Hay un momento aun más nostálgico que el retiro de un atleta: su regreso.
Hace unos días, Michael Phelps, un nadador que se había puesto las pantuflas y sentado en algún sillón del Olimpo, volvió. Llevaba dos años mirando televisión; para un deportista de su tamaño, con apenas 29 años y habiendo destrozado todas las marcas que tuvo enfrente, ese tiempo debió ser más que eterno, agobiante. Michael Phelps, quien dobló las manecillas del reloj cuántas veces quiso, no hace más que contemplarlo. Su peor enemigo ahora lo expone con la frente marchita; como sucede con los grandes plusmarquistas, el tiempo termina por devorarlos.
Es otro de los desesperantes casos del retiro. Comprueba una vez más que los atletas, adictos al triunfo, al movimiento y al nervio, no son felices cuando sientan cabeza. Lo suyo no es estar en casa, pasear al perro y leer un libro. Necesitan la competencia, aunque sea por diversión. Phelps renunció a su pensión de leyenda, volvió a ponerse el traje de baño y se lanzó al agua, abandonando su jubilación de héroe. Por primera vez desde Londres 2012 lo vimos públicamente dentro de una piscina olímpica, el único hábitat que lo mantiene vivo. Compitió en los 50 metros libres donde terminó séptimo y dio una gran batalla en los 100 metros mariposa, su prueba favorita, frente a Ryan Lochte. Phelps terminó segundo.
Fue un intento por demostrarse si con los 31 años que cumplirá en 2016 será capaz de llegar en forma a los Juegos Olímpicos para nadar distancias cortas y las pruebas de relevos del equipo norteamericano.
Los regresos de figuras como estas suelen ser muy tristes, están cargados de nostalgia y casi siempre alimentados por el morbo, la decadencia. Pero quién se atreve a decirle no a un hombre que vivió en el agua porque fuera de ella se sentía tan inútil como nosotros en ella. En toda la historia del deporte, solo Micahel Jordan ha logrado escapar sano y salvo del exilio de Aquiles. El impacto de su retiro fue proporcional al de su vuelta. En ambos casos lo ganó todo.
Pero cuando lo dejó definitivamente, el baloncesto buscó sin éxito que lo olvidáramos. Una necedad tratándose del hombre que desafió la gravedad, encabezó el Dream Team, convirtió a Nike en un hit de ventas y regresó de la muerte en varias ocasiones con los Chicago Bulls. Cuando el hijo del aire se fue, la NBA empezó a pie una travesía por el desierto, franquicias y jugadores lucharon cada temporada por evitar comparación con la época de Jordan. Tiempos donde las duelas amasaban audiencias tan grandes como los diamantes o los emparrillados. Jamás la aparición de un deportista hizo tanto bien por un deporte y su desaparición tanto daño. Se extinguió una especie.
Con el tiempo surgieron otros que sin suerte reclamaron un lugar en las nubes, Shaquile O’Neal, Carmelo Anthony, LeBron James, Kevin Durant o Tim Duncan. Todos ellos herederos, pero ninguno con la envergadura para abrazar un deporte entero con sus alas. Sin embargo, entre los hombres hubo uno que atinó a convertirse en atleta tenaz y desafiante, nunca tuvo las cualidades divinas de Jordan aunque entre los mortales fue quien más se acercó al mito. Kobe Bryant intentó durante toda su carrera emprender un vuelo imposible, pero estaba claro que el baloncesto ya se había convertido en un juego terrestre. A la memoria de Kobe, cinco veces campeón de la NBA, dos veces jugador más valioso en finales, cuatro nombramientos al mejor del juego de estrellas, dos veces máximo anotador del campeonato y medallista olímpico, hay que sumar un dato: murió como Aquiles, al romperse el tendón que mata a los dioses.
