El 25 de mayo de 2003 Néstor Carlos Kirchner asumía la presidencia de Argentina en medio de una crisis histórica sin precedente, con altísimos niveles de desocupación, una creciente tensión social y el desplome absoluto de la credibilidad ciudadana en la clase política. Al cumplirse 10 años de gestión kirchnerista es casi obligatorio hacer un recuento de lo más importante que han dejado a su paso los gobiernos de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner.
Hacia octubre de 2002, cuando el país tocaba fondo por la crisis, pocos se hubieran imaginado que aquel gobernador de la lejana provincia de Santa Cruz iba a ser el presidente de la nación y sentar las bases de una nueva corriente hegemónica en el interior del justicialismo. De ser inicialmente un personaje secundario que ganó las elecciones porque el electorado no quería que lo más nefasto de la política argentina regresara a la presidencia, Néstor Kirchner inauguró una nueva etapa en la vida política de su país.
El kirchnerismo, si bien no parte en dos a la sociedad argentina como en su época lo hizo el peronismo clásico, sí suscita más consensos que rechazos. Basta recordar las demostraciones espontáneas de apoyo y solidaridad que se dieron en los días siguientes al fallecimiento del expresidente, en octubre de 2010. Hace un par de años, haciendo una larga fila antes de entrar a un recital de tango, un jubilado porteño me dio una breve opinión del período kirchnerista: “Vos debés saber que las pensiones ya no son para pagar los ajustes del Fondo Monetario”.
En términos históricos, las gestiones K, inicial que los argentinos utilizan para referirse a la figura y al entorno de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner, serán leídas como la reacción y recomposición del Estado frente al daño infligido por las reformas de mercado aplicadas en la década anterior. Asimismo, los gobiernos kirchneristas deben analizarse desde una panorámica regional, pues no fueron un fenómeno aislado; la exclusión masificada y los excesos del neoliberalismo en América Latina crearon las condiciones idóneas para el regreso de gobiernos nacional-populares y de centroizquierda. El uso de la palabra populista volvió a estar de moda, tanto académica como políticamente. Lula da Silva en Brasil, Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Tabaré Vázquez en Uruguay y Fernando Lugo en Paraguay marcaron la entrada política latinoamericana al siglo XXI. Cada uno a su manera hizo de la defensa a la soberanía nacional, la política exterior independiente y la unión regional, así como el reposicionamiento del Estado en la economía y la distribución del excedente entre las clases medias y populares, su sello distintivo. En un punto medio que los diferencia del chavismo, pero también de los gobiernos del Frente Amplio o de la Concertación chilena, Néstor y Cristina dieron la pauta para la reconstrucción de un Estado capitalista con derivaciones keynesianas. Hace tiempo que recuerdo haber leído o escuchado que el kirchnerismo era la “revolución productiva” y el “salariazo” de la campaña electoral menemista de 1989, pero con algunos años de retraso. Algo de cierto hay en ello. En primer lugar debe resaltarse el aprovechamiento en el alza de los commodities argentinos con mayor demanda mundial, sobre todo los que reclamaba el mercado chino, para articular un crecimiento económico con empleo, recuperación del salario y políticas sociales de diversa índole. La Asignación Universal por Hijo, el acceso a medicamentos genéricos, la recuperación estatal de las pensiones y su posterior incremento, entre otras medidas, alimentaron un discurso progresista que había sido abandonado en la década anterior. Después de la indiferencia que caracterizó a Carlos Menem por los costos sociales del ajuste, los Kirchner lograron hacerse de un discurso propio que rescataba las atribuciones bonapartistas del peronismo. En ese sentido, además de las políticas distributivas y la alianza con los sindicatos, podemos observar un entendimiento con las fracciones de la burguesía que más se beneficiaron por el impulso y la promoción del proceso reindustrializador que actualmente vive la economía argentina. No cabe duda de que los ganadores de la última década también son los empresarios a quienes el fortalecimiento del mercado interno y la creación de pequeñas y medianas industrias les redituaron grandes dividendos. El kirchnerismo puso fin al cierre de fábricas y al “pymenicidio”, que comienza con la dictadura militar y termina con la crisis de 2001. Las transformaciones en la estructura productiva de la Argentina actual, en la que pequeñas y medianas empresas juegan un rol clave, piénsese en la creación de un millón y medio de empleos, no se explica sin el regreso del Estado a la esfera económica. A su vez, el fortalecimiento del salario y la recuperación de la clase media también permeó positivamente en el sector de bienes y servicios.
