Nuestra deuda con Paz no está en su vida personal, sino con su obra.
Entre irse y quedarse duda el día, / enamorado de su transparencia.
Justo cuando me disponía a escribir esta columna cayó en mis manos, por razones más relacionadas a Michel Foucault que a Octavio Paz, un semanario de La Jornada de 1994 en el que se hace homenaje a los 80 años del escritor mexicano —cuatro años antes de que muriera—. Como siempre he negado la existencia de las coincidencias, supuse que este conjunto de artículos y opiniones había llegado a mí por alguna razón en especial, y así lo fue: pude darme cuenta de que el Paz que existía a los ojos de sus contemporáneos era diferente al Octavio Paz que existe a los ojos de los jóvenes que hoy se acercan a sus obras.
La tarde circular es ya bahía: / en su quieto vaivén se mece el mundo.
El Paz que leemos hoy no es el mismo que leyeron sus contemporáneos porque los “paradigmas” han cambiado el discurso. El filosofo Michel Foucault decía que las palabras cambian con el paso del tiempo, ya que el contexto en el que se dicen cambia con ellas; es así como la obra de Paz se nos presenta un tanto diferente, sobre todo si nos damos a la tarea de dejar que el papel social del escritor afecte nuestra lectura de sus obras, cosa que no deberíamos de hacer, pero que por alguna razón hacemos.
Todo es visible y todo es elusivo, / todo está cerca y todo es intocable.
Tendemos a pensar que la vida personal de un autor afecta por completo el contenido de sus obras, y así desacreditamos a autores importantes, como a Heidegger por su nazismo o a Octavio Paz por su poca credibilidad política: un izquierdista que renuncia a El Popular cuando se entera de que Hitler y Stalin han firmado un acuerdo o un derechista que negaba y reprochaba las pésimas decisiones del gobierno para el que trabajaba, como la matanza de Tlatelolco que lo obligó a renunciar a su cargo de embajador en India.
Los papeles, el libro, el vaso, el lápiz / reposan a la sombra de sus nombres.
Nuestra deuda con Paz no está en su vida social, sino con su obra, en su irreversible manera de influenciar la literatura y la poesía en México —como el chisme a voces que dice que en sus tiempos no eras nadie como escritor si él no decía que lo eras—. No solo eso, El laberinto de la soledad y Postdata definen lo “mexicano”, en estas publicaciones Paz hace una imagen casi perfecta de lo que en 1950 era el mexicano moderno y que no se aleja mucho de lo que como cultura somos hoy.
Latir del tiempo que en mi sien repite / la misma terca sílaba de sangre.
Seis libros de poesía publicados antes de cumplir 30 años: algo que atrae a los jóvenes es que Paz no solo empezó a escribir desde muy joven, sino que comenzó a publicar y a ser una figura reconocida en el mundo de las letras. Para el final de su vida Paz tenía más de 60 títulos —entre sus ensayos literarios y políticos, sus libros de poesía, poemas en prosa, traducciones y la pieza teatral Rapaccini— y un Premio Nobel de Literatura, en 1990. Creo que unas de las cualidades más destacables del escritor —y que todos los jóvenes con aspiraciones a escritores deberíamos de tomar como ejemplo— fueron su tenacidad, su constancia y su valor.
La luz hace del muro indiferente / un espectral teatro de reflejos. / En el centro de un ojo me descubro; / no me mira, me miro en su mirada.
Paz mira siempre hacia arriba, hacia el sol y hacia las estrellas, en cada uno de sus poemas hace presente su relación con lo humano, siempre nos relacionamos con sus palabras, no importa en qué momento lo leamos, no importan los años que pasen desde su muerte porque Octavio Paz nunca dejará de existir. Cuando Paz murió —en 1998— el entonces presidente, Ernesto Zedillo, anunció su muerte como la del “más grande pensador y poeta mexicano”; no se equivocaba, y es justo esa grandeza lo que nunca lo dejará morir.
Se disipa el instante. Sin moverme, / yo me quedo y me voy: soy una pausa.