El capital político de los gobiernos en México se reduce a “parches” contra el señor de las tempestades.
Todos los años, entre los meses de mayo y octubre, México vive el “viaje mítico de Tláloc” con una sobredosis de humedad: ciudadelas ahogadas, sueños lodosos, rebosantes canaletas, vehículos agarrotados, borbotones ciclónicos, comuneros atrapados, bochorno de desperdicios e irregularidades a flote en una danza ancestral de la vida candelaria que, por desgracia fecunda, cobró la vida de 15 personas tan solo en esta temporada de lluvias.
Un total de 12 000 millones de pesos en daños, 14 000 viviendas damnificadas, 26 000 turistas varados en Los Cabos y 95 por ciento de la red eléctrica de Baja California suspendida no angustiaron al “dios del agua celeste”, quien, de la mano del huracán Odile, se mostró asistemático e indiferente a la negociación con las autoridades del estado.
Aunque la lluvia torrencial de los últimos días no se trata precisamente de un castigo divino, la nación inundada es una consecuencia negligente de las autoridades que, pese a contar con 415 000 millones de pesos del Programa Nacional de Infraestructura 2014-2018 para obra hidráulica y protección contra inundaciones, mantiene en la incertidumbre a dos terceras partes del territorio nacional, vapuleadas por trombas intermitentes cada año.
Al respecto, la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros (AMIS) precisa en un comunicado que el pago de bonificaciones a las contingencias generadas por Odile pueden superar los que se hicieron en el 2013, dado que, “a nivel total, probablemente este evento sea superior al de los huracanes Manuel e Ingrid en Guerrero, pero todavía es muy temprano para dar cifras”. Eso sí, “ya existe un presupuesto estimado por parte del Fondo Nacional de Desastres (Fonden) para cubrir estos daños con un monto de alrededor de 6245 millones de pesos… pero no todo se destinará para Baja California”.
2013: el dúo del terror
Bajo este escenario, a la memoria ciudadana acuden las escenas de la catástrofe que, tal y como sucedió este año con Odile, se produjo en pleno festejo de la conmemoración de Independencia, provocando daños por más de 75 000 millones de pesos y que, al mismo tiempo, suscitó interrogantes sobre el desalojo hormiga en las zonas de Guerrero, Veracruz y Oaxaca, donde un total de 157 personas perdieron la vida.
Si se avisó o no a tiempo a los estados sobre el ímpetu del “matrimonio pluvial” Manuel e Ingrid fue el verdadero bochorno que confrontó a gobiernos locales y el federal luego del histórico aguacero, puesto que algunos alcaldes admitieron haber recibido una alerta de desastre inminente que procedía de la Secretaría de Gobernación (Segob), pero “no dimensionaron la hecatombe que estaba por ocurrir”.
Y es que, conforme a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu), las tormentas dejaron 14 564 viviendas dañadas en 22 entidades del país, un total de 2150 instituciones educativas “aguaron” su actividades por perjuicios al inmobiliario y 613 000 hectáreas de cultivos fueron arrasadas por la corriente, significando estragos de 22 millones de pesos a la industria del campo y, por ende, el encarecimiento de insumos hasta en un 68 por ciento durante el tercer cuatrimestre de 2013 y principios del año en curso.
Agazapados y cautivos como las desdichas, estos números representan apenas el remate de una cruenta historia de recursos al desagüe: desde 2004, los montos destinados al Fondo Nacional de Prevención de Desastres (Fopreden) han aumentado solo 30 por ciento hasta la fecha (para pasar de 100 millones de pesos en ese año a 322 millones de pesos en 2014), mientras que el Foden (del que se “desasolvan” los recursos para la atención de emergencias) se ha extendido en un 95 por ciento durante el mismo período. Asimismo, la Segob acepta que el monto por la destrucción a retazos de fenómenos naturales ha rebasado a ambos fondos en la última década, totalizando una impresionante cifra de 18 980 millones de pesos.
Por otra parte, la expedición de permisos de construcción de complejos habitaciones en zonas de riesgo (como cuerpos de aguas secos, laderas o espacios costeros) “es en buena medida provocado por actos de corrupción que se han dado a la luz de una serie también de unidades habitacionales, y de vivienda que nunca se apegaron a un reglamento, ni a un plan”, concedió el gobernador de Guerrero, el perredista Ángel Heladio Aguirre, en su momento, quien a la fecha se cuestiona “¿Cómo es posible que México no esté preparado para calamidades de este tipo?”.
La respuesta emerge en los claroscuros de lluvia.
Ni brújula ni atlas
Considerado un territorio de elevada actividad sísmica y en donde cada año se espera el azote de por lo menos 13 huracanes, México se encuentra reprobado en cuanto a “técnicas de supervivencia” se refiere, pues ninguna de las 32 entidades federativas cuenta con un atlas de riesgo actualizado y solo cuatro demarcaciones (Veracruz, Querétaro, Jalisco y el Distrito Federal) poseen un documento en fase “avanzada” de desarrollo, así lo advierte el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred).
