Los referentes sociopolíticos serán puestos, nuevamente, frente a la dura prueba de la historia.
América Latina ha sido, durante las últimas décadas, terreno fértil para debates académicos y transformaciones políticas de envergadura.
Tras el retorno de la democracia, en el terreno de la organización y lucha sociales, en los diversos países se ha consolidado una acción colectiva popular que incorpora una fuerte dinámica de solidaridad grupal, y cuya capacidad de movilización ha provocado rupturas institucionales y caídas de gobiernos, involucrando la expansión de acciones concretas como mítines, campañas, actos de propaganda, manifiestos, manifestaciones, marchas y huelgas.
Según el Observatorio Social de América Latina (OSAL) del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), desde fines de la década de 1990 se observa una tendencia general al incremento de la conflictividad, mayormente concentrada en la zona andina, mientras que en el Cono Sur se puede observar cierta estabilización al tiempo que, en las naciones centroamericanas (México incluido), los procesos de organización y movilización populares sufren los embates de las políticas neoliberales y el clima de violencia generado por la presencia del crimen organizado y la reacción estatal al mismo. Todo ello tiene de trasfondo un continente en el cual, como señala el Latinobarómetro, los niveles de apoyo a la idea democrática y de insatisfacción ciudadanos para con sus democracias realmente existentes han sido, simultáneamente, apreciables.
Pese a la heterogeneidad de experiencias nacionales —y sus importantes diferencias de grado—, ha sido identificada cierta tendencia a una democratización de la acción colectiva, que al decir de la investigadora Marisa Revilla, supone tanto un mayor rechazo al repertorio de violencia, como el reconocimiento de la sociedad y las autoridades de la legitimidad de las movilizaciones, así como la emergencia de actores y culturas sociopolíticos innovadores. Desde hace unos 20 años en América Latina cobra auge un conjunto de nuevos movimientos (y organizaciones) sociales, caracterizados —desde la perspectiva de intelectuales como Maristella Svampa y Raúl Zibechi— por su arraigo territorial y —junto a ello— nuevas formas de organizar el trabajo y relacionarse con la naturaleza; con la búsqueda de autonomía política y material de cara al Estado y los partidos; una revalorización del papel de la identidad y la cultura —que los lleva a “formar” en su seno una reflexión e intelectualidad propias—, un rol destacado de las mujeres, y estrategias de autoafirmación y expresión que incluyen la toma del espacio público.
Lo “novedoso” de estos actores es objeto de polémica. En algunos casos corresponden efectivamente a la aparición de nuevos sujetos (ambientalistas, participativos, feministas) nacidos al calor de la transformación (urbana, modernizadora, etcétera) de las últimas décadas, enmarcados en la contradictoria relación entre procesos de democratización (y de expansión de ciertos tipos de ciudadanía) e irrupción de un modelo económico neoliberal, que produjo agudas diferenciaciones y conflictos sociales. En otros casos, se produce la actualización, al calor de las luchas antineoliberales, de “viejos” sujetos —como los movimientos indígenas, campesinos y, en mucha menor medida, de trabajadores— que adquieren protagonismo en medio de movilizaciones sociales contra el poder de las élites políticas y empresariales.
A partir de sus luchas, estas organizaciones han aprendido que la ausencia de estructuras organizativas, de contraloría y deliberación (como las asamblearias) hacen posible las usurpaciones antidemocráticas y muestran la fragilidad de movimientos locales y fragmentados para sostener el desafío a estructuras más amplias de poder. Y al reivindicar nuevos derechos (o resignificar los ya reconocidos, a partir de luchas específicas como la feminista y la ambiental) de cara a la sociedad y el Estado, van abriendo nuevas sendas susceptibles de tributar, de forma consciente (o no) un proyecto de democratización radical. Lo cual supone expandir un complejo sistema de derechos e igualdad sociales, reestructurando las instituciones estatales, para redefinir las fronteras y relaciones socioestatales y los estatutos de ciudadanía.
Las prácticas novedosas de organización social y contracultura pueden articularse con un conjunto de movimientos más amplios, que rebasen las experiencias de pequeña escala ubicadas en la periferia institucional. Las luchas locales pueden converger con movilizaciones de diferentes envergaduras, de forma tal que sea posible coordinar una respuesta ante las acciones represivas y cooptativas del Estado. Así, lavinculación de iniciativas basadas en la resistencia para defender sus espacios y formas de vida, con otras orientadas a la incidencia en política pública y la exigencia de derechos constituye un horizonte promisorio para la acción de los movimientos y organizaciones sociales que canalizan las energías y demandas de la intrínsecamente diversa ciudadanía. Pero las diversas luchas societales encarnan también un conjunto de imaginarios, valores y formas de organización y acción en dependencia de sus contextos nacionales.