Algo parecido sucedió con Carles Puyol, por lo de Aquiles, un viejo capitán cuyo retiro transmitido en vivo y en directo representaba la despedida y decadencia de esa cultura en la que Puyol fue determinante: aquel gran Barça. De todas las lesiones ninguna pudo partirle el alma. Fractura en la órbita del ojo, fractura de pómulo, artritis traumática acromioclavicular en los hombros, rotura del abductor medio, osteocondritis, distensión del tendón cuadricipital, artroscopia, esguince de segundo grado en el ligamento lateral externo y esguince grave en el interno del tobillo. Fisura ósea, esguince grado dos en ligamento interno y externo, rotura del cruzado izquierdo, tendinopatía del vasto y elongación del ligamento cruzado posterior en las rodillas. Rotura del recto anterior y del psoas ilíaco. Nuevamente fractura de pómulo, ahora el derecho y dismorfia septal del tabique nasal. Por último contusión craneal, luxación del codo izquierdo, constante derramamiento de líquido sinovial y lumbalgia crónica. Seis operaciones y 22 lesiones graves. Esta es la radiografía de otro Aquiles, el que murió por la rodilla. Carles Puyol, miembro viril de su equipo, es carne y hueso del Barça. Un purasangre, la costilla de Adán.
Hormonas, glóbulos rojos y los huevos del capitán. Siempre hubo algo tan delicado en el cráneo oxidado de Puyol, como en el brillante cerebro de Messi. El cascarón del capitán protegía la corteza mental del Barça. Es tan difícil descubrir futbolistas con el talento del 10, que con el inconfundible aroma de “Número 5” que apesta a leyenda. Alguna vez dijo Franco Baresi, doctor en osteoporosis, que Puyol metía la cara donde algunos no se atrevían a poner el pie. El historial médico de Baresi acredita a Puyol como el coleccionista de huesos, el gran fósil del F. C. Barcelona. Tan decisivo en la carne del Club como Messi en el verbo. Una de sus últimas lesiones, la del codo, fue hermosa: tras otro salto emblemático caía hecho un nudo con el humero volteando para un lado y el cúbito y radio para el otro, pero allí, tumbado sobre la arena ante el silencio clínico del coliseo, cogió su gafete de capitán y lo utilizó como torniquete para cruzar el Camp Nou. Cuando Puyol falta, falta vida, era un auténtico donador de órganos. En esta nación española, alterada y dividida durante los últimos años por diferentes tonalidades, futbolistas como este la abrazan con nobleza. Sin daños a terceros Puyol, otro Aquiles, dio la vida por jugar igual de rojo que de azulgrana.
Muy distintas son las causas del retiro y regreso esta semana de Ryan Giggs. Hace pocos días lo veíamos sentado en la banca como futbolista; horas después vestía como el Príncipe de Gales para dirigir al Manchester United. Los campos ingleses con sus nombres de novela fantástica, Anfield, Stamford, Pride Park, Highbury… sugieren reinos, ogros, dragones. Quien logra el respeto de un estadio inglés, alcanza la inmortalidad. Ryan Giggs cruzó los pantanos de Old Trafford hace mucho tiempo. Un galés de escudo y mesa redonda. La Carrera de Giggs, One-Club-Man, demuestra que la idea del corporativismo por abolir la figura de los jugadores franquicia es absurda. Giggs lleva 24 años siendo una estrofa en el himno del Club, es una bandera en la tribuna. Su nombramiento como entrenador no es un homenaje de cuerpo presente. Ni la puesta en escena del “Glory Glory Man United”, uno de los géneros más románticos del fútbol. La nueva función de Giggs atiende a una delicada estrategia corporativa. Frente a las crisis deportivas, la importancia de un One-Club-Man adquiere mucho peso en clubes cotizados en bolsa como el United. Más susceptibles a cualquier movimiento de mercado que otros de menor influencia financiera, donde la historia es tasada por músculo, mera chatarra.
Y no pensemos en clubes pobres porque el Madrid y el Milán por ejemplo, desestimaron la validez de Raúl y Maldini a nivel institucional. Así les fue. Su imagen perdió respeto y credibilidad al centrar todo el liderazgo en Florentino Pérez y Berlusconi, dos banqueros que jubilaron dos capitanes. El United, en cambio, pese a sus grandes acuerdos de patrocinio en 2014 —el último con Nike fue por 1000 millones de dólares— ha sufrido constantes caídas en el valor de sus acciones desde que Ferguson se retiró. Ante el fracaso de Moyes, los accionistas exigían una decisión que ofreciera estabilidad, liderazgo. Ryan Giggs, la roca que ata el equipo a su pasado, será el nuevo entrenador protegiendo así el futuro del Club.