El atlas de riesgo identifica las zonas susceptibles de recibir daños por los embates de los fenómenos meteorológicos y evalúa medidas para dirigir las políticas públicas ante los 28 escenarios “apocalípticos” que podría hacer frente la nación, entre ellos: huracanes, sequías, nevadas, emisiones volcánicas, tsunamis, epidemias, accidentes químicos, riesgos sanitarios y hasta desastres socio-organizativos, lo que permitiría, teóricamente, “enumerar las medidas de mitigación previas a la ocurrencia de una catástrofe, evitar los daños, minimizarlos y resistirlos en mejores condiciones”.
En ese sentido, y pese a que tanto el Cenapred como la Segob reconocen que el país es “vulnerable a grandes y recurrentes desastres naturales que obligan a mantener los atlas de riesgos estatales actualizados anualmente”, en los territorios de Baja California Sur, Colima y Quintana Roo no existe ni un solo documento con el que se puedan orientar las labores de protección civil, mientras que en 25 entidades federativas el atlas no es público porque se mantiene en proceso de compilación o de actualización.
A nivel nacional tampoco hay avances… la última versión del atlas nacional de riesgos data de 1994 y contiene un panorama general que compendia los peligros que acechan al territorio; sin embargo, “para tener un atlas nacional de riesgos se requiere que los documentos estatales estén completos”, refiere el Cenapred al aducir que de 2006 a 2011 se entregaron 1200 millones de pesos del Fondo de Desastres Naturales (Fonden) con el objeto de financiar 94 proyectos en el rubro.
¿Resultados? El desarrollo del “Diagnóstico de peligros e identificaciones de riesgos de desastres en la República Mexicana” (texto generado en 2001 y al que no se le considera un nuevo atlas, sino una ampliación sobre nuevos y posibles escollos a los que puede enfrentarse el país), y un manual titulado “Guía para la elaboración de atlas estatales y municipales de peligros y riesgos” (protocolo que, desde 2004, presenta el estado de la cuestión para, precisamente, hacer del atlas de riesgo una realidad).
Cubetazo de responsabilidades
Así es como, armados únicamente con obsoletos programas climatológicos y un protocolo de investigación incompleto, no es de sorprender que los gobiernos estatales y las alcaldías de cada municipio “no tengan de otra” más que utilizar los recursos del erario para rehabilitar obras previas, construir infraestructura hidráulica “al vapor”, identificar puntos débiles en colectores, cárcamos, barrancas, sistemas de drenaje “a parchar” y repetir la misma práctica año con año, no obstante, regidores y ediles salen perdiendo a la hora de “repartir las responsabilidades”.
De acuerdo con lo establecido en la Ley de Agua Potable, Alcantarillado, Tratamiento y Disposición de Aguas Residuales vigente en todos los estados de la república, el servicio de agua potable, junto con los de drenaje, alcantarillado, tratamiento y disposición de aguas residuales se encuentra a cargo de los ayuntamientos municipales, por lo que esta responsabilidad no emana directamente de la Comisión Nacional del Agua (Conagua), sino de organismos operadores para hacer cumplir la ley y la protección de civiles.
Asimismo, este reglamento establece en su artículo 21 que será a través del Plan Municipal de Desarrollo Urbano que “el ayuntamiento debe formular y establecer tanto los objetivos como las políticas con que se ordenarán y regularizarán el desarrollo urbano del municipio, definiendo la mejor ubicación de los centros de población, sus medios de comunicación, los servicios públicos y el uso del suelo”.
El texto agrega que la junta de gobierno municipal, los regidores y al menos un miembro de la Comisión Estatal de Agua (CEA) de cada entidad habrán de “establecer en el ámbito de su competencia, los lineamientos y políticas en la materia hidrológica, así como determinar las normas y criterios aplicables conforme a los cuales deberán prestarse los servicios públicos y realizarse las obras que para ese efecto se requieran”, por lo que compete a las alcaldías dotar de servicios de drenaje, alcantarillado y colectores a fin de evitar inundaciones en su comarca.
La trifulca de berrinches chaparreros no es inédita… los excesivos cambios de uso de suelo que se vinieron dando desde hace ya casi tres décadas con el movimiento migratorio hacia entidades como Jalisco, Monterrey, Hidalgo, San Luis Potosí y Querétaro luego del terremoto de 1985 han hecho crecer la mancha urbana, impermeabilizando las pequeñas metrópolis, y son nuevamente las autoridades municipales las encargadas de concesionar estos permisos sin contemplar obras de contingencia.
Salvo los “grandes proyectos”, emplazados por el gobierno de la república o el Poder Ejecutivo (como el Sistema Acueducto II en Querétaro, el Colector Central Gran Canal en el Distrito Federal, la Presa Solís en Michoacán, la Presa Chicoasen en Chiapas e, incluso, las presupuestadas obras del nuevo Aeropuerto Internacional), la obra hidráulica no da votos, “por eso nadie quiere entrarle”… Pero la naturaleza no es muda: mientras el clima se vuelve loco de remate, nosotros también.
@ElJovenRubio