México se ha convertido en un semillero de futbolistas. ¿Pero tenemos el terreno propicio para sembrar, abonar y cosechar frutos?
Son mediados de la década de 1980, quizá tengamos otra imagen del Milan italiano, pero entonces el todopoderoso club que revolucionaría el fútbol mundial era una verdadera ruina. Lejos de ser protagonista y el equipo más influyente de Europa, había descendido dos veces a la segunda división italiana en menos de 10 años, y eso no era lo peor, pues uno de sus descensos se debió al arreglo de partidos.
Eran años donde el modelo de cantera no estaba muy asimilado, el Ajax holandés era el único que había definido la creación de una especie de academia de futbolistas. En la década de 1970 la escuela del Ajax asombró al mundo con la generación de Johan Cruyff, que bajo la sabiduría de Rinus Michels inventa una auténtica máquina de fútbol: la Naranja Mecánica, un cuadro de jóvenes nacidos bajo el mismo techo.
Antes de su aparición, el desarrollo de jugadores infantiles y juveniles era cosa de generación espontánea. Las playas brasileñas y los potreros argentinos de aquella época fueron las minas del fútbol mundial. Cientos de jugadores salían de todos lados para alimentar a los grandes equipos sudamericanos, Boca, River, Flamengo, Fluminense, Sao Paulo, Peñarol, que después vendían sus minerales a clubes europeos donde se convertían en joyas.
El resurgir del Milan tras oscuros años en las mazmorras del calcio es un hecho fundamental en la historia del fútbol porque cuando vuelve a la Serie A Italiana, lo hace bajo el primer modelo empresarial que profesionaliza todas las áreas de un equipo de fútbol. De la cartera de Silvio Berlusconi surge la inversión para convertir al Milan AC en el primer club del mundo que oficialmente funda un laboratorio de futbolistas. El famoso “Milan Lab” se vuelve referencia en el desarrollo, investigación y reclutamiento de jugadores. A las renovadas instalaciones de Milanello se integran médicos, terapeutas, técnicos, maestros, cocineros, scouters, nutricionistas e, incluso, sacerdotes. Al Milan llegan chicos de todo el mundo para vivir y aprender el oficio de futbolista. Los jóvenes pasan 24 horas al día los 365 días del año entrenando, conviviendo, estudiando y creciendo en la matriz del que entonces ya era el mejor equipo del mundo.
Es 1991 y el Milan de Arrigo Sacchi con Gullit, Van Basten, Ancelotti, Baresi y un joven Maldini domina la liga italiana y la Copa Europea de Campeones de Clubes. Tras la aparición de la Naranja Mecánica el fútbol no había evolucionado, llegó el Milan y volvió a inventar todo. En ese mismo año, 1991, la selección juvenil mexicana sub-20 asiste a la Copa del Mundo de Portugal. México cae en los cuartos del torneo eliminado por los portugueses, que al final salen campeones; era el equipo de Luis Figo, Rui Costa, Joao Pinto y Rui Bento. En aquel cuadro mexicano, sobresale la figura de un breve delantero nacido en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México: Pedro Pineda marca cuatro goles en el mundial juvenil convirtiéndose en uno de los goleadores del torneo. De inmediato llama la atención del “Milan Lab”, que lo recluta para formar parte del proyecto.
En esos años, la única referencia importante del fútbol mexicano en un grande de Europa era la figura de Hugo Sánchez, quien triunfaba con el Real Madrid. ¿Cómo era posible que un equipo del tamaño del Milan se fijara en un joven al que nadie conocía en México?
La historia sirve para ilustrar el retraso que el fútbol mexicano tenía con respecto al desarrollo de futbolistas juveniles; apenas un año antes, la FIFA había expulsado a México de la eliminatoria mundialista de Italia 90 cuando en el programa de televisión A la misma hora, conducido por José Ramón Fernández y Antonio Moreno, de Canal 13, se comprobó la falsificación de actas de nacimiento que alteraban la edad límite de jugadores mexicanos en categorías juveniles.
El mundo avanza, el fútbol se globaliza y hoy, un concepto tan innovador como aquel “Milan Lab” no impresiona a nadie, pero fue sin ninguna duda el punto de inflexión en la formación de juveniles a nivel mundial, algo a lo que me gusta llamar la Rebelión de la Cantera.
Aquel primer contacto del fútbol mexicano con su futuro hizo conciencia para que poco a poco se entendiera la necesidad de crear equipos juveniles, no solo ponerlos a jugar, formarlos. Cuando Marcelo Bielsa llega a México con el Atlas, se organiza la primera búsqueda exhaustiva de talentos a nivel nacional, hasta entonces solo el Club Universidad Nacional se dedicaba a la instrucción y formación de jugadores.