En aquellos países (Colombia, México, Chile) donde el proyecto neoliberal ha persistido como el rumbo hegemónico —tanto en el plano de las políticas económicas como en el modelo de democracia (elitista, restringida) imperante—, los diversos actores societales (campesinos, indígenas, estudiantiles) tienen ante sí el desafío de resistir las acciones de criminalización de que son objeto, defendiendo sus conquistas y demandas históricas frente al acoso de las élites empresariales y políticas. Y deben pugnar por la apertura del campo político —capturado por partidos y grupos de poder—, por la conclusión de la democratización —bloqueada por autoritarismos sociales y políticos de diferente cuño— y consagrar un conjunto de derechos y políticas sociales que habiliten a los actores populares para la participación política.
El caso mexicano, en particular, muestra el panorama de una democracia amenazada por la desigualdad y la pobreza, la corrupción social e institucional, la inseguridad y el crimen, así como por la actuación de distintos poderes fácticos: televisoras, empresarios, iglesias y sindicatos. Frente a esto la izquierda política permanece dividida entre el desconocimiento de las instituciones y la preservación de los espacios conquistados en estas (gobiernos regionales, parlamento); mientras, la izquierda social, y en general todos los actores civiles, se revelan organizativamente débiles, poco articulados y, desde el punto de vista cultural, escasamente innovadores. En una transición donde se sustituyó el régimen de partido hegemónico por otro, el encumbramiento de todas dirigencias partidarias, el triunfo del PRI en 2012 es el resultado del desencanto ciudadano ante el incumplimiento de las promesas democratizadoras, la permanencia de problemas sociales y el incremento de la inseguridad. Y de las dificultades de la ciudadanía para transformar, de forma sustantiva, los mecanismos de un régimen con claros lastres autoritarios: donde lo democrático se reduce a menudo a lo electoral y persisten serios déficits de participación ciudadana, rendición de cuentas y profesionalización del servicio público.
En los casos de los gobiernos llamados progresistas (Bolivia, Ecuador, Venezuela) el principal desafío visible es el mantenimiento de la autonomía de los movimientos sociales frente a aparatos estatales dotados de abundantes recursos (naturales, financieros, organizativos) y de una vocación de refundación nacional, que si bien recupera una parte de las demandas ciudadanizantes de los sujetos populares —política social, reconocimiento e inclusión políticos—, terminan replicando las viejas lógicas de subordinación de la organización popular a las tareas decididas desde las vanguardias revolucionarias y sus liderazgos carismáticos.
En Venezuela, la diferencia de ruta entre las organizaciones adscritas al proceso bolivariano se ha profundizado con el avance a la nueva fase de “Socialismo del siglo XXI”. Algunas replican la lógica de “correas de transmisión” de corte leninista y la añeja tradición de subordinación a la hegemonía estatal-partidista en la política venezolana, como lo revela una organización juvenil del chavismo (el Frente Francisco de Miranda) caracterizada por una estructura militarizada, jerárquica y fuertemente ideologizada. Frente a esta tendencia, encontramos aquellas que muestran mayor apego al tema de su identidad y autonomía, como acontece con ciertas organizaciones indígenas, derechos humanos y ambientales, las cuales han salido de la alianza chavista —sin por ello sumarse mecánicamente al bando opositor—, asumiendo posiciones puntuales de confrontación a algunas de las políticas gubernamentales y de reconocimiento a los avances sociales favorecidos por su gestión. Así, como ha planteado el politólogo Thomas Legler, la coexistencia entre un conjunto de movimientos y organizaciones sociales que defienden su derecho a incidir en las políticas públicas, preservar su autonomía y expandir los derechos ciudadanos; y actores sectoriales o comunitarios fuertemente vinculados o subordinados a las agendas estatales —una especie de sociedad civil dependiente— permite comprender este universo asociativo bolivariano como un campo donde confluyen las prácticas ciudadanizantes y la injerencia del gobierno, revelándolo como un terreno de lucha en la pugna democratización/desdemocratización.
