Antonio reconoce que la vida en el campo es difícil, sobre todo cuando los ingresos dependen de los precios del mercado.
Sembró, regó, fumigó… y nunca cosechó. Tras dos meses de trabajo, Antonio A. vio cómo dos hectáreas de ejote se pudrieron al sol en la Vega de Metztitlán, en el estado de Hidalgo.
Corría el mes de abril de 2014 y la pérdida, para sorpresa de quienes no saben de la vida del campo, fue por decisión del propio Antonio. Cosechar siete toneladas de la verde leguminosa “era perder dinero”, confiesa este campesino con el aire de resignación de quien ya ha tomado antes decisiones de ese tipo.
Antonio explica: sembrar una hectárea, regar y fumigar cuesta dos meses de trabajo y poco más de 13 000 pesos repartidos en diferentes tareas. Cosechar, que es el último paso del proceso, implica contratar a 15 jornaleros durante cuatro días y añade 7800 pesos a la suma de inversión a la hectárea. En total el trabajo cuesta poco más de 21 000 pesos y se levantan siete toneladas de ejote. El problema fue que, en el tiempo en que correspondía levantar la cosecha, el kilo de ejote al público costaba tres pesos debido a la sobreoferta del producto, por lo cual Antonio ganaría 21 000 pesos por tonelada, un poco menos de lo que habría invertido en su siembra, y eso sin tomar en cuenta que debía pagar el transporte al mercado (12 pesos por arpilla o costal) y 10 por ciento de comisión al bodeguero.
“No me sale [el negocio]”, insiste Antonio, quien vive acompañado de su esposa y de su madre en una pequeña casa junto a su tierra. El hombre de la cosecha perdida tiene 57 años, la mayoría de los cuales los ha dedicado al campo.
De joven estudió en la ciudad de México, se graduó como técnico laboratorista químico y trabajó un par de años en una fábrica de la capital mexicana, pero regresó a hacerse cargo de las tierras al morir su padre. Desde entonces ha vivido las buenas y las malas en el campo, incluyendo una enorme inundación que anegó la comunidad en la que vive y en la que estuvo a punto de morir ahogado por rescatar a su vaca de la corriente.
Sus ingresos no son fijos, pero sus gastos sí. Antonio apoya a su esposa, Gumersinda, y a su madre, María, con lo que gana en la siembra, y complementa sus egresos con lo que obtiene de la venta de algunos animales, entre ellos un par de cerditos y una docena de gallinas que, cuando se necesita, son vendidas en el pueblo o sus alrededores.
Lujos no hay. Una televisión y un refrigerador son los únicos aparatos eléctricos en la casa. Hay que contratar cable para poder ver el televisor, pues por estar Jilotla (su comunidad) al fondo de una barranca, no llega la señal abierta. Un microondas descompuesto sirve únicamente como repisa. El medio de transporte es un viejo Tsuru carcomido por el sol al que se le ponen 200 pesos de gasolina al mes. Cada 30 días, por supuesto, se pone menos carburante aunque se pague lo mismo, pues el precio del combustible sube de manera constante.
Cuando hay que viajar a la ciudad de México (una vez al mes para que la madre de Antonio sea atendida en un hospital público), las dos mujeres de la casa gastan 600 pesos en camiones y 550 adicionales en medicinas.
Apoyo gubernamental hay una vez al año: unos 1000 pesos por hectárea. Antonio tiene registradas cinco. Dos suyas, dos de su hermana, y otra de la familia, todas herencia de su padre. Pero ese dinero del gobierno federal se va pronto, y el resto del año hay que sufrir.
En julio la historia de la siembra casi se repite. Una vez más se sembró ejote en los terrenos de Antonio, aunque en esa ocasión fue con un “mediero”, es decir, en sociedad con otro campesino de la región. Antonio puso sus hectáreas y la semilla, y su socio el trabajo físico. Los gastos de riego y fertilizantes se cubrieron a partes iguales.
La segunda siembra del año sí se cosechó, pero una vez más el bajo precio del ejote en el mercado apenas rindió para recuperar el dinero y el trabajo invertido. “Ni se ganó, ni se perdió”, dice Antonio con su permanente sonrisa a medias.
