El derecho penitenciario se ha quedado notablemente rezagado respecto a las nuevas tendencias del derecho penal en general.
Urge una profunda reforma penitenciaria en México y pronto nos enteraremos de si los legisladores están dispuestos a sentar las bases para una genuina transformación del sistema o si, por el contrario, se limitarán a promover cambios superficiales o cosméticos para que todo siga igual. Una auténtica reforma del sistema carcelario requiere de una labor de reingeniería que comprende al menos dos aspectos: la sustitución de las bases ideológicas que dan vida al actual modelo y la implementación de jueces capaces de incidir, mediante sus resoluciones, en la renovación del ámbito penitenciario.
Para el grueso de la sociedad las prisiones son “universidades del crimen” que “no readaptan” y desde cuyo interior los delincuentes continúan sus actividades criminales, así como sitios marcados por el abuso, el privilegio, la corrupción, la opacidad, la degradación y la violación de los derechos humanos. Sin embargo, más allá del estereotipo social, el deterioro en el ámbito penitenciario guarda una relación directa con el modelo vigente, caracterizado por la discrecionalidad de la autoridad administrativa, la ausencia de contrapesos efectivos y el abandono del control de los establecimientos a manos de grupos de internos y miembros del personal penitenciario (autogobiernos). La descomposición carcelaria encuentra su origen, además, en los elementos ideológicos de los que se ha nutrido el penitenciarismo mexicano desde hace más de medio siglo.
Entre los pilares del modelo vigente destaca la idea de que quien delinque es un ser degenerado, desadaptado, desviado, inadaptado, desintegrado o enfermo. Dada su condición de “anormalidad” debe ser corregido o sanado mediante tratamientos que generen cambios en su personalidad, con la expectativa de que no vuelva a delinquir luego de su excarcelación.
Esta corriente ideológica vigente en México desde hace varias décadas se opone frontalmente a un postulado básico del derecho penal moderno según el cual una persona puede ser responsabilizada penalmente si, y solo si, es capaz de comprender y asumir las consecuencias de su conducta (imputabilidad). En el sistema vigente, sin embargo, se sanciona a quien delinquió privándolo de la libertad, pero al mismo tiempo se le trata como anormal o enfermo. Se buscan las causas de su conducta en su historia personal y en su mundo interior y se le somete a tratamientos o programas para enmendar su personalidad y su conducta.
La autoridad penitenciaria se vale del poder y el control que ejerce sobre los internos para someterlos a tratamientos o programas clínicos. Si la población penitenciaria participa en ellos no es de manera voluntaria o consentida, sino forzada ante la certeza de que se trata de la única vía posible para aspirar a los llamados beneficios de libertad anticipada. En el medio penitenciario continúa imperando el derecho penal de autor por encima del derecho penal de acto: en el primero, se atribuyen consecuencias jurídicas a lo que la persona “es”, mientras que en el segundo, se confieren efectos exclusivamente a la conducta exteriorizada. En este aspecto, el derecho penitenciario se ha quedado notablemente rezagado respecto a las nuevas tendencias del derecho penal en general.
Resulta una paradoja por otra parte que no obstante los avances en la explicación del delito como un fenómeno complejo originado en múltiples factores criminógenos, algunos de tipo estructural, el sistema penitenciario siga limitándose a buscar los motivos o causas del delito en el interior del sujeto. Este discurso es por supuesto funcional para una sociedad a la que le viene bien creer que “el problema está en los otros” y que llegan a prisión las “manzanas podridas” que, de no ser separadas, contaminarían a la parte “sana” de la sociedad. Esta perspectiva garantiza la preservación del statu quo bajo la lógica de que no hay nada que deba corregirse en el cuerpo social, sino que basta con aislar a los elementos desviados.
Se ha planteado que la única alternativa al modelo vigente es el ya superado retribucionismo puro, esto es, “el castigo por el castigo mismo” como un medio para causar sufrimiento en el delincuente y hacerlo “expiar” sus culpas. Lo cierto es que existe una tercera vía, acorde con los postulados del estado democrático de derecho: la que entiende la privación de la libertad no como una oportunidad de imponer tratamientos clínicos o programas a los internos para “corregirlos”, ni como un medio para causarles aflicción en una suerte de venganza pública, sino la que reconoce que la privación de la libertad es como tal una sanción —restricción o supresión de derechos específicos—, que puede y debe ser cumplida con respeto a la calidad e identidad del sujeto adulto y en condiciones de seguridad, orden y dignidad humana. Desde esta perspectiva se reconoce al interno más que como un “objeto” de tratamiento, como un sujeto con derechos y obligaciones, se reivindica el principio de “normalidad” del sentenciado y se reconoce que este eligió delinquir en ejercicio de su libre albedrío. Los estudios elaborados por el personal profesional penitenciario, mediante los cuales se recomienda el otorgamiento o la negación de los llamados beneficios de preliberación deben ser, en consecuencia, despojados de cualquier efecto jurídico en la duración de la pena, no solo porque los datos en los que se basan son obtenidos bajo la falsa premisa de la anormalidad del sujeto, sino que se practican en franca violación a los derechos a la intimidad de la conciencia y a la privacidad de los internos, quienes se ven obligados a exponer datos de su intimidad y su historia personal a dichos servidores públicos ante la expectativa de ser excarcelados anticipadamente. La Constitución establece que el sistema penitenciario procurará que el sentenciado no vuelva a delinquir; el uso de ese término no es casual, sino un reconocimiento tácito de que el sujeto siempre conserva un margen de libertad para observar o ignorar la norma. Cabe advertir que ante el posible desmantelamiento del modelo correccionalista, no pierde importancia la labor del personal técnico y profesional de las prisiones, solo que sus funciones no consistirían en la elaboración de estudios de personalidad o en someter a los internos a programas de reinserción, sino en la organización de servicios de apoyo y atención a la población penitenciaria con miras a la dignificación de sus condiciones de internamiento.
