Ya casi es Navidad y le prometí a mi abuela que este año sí iría a la cena, solo podré ir un ratito porque es la posada de mis amigas, al menos llevo regalos para todos, y cuando digo “todos” me refiero a todos; esta Navidad no le tocó solo a mis papás y a mis hermanos, ahora sí gasté: mi abuela, novio, mamá, papá, hermanos, primos, primas, tíos, tías, sobrinos, amigas, compañeros de la universidad y de la “chamba”, mi jefa, el intercambio navideño de mis amigas de la prepa, el de la oficina, el de la escuela, los regalitos para el señor que me cuida el coche en el trabajo y para la señora de la tiendita que siempre me fía los cafés, y bueno, después de todo algo me tenía que regalar a mí. Ah, sin olvidar la lana que me gasté en ese viaje que voy a hacer con mis amigos a Acapulco desde mañana en la mañana. Pero qué importa… es Navidad.
Eso es la Navidad en el 2013: regalos, consumo, fiestas, viajes, comida, amigos y, con algo de suerte, un poco de familia. Este pensamiento a veces me entristece, pues todavía recuerdo la época en que la cena de Navidad era la noche más esperada del año (y no solo porque al día siguiente había bajo el árbol regalos de Santa Claus), siempre había sido igual y, sin embargo, era increíble: la casa de mis abuelos llena de foquitos blancos, un enorme árbol decorado con esferas de colores debajo del cual había miles de regalos diferentes; mi abuela y mis tías cocinando desde temprano, mis tíos comentando los momentos más memorables del año y mi prima y yo organizando a todos los demás primos para hacer una “obra teatral” que presentábamos después de cenar y antes de los regalos, regalos que no eran lo más caro o lo más nuevo, pero siempre eran algo que querías, que tenía que ver con tu personalidad.
Fue hace ya algunos años y no hace más de dos o tres navidades que las cosas empezaron a cambiar: las cenas navideñas dejaron de ser un gusto y se convirtieron en un compromiso; los últimos años mi abuela cocina sola, la “obra de teatro navideña” se terminó para siempre y, por lo menos la Navidad pasada, mis primos salieron corriendo después de cenar porque todos tenían otros planes, planes que, por supuesto, incluían música, alcohol y diversión. ¿Yo? Ni siquiera pude ir a la cena, más bien, no quise ir porque preferí irme de vacaciones con mis amigas a Playa del Carmen, en donde el 24 de diciembre nos preparamos una cena en el departamento y salimos a bailar, eso sí, bien arregaditas todas para poder subir nuestras fotos “navideñas” a Facebook.
Me pregunto: ¿qué le pasó a la Navidad? ¿En dónde quedaron todas esas viejas tradiciones? Hace 50 años la Navidad era un momento para dar gracias, para compartir con los seres queridos, era una noche en la que las familias salían a las calles y daban de comer a quienes no tenían nada, una noche en la que los católicos celebraban el nacimiento de Jesús, su salvador. Hoy la Navidad se ha convertido en un bazar, un bazar en el que pasamos horas tratando de encontrar regalos que ni siquiera queremos dar, cenas a las que vamos por compromiso y fiestas que comienzan el primer fin de semana de diciembre y cuyo sentido principal no es ni la unidad, ni la amistad ni el cumpleaños de Jesús: es el alcohol.
Esta fiesta importante ha dejado de serlo, al menos en su sentido espiritual, y se ha transformado en un festejo comercial que comienza meses antes de la tan esperada Nochebuena; todo empieza haciendo la lista de regalos, en la cual consideramos hasta al perro del vecino (con el paso de los días y las bajas en la cuenta del banco algunos van siendo amablemente eliminados de la lista), después viene la planeación del calendario: tienes fiestas, posadas, cenas, comidas, intercambios y piñatas –todo esto en dos fines de semana porque para la tercera semana de diciembre ya todo el mundo esta de vacaciones–, lo que significa que hay días en los que te tienes que dividir en 10 para cumplir con todos los compromisos. Por fin llega el día de la cena de Navidad, esa en la que se junta toda la familia –hasta los que no se soportan–, y de ahí las esperadísimas vacaciones, esas que te dejan más cansado que cuando te fuiste. Todo para regresar a la vida real en enero: sin dinero, sin amigos, “crudo”, gordo y desvelado.
Todos sabemos que la Navidad se acerca porque por ahí de octubre se nos aparece hasta en la sopa: luces, focos, villancicos, nieve artificial (sí, nieve artificial) y, sobre todo, por los grandes descuentos, las increíbles ofertas y los famosísimos créditos que nos permiten cumplir con todos los regalos que en estas fiestas decembrinas nos vemos obligados a dar, y me atrevo a decir “obligados” porque estoy segura de que casi nadie se muere de ganas de gastarse su humilde quincena de joven/trabajador/estudiante en el jefe de la oficina que te va a hacer trabajar el día de Navidad y el de Año Nuevo. La Navidad llega para regalarnos esos créditos que, además, nos dejan endeudados con regalos que vamos a seguir pagando dentro de un año, cuando probablemente esa chava guapa de tu carrera a la que le regalaste la bolsa de la temporada ya anda con otro.
Reflexionando sobre la Navidad encuentro perfecta la referencia al cuento Canción de Navidad, de Charles Dickens, esta obra que en su primer momento reflejó a la sociedad victoriana de 1843 en Inglaterra, en donde la industrialización comenzaba a sustituir las tradiciones navideñas con nuevas formas y costumbres como, por ejemplo, los regalos y el hoy indispensable árbol de Navidad. Pero la obra de Dickens encaja también en la sociedad mundial de 2013 en la que la tecnología, el consumismo y el materialismo han desplazado por completo a las tradiciones y las han reemplazado con la imagen de un señor gordo de traje rojo que vende todo tipo de productos. Hablando de Canción de Navidad, aclaro: no quiero ser un Sr. Scrooge, refunfuñando y arruinando sueños navideños, pero creo que como jóvenes estamos a tiempo de reflexionar y de regresar a esas tradiciones.
Según el censo “Tú también cuentas”, del Instituto de Asistencia e Integridad Social (IASIS), hay al menos 5000 indigentes en el Distrito Federal, estas son 5000 personas para las que la Nochebuena significa frío, hambre, soledad y tristeza. Por otra parte, somos por lo menos dos millones 200 000 jóvenes en la capital de México, dos millones de jóvenes que podríamos pasar la Navidad ayudando, dejando a un lado los gastos innecesarios, las fiestas pretenciosas y los compromisos molestos para regresar a las raíces de esta fiesta, dando lo que tenemos a quien en verdad lo necesita y recibiendo a cambio la satisfacción de saber que estamos haciendo algo por este país, que nos estamos involucrando en un México del cual ya somos el futuro.
Así es que este 24 de diciembre, cuando salgas de tu casa cargado de regalos y listo para la famosísima cena navideña, no te olvides de ese señor que vive debajo de tu departamento y que cada día te saluda, o de los niñitos que en todos lo altos de la ciudad están pidiendo dinero; saca algo de tu clóset: una cobija, unos calcetines o aunque sea prepárale una tacita de café y regálale a alguien ese sentimiento de “apapacho calientito” que es tan característico de la Navidad.