La cantera de Pumas era por mucho la más importante. Pero a ella llegaban niños futbolistas, nadie iba a buscarlos. Bielsa cambia el modelo y es así como recluta a aquella gran generación de Rafael Márquez, Pável Pardo, Jared Borgetti, Oswaldo Sánchez, y a partir de ese momento las cosas cambian.
Estaba claro que de norte a sur existía un enorme territorio donde podían encontrarse jugadores de todo tipo. Del futbolista mexicano se decía que su competencia frente a alemanes, italianos, argentinos sería imposible porque su biotipo era inferior. Siempre se le consideró un jugador pequeñito, debilucho. Pero de pronto empiezan a surgir futbolistas mexicanos de enorme trapío. Defensas altos, fuertes, delanteros poderosos, mediocampistas con gran recorrido, capacidad pulmonar, y porteros muy atléticos. Las nuevas generaciones de jugadores mexicanos no se parecen en nada a las antiguas, estaba claro que en ellas había una búsqueda profesionalizada.
Era imposible que la raza hubiese evolucionado, lo que se había modificado sustancialmente era la selección natural del futbolista. Al margen de la miserable estructura que aún gestiona el fútbol mexicano, se estaba instalando una cultura que daba a niños y jóvenes de todo el país la oportunidad de existir en un deporte que estaba controlado por mafias de promotores y directivos. El futbolista mexicano empieza a liberarse cuando Europa voltea por primera vez a México y encuentra en él un semillero emergente. El éxodo del jugador mexicano, todavía incomparable con el argentino, uruguayo o brasileño, se vuelve un impulso para que los clubes decidan criar futbolistas en casa. Y se vuelve también un buen negocio.
Así, nace la primera generación campeona del mundo. Los infantiles mexicanos sub-17 del 2005 levantan la Copa Mundial en Perú, es el equipo de Giovanni dos Santos, Carlos Vela y Héctor Moreno, los únicos sobrevivientes de esa pequeña selección que hoy por extrañas razones se encuentran alejados de la Selección Nacional. No podía saberse aún si aquella sorprendente sub-17 era obra de la casualidad o, como hemos dicho, una generación espontánea.
Pero el verdadero brote de aquella semilla se da seis años después, durante el Campeonato Mundial Infantil organizado en México; otra vez, la histórica sub-17 levanta el título. A los minutos 30 y 91 del partido final, con jugadores de fierro y capitanes con pies de plomo México salía campeón. Briseño (1-0) y Casillas (2-0), reinauguraban el Estadio Azteca. Ahí quedaba la primera piedra de un grupo de rebeldes que fueron advertidos por un recuerdo, en algún lugar del corazón se había colgado el cartel de peligro, cuidado con la pasión.
Pero con ese músculo libre que forma la anatomía de un sueño, montaron guardia puliendo el escudo de un equipo pequeño y solitario. El batallón de infantería decidió llevar al mexicano a una guerra prohibida, pelear contra su memoria. Una herida y seis puntadas en la cabeza, traumatismo craneoencefálico, la cicatriz de la razón. Cambiar las cosas es duro. Pensar diferente duele. El cuero de Gómez escurría compromiso, tenía el material de los hombres bravos. Con aquella imagen del jugador vendado por la cabeza el fútbol mexicano hacía una patria fugaz. Sangre, sudor y lágrimas, los fluidos de una nación. Paliacate en la frente y ojos al cielo, el logotipo de las tropas de independencia. Imposible encontrar mayor identificación. El fútbol nos hacía el favor de encontrar un país gigante, donde parecía no haberlo. Era un simple juego, de espíritu momentáneo, pero tenía sentido. Ese amor por la camiseta, un símbolo nacional inexacto, un sentimiento imperfecto, a veces imposible, pero a fin de cuentas amor del bueno. El partido entregó el sufrimiento de una selección que no era conocida, pero será la más querida. Uruguay, el otro finalista, fue parte de un drama azul celeste. Puso los colores para una foto inolvidable. El recuerdo queda cosido en la piel. Podremos consultar su cicatriz, algún día, cuando la memoria declare la guerra al corazón y le pregunte dónde está la pasión, hará falta volver a leer esa historia que parecía de fútbol, pero hablaba de México. La Rebelión de la Cantera lograba el ascenso al poder, los infantiles se convertían en lo único rescatable del fútbol mexicano.