“Así es la vida en el campo”, matiza Antonio cuando se le pregunta de qué vive entonces. “Nunca falta qué comer”, añade. Este hombre curtido por el sol señala que más se preocupan quienes tienen hijos, lo que no es su caso. Y no los hijos pequeños, sino los adolescentes a quienes sus vecinos deben mandar a otros municipios a estudiar la preparatoria, o a quienes cursan la universidad en Pachuca o en la ciudad de México.
Sentado a la mesa del cuarto que hace la función de cocina, comedor y sala de televisión, el campesino conversa mientras se retira lentamente pedazos de cinta aislante que le cubren las yemas de los dedos en ambas manos, y una cruz del mismo material adherido sobre sus palmas. La cinta es la protección que usa en un trabajo temporal que interrumpió para recibir a los visitantes. Allá, en una bodega de Jilotla, se quedaron su esposa y su madre. Se trata de separar las hojas de elote de las mazorcas ya cosechadas, las cuales son acomodadas en rollos de 200 piezas cada una. Las hojas son las que se usan para envolver los tamales que se venden por todo México.
Cada rollo de hojas de elote se vende en el mercado por 20 pesos. Quien deshoja y arma el paquete recibe la mitad. El dueño de las mazorcas las vende y se queda la otra parte. En una jornada Antonio arma unos 10 rollos y regresa a casa con 100 pesos. Lo mismo su mujer y su madre. Ese dinero es bueno para mantenerse por varios días.
Cuando no hay rollos que armar, Antonio acepta trabajos como chofer de camioneta para traslados agrícolas, o en una reserva de la biosfera cercana, e incluso se ha desempeñado como capacitador electoral en la zona.
¿Va a sembrar otra vez? Antonio confiesa que no está seguro aún. El año fue malo debido a que los precios de las hortalizas bajaron por la competencia de agricultores de Michoacán y Guerrero, entre otros, que antes no cultivaban esas especies.
De una cosa está seguro Antonio. No venderá sus tierras, ni las rentará. Los trabajos temporales y los animales que cría en la parte posterior de su casa lo sacarán de apuros. En tanto, a esperar otro ciclo agrícola antes de decidir si vuelve a sembrar.
De un vistazo
Antonio tiene 57 años y estudios como técnico laboratorista químico. Más de la mitad de su vida, sin embargo, la ha pasado cultivando en propiedad de su familia. Es casado, pero no tiene hijos. La vivienda que tiene es propia y en ella vive, además, su madre. La suya es una casa modesta.
Tres recámaras, una cocina y dos baños, uno de ellos completo. No tiene sueldo fijo, pero sí una deuda que debe pagar regularmente. Y es que a principios de año pidió 7000 pesos a un prestamista a fin de sembrar el ejote que no cosechó. No ha pagado capital, pero sí 280 pesos al mes por intereses desde entonces. El único lujo, si se puede llamar así, es la televisión por cable, pues le cuesta 170 pesos al mes.
En alimentos la familia gasta, según sus cálculos, 300 pesos a la semana. Por el tanque de gas pagan casi 300 pesos al mes, pero ahora cocinan algunos de sus alimentos en un fogón de leña ubicado en el patio trasero de la casa, pues así ahorran combustible.
El teléfono celular de Antonio funciona con recargas. En los meses flacos apenas le ponen suficiente para recibir llamadas; unos 30 pesos. Cuando lo usan mucho terminan gastando más de 100 pesos por el servicio. En gasolina estiman 200 pesos al mes, pero igual han comenzado a restringir el uso del auto.
Los gastos fuertes son los médicos: 600 pesos al mes por el viaje de la mamá de Antonio a la ciudad de México, más los medicamentos, unos 400 pesos extras. Hace un mes, la esposa de Antonio, Gumersinda, se amarró una chiva a la cintura para no perderla en un traslado. La chiva brincó y jaló a la mujer. Doctores y medicinas rompieron el gasto familiar: la atención les costó 2000 pesos.
@baezamanuel