En los estadios, los futbolistas luchan por ganar la copa Confederaciones; en las calles,los ciudadanos se enfrentan por conseguir mejores condiciones de vida.
Al tiempo en que Brasil daba la bienvenida a miles de aficionados al fútbol que llegaron a la nación sudamericana para darse cita en la Copa FIFA Confederaciones 2013, otros miles de ciudadanos se reunía en las principales ciudades del país para manifestar su descontento por la actual crisis por la que atraviesa la sexta potencia económica del mundo, que hace no mucho figuraba como la esperanza de los países emergentes.
El alza de los precios de los pasajes del transporte público —20 centavos de real, ocho centavos de dólar— fue motivo suficiente para que el jueves 6 de junio se desataran una serie de protestas que iniciaron en las calles de Sao Pulo con 5000 manifestantes, que no solo reclamaban el alto costo del servicio, sino también su mal funcionamiento, y continuaron con enfrentamientos de la población con las fuerzas del orden, quema de autobuses, lesionados y detenidos.
Hoy se habla de cientos de miles de manifestantes, la destrucción del patrimonio público, dos muertos y una economía en crisis, con la inflación alta, la bolsa cayendo y un gasto público que va en aumento mientras se celebra la Copa Confederaciones y el Mundial de Fútbol 2014 y las Olimpiadas de 2016 están en puerta.
Según expertos en la materia, no es sorprendente que el gigante sudamericano esté atravesando por tal crisis económica, que dicho sea de paso, también es social y política, ya que si bien es cierto que en los últimos años Brasil despuntó de manera insospechada gracias al éxito que tuvo su modelo económico, actualmente se considera que está agotado y con los índices a la baja.
Lo que sí sorprende, y ha mantenido a la opinión pública internacional con la mirada puesta en Brasil, y no porque por primera vez la selección de Tahití haya participado en un torneo internacional de fútbol, ha sido el que después de muchos años se han producido manifestaciones callejeras de tal magnitud.
Quienes están en las calles enfrentándose con la Policía, quemando autobuses y destruyendo el patrimonio público se dicen sin partido, lo cual en vísperas de las elecciones presidenciales del año próximo resulta un tanto sospechoso y ha despertado la preocupación del gobierno de Dilma Rousseff por conocer realmente a los que han impulsado la iniciativa que convoca a la gente, a través de redes sociales, para que salga a las calles a protestar contra los servicios públicos y que le ha costado a la mandataria una pérdida de aproximadamente ocho puntos en su hasta ahora alta popularidad.
Pero el alza en los precios de transporte público no ha sido el único motivo para que los brasileños dejen de lado su alegría y hayan reemplazado el danzar de sus caderas al ritmo de la samba por el agitado correr al son de las balas de goma: una mejor salud pública, mejor educación y un alto a la corrupción y a los gastos estratosféricos en la preparación del Mundial de Fútbol de 2014 también forman parte del clamor ciudadano.
Los 5000 manifestantes de Sao Paulo, que ahora se han convertido en aproximadamente un millón 250 000 y que marchan en 460 ciudades brasileñas, ya han logrado que el aumento de 20 centavos haya sido cancelado en la mayoría de los lugares, lo que quizá significa que las protestas han logrado atravesar los muros del Palacio do Planalto.
Sin embargo, resulta imposible saber qué pasará con el resto de las demandas, que desafortunadamente parecen haber pasado a segundo plano debido a lo violento de los actos de los últimos días, calificados por las autoridades como vandálicos y que tuvieron como su consecuencia más grave la muerte de dos personas.
Es así como las movilizaciones parecen no obedecer a un grupo con la capacidad de organizarlas, ya que desde un principio nadie pudo prever el impacto que iban a generar ni sus alcances. Ahora ni manifestantes, y menos aún el gobierno, saben qué hacer con el tamaño de las protestas.
Según los estrategas políticos brasileños de los partidos y los gobiernos, se espera que después de que Dilma rompió el silencio que la mantuvo al margen de la situación por 10 días y aseguró que el gobierno está escuchando las voces por el cambio, el movimiento se vaciará paulatinamente.
“Las voces traspasan los mecanimos tradicionales de las instituciones, de los partidos y de los propios medios de comunicación. Dejan un mensaje nítido contra la corrupción y el uso indebido de dinero público”, aseguró Dilma Rousseff, y agregó que la ciudadanía reclama “mejores escuelas, hospitales, transporte público de calidad y a un precio justo” y que “la voz de la calle tiene que ser escuchada”.
Estas fueron las palabras con las que la mandataria brasileña logró provocar que en los últimos días, más allá de las escenas aisladas de violencia, se hiciera notable el orden en las manifestaciones, pero no por ello que se disolvieran.
Las personas siguen saliendo multitudinariamente a las calles y han aumentado sus demandas; los brasileños hoy también protestan contra la Propuesta de Enmienda Constitucional 37 (PEC 37), un proyecto de ley que pretende limitar los poderes de investigación de la fiscalía general, contra un proyecto que concederá subsidios a las mujeres violadas que declaren su intención de no abortar y contra otro que pretende “curar” a los homosexuales.
Tal parece que la llama brasileña está encendida y será difícil apagarla, porque, nos atrevemos a decir, nadie quiere hacerlo; quizá sí encausar más las demandas y las propuestas a algo positivo y ordenado, sin violencia y sin caos, pero que permita ver que estas inéditas manifestaciones pueden ser una señal de que los brasileños están tomando conciencia y de que hay una madurez ciudadana que hace que deseen participar y ser protagonistas de un Brasil económicamente poderoso y democráticamente participativo.