El modelo vigente, centrado en modificar la personalidad o la conducta de los sentenciados por medio de tratamientos, resultará incompatible con la tarea de los jueces de ejecución si el legislador se obstina en conferir efectos jurídicos para la reducción de la pena a los datos clínicos recabados en los estudios interdisciplinarios o informes sobre el “avance” o “retroceso” de los internos con miras a su reinserción. En efecto, la naturaleza de la jurisdicción exige, por un lado, que las pruebas resulten refutables y verificables, condición que no cumplen los datos extraídos de la conciencia, la historia o la personalidad de los internos, y por otro, que las partes, en este caso la persona privada de la libertad y la administración penitenciaria, gocen de igualdad ante el juez, lo cual incluye idénticas condiciones para acceder a los mecanismos de producción de la prueba, que tampoco se cumple en el régimen actual, en el que la administración penitenciaria detenta el monopolio de la producción probatoria, esto es, de los llamados estudios de personalidad.
La reforma constitucional en materia penal que desechó el viejo sistema inquisitivo e introdujo el modelo acusatorio reordenó el sistema a partir de la asignación a los jueces de ciertas facultades que, de manera invasiva e irregular, detentaba el ministerio público. Con ello equilibró los poderes y dejó atrás la preeminencia del ejecutivo sobre la autoridad judicial. Piénsese por ejemplo en la capacidad que el ministerio público tenía en el sistema inquisitivo, no obstante su calidad de parte acusadora, para constituir pruebas ante sí mismo y en ausencia del juez, válidas o validables en el juicio, tales como la confesión del inculpado. Un proceso similar debe emprenderse en el ámbito penitenciario, redistribuyendo competencias de manera tal que la jurisdicción pueda cumplir su función esencial de ventilar controversias.
La reforma constitucional ordenó la creación de jueces de ejecución, pero su sola implementación no garantiza la efectiva división de poderes en el ámbito penitenciario. Es necesario que dichos jueces sean dotados de las facultades necesarias para que la privación de la libertad con motivo de la ejecución de la pena sea auténticamente un asunto que atañe a la autoridad judicial. Los jueces de ejecución deben hacer lo que hace todo juez pero en el ámbito de las prisiones, es decir, resolver desde una posición suprapartes (por encima de las partes), los conflictos que surjan en la relación entre los sujetos que ahí interactúan, fundamentalmente entre los internos (procesados y sentenciados) y las autoridades penitenciarias con motivo de las condiciones materiales de vida en los establecimientos, el trato digno, el derecho de petición, el régimen disciplinario, la seguridad interior, la calidad de los servicios de salud y alimentación, los derechos de las madres en reclusión y de sus hijos, la organización de las actividades educativas, laborales, deportivas, culturales y de capacitación, el contacto con el exterior y los traslados penitenciarios en los que puede verse afectado el interés superior de niños y niñas. Dichas controversias deben ser atendidas por los jueces en audiencias públicas y orales y bajo los principios de defensa adecuada y contradicción.
El legislador está llamado a crear jueces de ejecución que, además de hacerse cargo del régimen de duración y modificación de las penas, detenten un núcleo de facultades que permitan reestablecer el estado de derecho dentro de la prisión por medio de la garantía plena de la jurisdicción. Las peticiones formuladas por los internos y sus visitantes al juez de ejecución permitirán a este ejercer un control de legalidad ordinaria sobre la autoridad penitenciaria, reduciendo de manera drástica sus márgenes de discrecionalidad y obligándola a recuperar el gobierno legítimo de los establecimientos que hoy está en manos de grupos ilegales con las consecuencias ya conocidas. En este sentido, no resulta acorde con las circunstancias del sistema penitenciario ni con la reforma penal, reducir al juez de ejecución a un simple tribunal de cómputo de la pena como ya lo han venido haciendo algunas entidades del país. Es indispensable que se le erija como un órgano garante de la legalidad dentro de las prisiones y, al mismo tiempo, como una instancia de control del desempeño de la administración penitenciaria por la vía de la atención y solución de controversias.
Si bien la problemática penitenciaria nacional es compleja y no acepta soluciones simples, las dos premisas antes expuestas resultan ineludibles si se pretende una reforma a fondo. Por un lado, es necesario eliminar todo vestigio correccionalista presente en el modelo de reinserción y dar paso a un nuevo paradigma en el que la reducción de la pena privativa de la libertad no se base en datos clínicos, sino en criterios jurídicos y en información objetiva como lo es el comportamiento observado por el interno durante su encierro; por el otro lado, resulta indispensable habilitar jueces de ejecución que, lejos de limitarse a resolver sobre la reducción de la pena a partir de datos clínicos, contribuyan mediante sus resoluciones a la dignificación de la vida penitenciaria y al fortalecimiento del gobierno legítimo en las prisiones.
Antonio López Ugalde es maestro en Derecho por la UNAM. Es miembro de la Red de Especialistas en Seguridad Pública y del consejo asesor del Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia, A. C. (IMDHD). Se desempeñó como profesor y director del Centro de Acceso a la Justicia en la Universidad Iberoamericana. Ha realizado actividades de investigación en temas de justicia, seguridad y derechos humanos en el Instituto Tecnológico Autónomo de México, la Fundación Rafael Preciado, A. C. y otras instituciones.