Aunque la labor de expansión de formas de organización social promovidas por el gobierno —al amparo de la renta petrolera— ha sido evidente en barrios populares, diversos actores de clase media, religiosos u organizaciones civiles mantienen hoy una presencia y vitalidad apreciables, frecuentemente vinculados al trabajo de los partidos y liderazgos de la oposición. Además, el descontento de segmentos de los sectores populares con los resultados de las políticas sociales del gobierno —en términos de sostenibilidad, cobertura y calidad— hace que la labor de cooptación y control de las estructuras políticas gubernamentales no sea total y definitiva. De hecho, se constata el creciente protagonismo de actores —estudiantiles, comunitarios, civiles— ajenos al oficialismo o que asumen una posición abiertamente opositora, lo cual complejiza el mundo asociativo y abona la importancia de la protesta social.
En otros países (como Brasil) la relación entre los movimientos y organizaciones sociales y la institucionalidad dominante parece ubicarse en un punto intermedio de los casos antes mencionados, al confluir estrategias de reconocimiento e inclusión social —por la vía de políticas de asistencia a sectores carentes e impulso a la economía popular— con la continuidad de prácticas de cooptación y criminalización de los actores societales y, de forma enfática, con la persistencia de rumbos neoliberales dentro de la política económica. Las recientes protestas y movilizaciones en torno a la precariedad de los servicios públicos (situación que los gobiernos del Partido del Trabajo han mejorado, pero de forma insuficiente, en los últimos años) muestran que pese a la emergencia de una gran clase media urbana —que crece en 20 millones de personas en esta década—, las acciones de reconocimiento e inclusión —como la cedulación de millones de pobres— y la relativa mejora de la distribución de la renta, no se ha modificado la profunda desigualdad de la sociedad brasileña. Según el sociólogo Alberto Olvera, este crecimiento del consumo no se ha acompañado de mejora de servicios accesibles y, sobre todo, de calidad para la ciudadanía. Además, el déficit de representación política persiste, bien sea en los partidos tradicionales o en la institucionalidad de participación-planeación urbana gestadas por los gobiernos de izquierda, a nivel local o federal, administrada por cuadros provenientes de organizaciones no gubernamentales, populares urbanas y sindicales.
Frente a este panorama los nuevos ciudadanos (incubados por la vía del consumo y la inclusión simbólica) reclaman voz y protagonismo frente a una partidocracia sostenida por el financiamiento privado y estatal y un presidencialismo que, en ausencia de una mayoría parlamentaria, sobrevive mediante alianzas de cogobierno entre partidos de diversa adscripción ideológica, verbigracia el reparto de parcelas del poder. Por su parte, el Partido de los Trabajadores, ha devenido, después de permanecer 10 años en el poder, en un partido que sufre un desgaste de métodos y cuadros.
Frente a tal escenario —y además de reformas electorales que reduzcan el número de partidos, su financiamiento público y el control de sus gastos de campañas electorales y que establezcan mejoras en los circuitos electorales—, se requerirá un nuevo ciclo democratizador. Ello supondrá cambios en la política participativa, que refuercen las bases territoriales de la representación de la sociedad en los múltiples consejos que atraviesan la administración pública. Además, se necesita una transición gradual desde la representación presuntiva, monopolizada por “viejos” cuadros y organizaciones a la autorrepresentación de esta nueva y heterogénea sociedad civil emergente. Además, una reforma integral del sistema de justicia, que debe implicar también la mejora de los mecanismos de combate a la corrupción, la inseguridad, los abusos de derechos humanos y la crisis del sistema carcelario.
Las experiencias recientes de América Latina parecen demostrar la existencia de un sinfín de escenarios de luchas social (contra regímenes y políticas neoliberales o contra progresismos estadocéntricos) donde los diversos movimientos y organizaciones deben hacer valer sus demandas de expansión de derechos ciudadanos y proteger las formas específicas de su constitución y accionar. Se trata de un proceso lento y trabajoso, por cuanto los actores de la sociedad civil se constituyen y desarrollan de forma lenta y desigual, mientras que los partidos, gobiernos y, en general, las instituciones que dan cuerpo a nuestros regímenes políticos lo hacen más rápidamente. De todos modos, en Latinoamérica parece que el cambio de época ha coincidido con una época de cambios donde los repertorios de acción, movilización y los referentes sociopolíticos de la gente serán puestos, nuevamente, frente a la dura prueba de la historia.
Armando Chaguaceda es académico y analista político, autor de numerosos libros y artículos sobre historia y política latinoamericana. Es integrante del Observatorio Social y coordinador de Grupo de Trabajo, ambos en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.