Pero a pesar del éxito y la bendita vocación de Raúl Gutiérrez, muy distinta a la de su antecesor, Jesús Ramírez, un pesetero vende libros, existe un eslabón muy débil en esta cadena evolutiva: los entrenadores mexicanos de primera división hoy son la parte más atrasada del proceso de transformación. En ellos y sus intereses, ambiciones y fobias se detiene el desarrollo. Cuando estas generaciones de niños y jóvenes campeones mundiales llegan a sus manos, mueren. Escapar a Europa, huir del fútbol mexicano cuanto antes, a como dé lugar, es la única salida que tienen los infantiles sub-17 para sobrevivir. Porque, hay que decirlo, hoy, ante el desastre de la Federación Mexicana de Fútbol y la Liga MX, no se me ocurre otra institución más que la familia mexicana, sus madres y padres, para explicar el rotundo éxito de las selecciones infantiles. A estos jugadores, todos ellos menores de 17 años, apenas ha tenido tiempo el fútbol mexicano para maleducarles. Llegan hechos, de norte a sur, con esos valores que solo pueden aprenderse en casa. Luego hay quien se confunde y pretende ver en el hijo sub-17 un enganche para el coche nuevo o la hipoteca de un negocio, y ahí, por lo visto, se descompone todo con la complicidad de los promotores vampiro.
Todavía está por verse para qué nos sirven los campeonatos mundiales Infantiles, valdría la pena hacer la autopsia a aquel México sub-17 del 2005 para saber qué se hizo mal con Giovanni y por qué Vela no nos quiere. La selección mayor se ha devorado sus propios éxitos, es antropófaga. Acabó con los niños héroes, la generación dorada de Londres 2012, los “europeos”, y todo por alimentar una popular bestia, deforme y egoísta.
Tenemos que insistir, cuantas veces haga falta, en que el éxito del fútbol mexicano no debe apalancarse a la selección nacional, tampoco al “dios Mundial”, porque todavía doblan las campanas de Catedral por aquellos títulos del 2005 y 2011, y ocho años después, la mayor sigue sin parecerse nada a la menor.
México se ha convertido en semillero, ahí están las pruebas, la pregunta es si la estructura del fútbol mexicano es el terreno propicio para sembrarlas, abonarlas y cosechar sus frutos. Por ahora la sub-17 de Raúl Gutiérrez sigue en manos de sus padres. A pesar de los triunfos innegables del 2005 y 2011 y el subcampeonato del 2013, no se ha entendido aún que estas categorías son formativas. El ejemplo del fútbol español ayuda a descifrar el modelo perfecto para hacer selecciones triunfadoras en todos los niveles. En 1997, Íker Casillas y Xavi Hernández levantan la Eurocopa sub-17 de Alemania, dos años después ganan el Mundial Juvenil de Nigeria 1999 y, al año siguiente, son medallistas de plata en Sídney 2000. Esa generación funda un proyecto que 16 años más tarde arroja dos Eurocopas de Naciones, 2008 y 2012, y un Mundial 2010. Desde entonces Casillas y Xavi no han dejado de formar parte de su selección nacional, son los únicos de aquel europeo infantil que se mantienen en la mayor, a la que solo cuatro entrenadores han dirigido durante todo este proceso: José Antonio Camacho (4), Iñaki Saéz (2), Luis Aragonés (4) y el actual, Vicente del Bosque (5). Todos han tenido como ley dar continuidad al trabajo del anterior. Así fue como España perfiló ese estilo admirable que le hizo ganar todo. Encontró una generación triunfadora, con tiempo y sentido común la fue educando. En paralelo, Casillas y Xavi se iban convirtiendo en las piedras filosofales de sus canteras, antes de cumplir los 20 formaban parte del cuadro base de Madrid y Barsa con varios partidos en primera división; sobra decir, que también desde entonces, no han dejado de ser fundamentales en sus equipos.
La trayectoria de estos futbolistas, líderes, capitanes y cracs de la selección española sirve para entender la cantidad de factores y voluntades entre clubes, directivos y entrenadores que deben alinearse para transformar la historia futbolística de un país. Solo dos jugadores llegaron al final del camino que los españoles empezaron en 1997, pero detrás suyo vinieron todos.
Hoy, México tiene tres generaciones triunfadoras, 60 jugadores entre los 17 y 25 años están ahí, de Carlos Vela a Iván Ochoa. Nuestro país tiene un enorme talento que aprovechar.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo es periodista, escritor y director de operaciones de Publicidad y Clubes de Fútbol en CANAL+ España.