Somos una generación de jóvenes que vive
inmersa en la tecnología y en los productos con garantía; llevamos una vida en
la que la toma de decisiones menores se da en cada momento y en la que vivimos
aterrados por perdernos de algo emocionante. ¿No es lógico probar un
matrimonio? ¿No es lo mismo que probar un nuevo teléfono celular?
Vivimos en un país en el que —según cifras
del Inegi— hay 17 divorcios por cada 100 matrimonios. Los números aumentan en
el Distrito Federal, capital mexicana, en donde 36 de cada 100 matrimonios
terminan en divorcio —sin contar las separaciones informales—. Así muchos
jóvenes del país somos hijos de padres divorciados y por eso nos resulta tan
atractiva la idea de un contrato prematrimonial en el que, después de dos años
de experimentar la vida de casado, la pareja pueda separarse sin tener que
pasar por los horrores del divorcio.
En 1970, una liberal antropóloga estadounidense, llamada
Margaret Mead, predijo que la monogamia se estaba convirtiendo en una
‘monogamia serial’, lo que significa que una persona tiene muchas relaciones
monógamas a lo largo de su vida. Otra mujer, la bióloga y antropóloga Helen
Fisher, afirma que los humanos no estamos hechos para estar con la misma
persona para toda la vida, pero que, sin embargo, a corto plazo las relaciones
monógamas pueden ser muy exitosas.
Más recientemente, en 2011, la diputada perredista Lizbeth Rosas
Montero y el ahora jefe delegacional de Álvaro Obregón, Leonel Luna,
propusieron un contrato matrimonial renovable. La idea principal era que a los
dos años de matrimonio se evaluara la relación, y si alguno de los dos
involucrados no era feliz podría disolverse la unión sin que hubiera necesidad
de divorciarse.
Ahora, ¿cuál es la diferencia entre un contrato de dos años y
vivir en unión libre? Hay algo que cambia al momento de decir ‘sí, acepto’, el
compromiso de una pareja legalmente casada es otro; vivir con un esposo y vivir
con una pareja pueden ser experiencias completamente distintas. El contrato
solo sirve para ahorrarnos el sufrimiento, aunque no sea seguro que vayamos a
pasar por él. Somos una generación que sabe que nada es para siempre: ¿por qué
comprometernos a algo que no estamos seguros de poder cumplir?
Pero ¿a quién le sorprende que queramos probar antes de comprar?
Somos cínicos: hemos crecido en una sociedad con una cultura que organiza bodas
que podrían alimentar a una pequeña nación, con matrimonios que terminan antes
de que la tinta en el acta matrimonial haya acabado de secarse. Aunque gritemos
#yolo a los cuatro vientos, sabemos que no nos gustan los riesgos.
No es que tengamos miedo al compromiso, le tenemos terror al
fracaso. Queremos hacer las cosas con certeza y no solo en el matrimonio, en
todo. Está prohibido equivocarse, pues no queremos pasar por lo mismo que
pasaron nuestros padres y, mucho menos, deseamos que nuestros hijos tengan que
vivir el drama que nos tocó vivir a nosotros.
Lo cierto es que un matrimonio no tiene que ser ‘hasta que la
muerte nos separe’ para que sea exitoso, hay veces que el divorcio es la
solución más acertada. ¡Pare de sufrir! Ahorrémonos el drama, hagamos un
contrato, y si en unos años vemos que ya no soportamos vivir con el hombre que
deja el asiento del baño levantado o con la mujer que se rasura las piernas en
el lavabo, cada quien tome sus maletas y tan amigos como siempre.
Ahora, no creo que estos contratos deban de ser una opción
obligatoria para los nuevos matrimonios. Por supuesto que hay quienes hemos
encontrado a nuestro amor eterno, quienes no tenemos duda alguna de que esa
persona es la indicada. Para algunos afortunados sí existe esa persona con la
que podríamos pasar el resto de nuestros días. Entonces, todo saldrá bien, no
hay de qué preocuparse.
El problema es que hemos crecido en una sociedad en donde el
matrimonio es una condición necesaria, aunque digan que no; somos niñas y
jugamos a la mamá y al papá; somos adolescentes y no andamos de fáciles porque
luego ‘quién nos va a tomar en serio’, tenemos 24 años y las abuelitas ya nos
mandaron a vestir santos. Hay presiones, y para eso serviría un contrato
matrimonial, para que las malas decisiones tomadas a prisa tengan una salida
menos dolorosa, más rápida y —siendo un poco más crudos— más barata.
No hay que confundirnos, querer probar ‘por siempre’ por unos
años no es un signo de derrota, sino de esperanza. Sí queremos casarnos, sí
creemos en el matrimonio, solo queremos estar seguros de que será hasta que la
muerte nos separe. Con lo fácil que es divorciarse en estos tiempos ¿no es
interesante que los jóvenes estemos buscando una opción que evite eso?
Tenemos los estándares más altos cuando buscamos una pareja: queremos
que sea guapa y que tenga buen cuerpo, que sea inteligente, que le guste el
rock y que le caiga bien a nuestros padres. La buscamos en redes sociales que
han sido específicamente creadas para que todos mostremos lo mejor de nosotros
mismos. No es de sorprenderse que queramos estar seguros de que el perfil de
Facebook con el que nos casamos sea la misma persona con la que estamos a punto
de formar una familia.
Somos jóvenes y no tenemos los mismos compromisos a largo plazo
que tenían nuestros padres. Cuando nuestro celular ha pasado de moda compramos
uno nuevo, cuando una aplicación ha dejado de ser popular hacemos una nueva,
cuando nuestra carrera universitaria ha dejado de entretenernos la cambiamos y
cuando dejamos de disfrutar nuestro empleo trabajamos de manera independiente.
La institución sigue viva y el matrimonio sigue en nuestras
mentes como una opción de vida. Queremos comprometernos, queremos el ‘hasta que
la muerte nos separe’ que tanto nos prometió Walt Disney. Simplemente
necesitamos más tiempo para dar el salto, simplemente necesitamos un seguro,
algo que nos diga que estamos haciendo lo correcto.