollo en el bien común, en lograr que la colectividad coincida mayoritariamente con sus propuestas y logros. La aceptación social legitima y la desaprobación desestabiliza, es el terreno de juego en donde participan todos los gobiernos, son las reglas.
En tal contexto, siempre existirán grupos opositores a los gobernantes, es parte de toda convivencia democrática. La pluralidad desemboca en que algunos queden molestos y otros tantos contentos, así funciona la cosa pública. Es importante señalar que los inconformes son de gran valía para la sociedad, pues su resistencia apoya para que los gobiernos se ubiquen en aras del diálogo y el consenso, de cimentar el entorno político preciso para gobernar.
Empero, sucede que los grupos reluctantes al gobierno no siempre se conciben a sí mismos a la altura de la importancia que representan. Vaya, son tan necesarios para la vida política de la sociedad que están obligados a expresarse de manera pacífica y democrática, a través de los cauces institucionales establecidos. O deberían, pues.
Lo escribo porque considero que las sociedades latinoamericanas aún carecemos de la madurez cívica y política necesarias para llevar a buen puerto nuestras exigencias e inconformidades con los grupos gobernantes. Creo que no hemos aprendido a marcarle el pulso a nuestras autoridades. Quizá por ello es común que los movimientos y estallidos sociales terminen de forma violenta y desvirtuados sobre la causa común y legítima que los originó.
En el mejor de los casos, terminan politizados e infiltrados por objetivos electorales, inutilizados pues, carentes de valor para la población que tenía esperanza en ellos.
En la actualidad, el caso mexicano es un estupendo referente. Recién se conmocionó al mundo entero por la barbarie de Ayotzinapa, un caso que tiene potencial para trastocar la historia de México y lograr cambios sustantivos en las políticas públicas. Es una gran desgracia, sin duda que sí, pero también una oportunidad provechosa para mejorar las condiciones de vida de la población.
No obstante, y claro que entendiendo y solidarizándose con el dolor y la rabia de los afectados, la protesta ya sobrepasó todo nivel de legalidad y racionalidad: la violencia, el despojo y la destrucción son la directriz que está siguiendo este grupo de protesta. Desde luego, es algo inaceptable e intolerable en cualquier sociedad y tenor.
Cierto, podemos decir que como el Estado mexicano no garantizó la seguridad de los estudiantes desaparecidos, carece de calidad moral para exigir el buen comportamiento de las víctimas, pero recordemos que la violencia solo genera más de lo mismo, y que entonces se pierden las causas genuinas y se desperdicia la oportunidad histórica. Tal y como siempre nos ha sucedido.
Es una lástima que se carezca de líderes sociales capaces de encauzar movimientos de este tamaño e importancia, pues el paso de los días le permite al gobierno salir a decir que hay una conspiración en curso. Y bueno, las medias mentiras hacen medias verdades.
Amable lector, recuerde que aquí le proporcionamos una alternativa de análisis, pero extraer el valor agregado le corresponde a usted.