El retiro de un deportista global muchas veces garantiza la extensión de una marca. El de David Beckham es el mejor caso para estudiar esta estrategia. Manchester, Madrid, Los Ángeles y París… Beckham aterrizó con kilos de ropa y toneladas de dinero en cada aeropuerto que pisó. La carrera mejor gestionada del fútbol mundial. Sin reparar en la edad, 39, su expectativa comercial sigue siendo la de un sex symbol googleado por millones de seguidores. Tiene un código de barras en el menisco. Ni siquiera Messi y Cristiano en la cumbre de su vida ganan tanta plata como Beckham, un fenómeno de aparador. La última lista de Forbes lo coloca en la posición número cuatro como deportista más valioso del mercado. Superado por Tiger Woods, Roger Federer y Phil Mickelson. Por encima de LeBron James, Kobe Bryant, Usain Bolt, Cristiano Ronaldo y Messi. ¿Cuál es el secreto de Beckham para aún retirado mantenerse ahí? Además de una oficina de representación en Asia, Europa y América, tiene una disciplina a prueba de pasarelas. Nunca se saltó un entrenamiento, falló al reglamento interno de un club, ni llegó con resaca a las sesiones fotográficas. Es un profesional de cuerpo entero, igual con el traje del Madrid o el Milán que con el de Armani o Adidas, semidesnudo en Hollywood o uniformado en Champions, garantizaba ingresos. Canon lo avala, es el deportista más retratado de la historia y para objetivos de imagen en todas sale bien.
El PSG, el último club que asimiló el modelo global, necesitaba una estrategia de posicionamiento. Su escudo pesaba poco, sus colores y camiseta apenas se conocían, y en su perfil de Facebook y Twitter, no había más que seguidores franceses. El regreso y retiro de Beckham con el PSG, dio notoriedad al nuevo rico de Europa. Su bienvenida y despedida fue un recurso financiero.
Hemos visto volver a Jordan, también vimos volver a Phelps. Ahora solo esperamos que, por segunda vez, podamos volver a mirar a Michael Schumacher. No fue un Ferrari ni un Mercedes lo que estaba matando a Michael Schumacher, sino la pasión por el riesgo y la velocidad. Los pilotos como él, intrépidos, tan al límite, son unos enamorados de la muerte, esa novia fría que les acompaña durante toda su carrera y al final los abandona o los conquista para siempre. Adicto a la adrenalina, Schumacher conducía cualquier cosa que desafiara la gravedad, era su modus vivendi, todo lo contrario a quien prefiere mantener los pies en la tierra, lo suyo es despegar, volar. Se trata del piloto más grande de la historia. Con siete campeonatos mundiales al volante, 68 Grandes Premios y 155 pole positions, Schumacher salió ileso de todas las pistas, condujo entre la lluvia, los desiertos, las montañas y rebasó a Senna antes de que este muriera. Detrás suyo vienen Fangio, Prost, Vettel, Lauda, Stewart, Fitipaldi, Alonso o Piquet, todos ellos acostumbrados a ver pasar la vida por el carril de al lado.
Retirado y sin nadie a quien vencer, se refugió en el vértigo que parecía mantenerlo en competencia, buscó en la nieve, como tantas veces, un precipicio para darle sentido a su vida y lo encontró. No hay forma de explicar lo que sienten estos hombres a los que solo el peligro mantiene sanos. La raza de un piloto purasangre se entiende desde el miedo que al resto nos atenaza. A veces olvidamos que el automovilismo deportivo sigue siendo una frenética carrera contra la muerte, Schumacher la venció tantas veces que se había vuelto inmortal. Por ello su accidente es tan impactante, tan insólito, tan inesperado. Durante los últimos meses hemos esperado que el campeón decida frenar o vuelva a ser capaz de acelerar.
Lo único que les da la vida a los grandes deportistas, Aquiles de nuestra época, y también se las quita, es la competencia, es el maldito tiempo.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo es periodista, escritor y director de operaciones de Publicidad y Clubes de Fútbol en CANAL+ España.