La demanda internacional por la soya y el forraje para ganado ayudó a la recuperación de la economía y a que el gobierno obtuviera recursos fiscales por la vía de las retenciones; no obstante, este proceso de “soyización” trajo aparejados otros problemas como el empobrecimiento de los suelos, la pérdida de biodiversidad y la tendencia generalizada al monocultivo. Paralelamente sobrevino un reacomodo de los actores económicos, especialmente aquellos a quienes el alto precio de la soya les estaba dejando ganancias millonarias año tras año. Tarde o temprano sobrevendría la puja distributiva por ver quién se quedaba con el excedente. Un punto de inflexión fue el conflicto con el campo a mediados de 2008. Dicha pugna terminó por borrar toda duda sobre la orientación populista del gobierno, en el buen sentido de la palabra. Cuando los precios de la soya estaban en su punto más alto en el mercado internacional, las autoridades intentaron cobrar un impuesto a las exportaciones. La medida fue justa, pero su implementación, un fracaso. El gobierno hizo la tasación de manera homogénea, sin haber diferenciado previamente entre los pequeños propietarios y los más grandes. Cuando rectificó la medida y buscó cobrar dicha retención por las ganancias de forma diferenciada ya era demasiado tarde: la sociedad estaba polarizada y los grandes productores del campo se habían ocupado de arrinconar al gobierno con medidas que rayaban en la desestabilización. En julio del mismo año las cosas llegaron a su punto máximo de tensión; tanto el oficialismo como la oposición, en abierta alianza con los sectores rurales y los medios de comunicación conservadores, convocaron a marchas y movilizaciones de apoyo en las principales ciudades del país. Al final, la querella por las retenciones se resolvió en el campo legislativo cuando el vicepresidente, un radical a quien el kirchnerismo había integrado al gabinete, votó a favor del campo. Con un acto de traición se cerró este episodio que puso en evidencia la disputa por dos modelos distintos de país: uno a favor de la industria y otro más proclive a la primarización de la economía. Pero el desencuentro entre el kirchnerismo y la oposición no terminó ahí. Al año siguiente tuvo lugar otra batalla, esta vez el motivo fue la aprobación de una ley que ordenaba democratizar los medios masivos de comunicación de forma que las empresas privadas tengan el 33 por ciento de las concesiones, el otro 33 por ciento sea para el Estado argentino y el 33 por ciento restante para las organizaciones sociales. Esta medida venía con dedicatoria para el grupo Clarín, emporio cuyas críticas hacia el gobierno K han pasado de la denuncia a la desinformación. Hasta el momento de escribir estas líneas, la aplicación de dicha ley es una moneda en el aire que se encuentra atorada en la Suprema Corte. El conflicto con Clarín y los decibeles que ha tenido marcan un hecho inédito porque nadie en América Latina se había atrevido a implementar un modelo comunicativo como el que contempla la ley 26.522. Imaginemos cuál sería la reacción de Televisa en México o de O Globo en Brasil si se buscara aplicar una moción como la recién mencionada. Si bien estamos hablando de un conflicto de intereses, fuera de Argentina la pelea legal contra Clarín se ha proyectado como un “ataque contra la libertad de expresión”. Interpretarlo así sería equívoco. Si entendemos la opinión pública como el espacio bajo el cual todos los sectores de la sociedad civil pueden verse representados y hacerse escuchar, entonces la ley 26.522 sentaría un precedente de importancia en la apertura y el acceso a los medios de comunicación. Hay quienes afirman que si los monopolios mediáticos se hubieran prestado a solapar al gobierno este no los habría confrontado ni obligado a desinvertir para no rebasar el 33 por ciento que por ley les corresponde. Cuando Néstor Kirchner fue amo y señor de Santa Cruz su relación con los medios locales fue de complacencia, pero también de domesticación, pues este tenía a su disposición la chequera para pagar o retirar los espacios oficiales con los cuales perciben ingresos las radioemisoras, las televisoras y los periódicos. No es erróneo suponer que el kirchnerismo haya deseado medios sumisos y afines a su causa, pero el conflicto con el campo tensó las cosas de tal forma que el gobierno respondió con una ley que vulneraba los intereses monopólicos del cuarto poder.
Otro asunto que será recordado del período K, quizás el más relevante en términos políticos, es lo tocante a los derechos humanos y el castigo judicial a los responsables y ejecutores de las desapariciones forzadas, las torturas y las detenciones ilegales durante la última dictadura militar. Después de una década de desmemoria e impunidad, Kirchner abrió las puertas de la Casa Rosada a los organismos de derechos humanos y propició la reapertura de las causas por las cuales los jefes de la dictadura habían sido detenidos y juzgados en los primeros años del regreso a la democracia. Con ello, los indultos presidenciales que amnistiaban a los jefes de la junta militar en diciembre de 1990 quedaban sin efecto legal. De la misma manera, el espectro de la justicia también se amplió hacia los verdugos y autores materiales de los crímenes, así como a los cómplices empresariales del terrorismo estatal. El saldo más importante son los 370 represores llevados ante un tribunal con sentencias que van de los 20 años a las cadenas perpetuas. A diferencia de Pinochet, Videla sí pasó el resto de sus días en prisión y no recibió solo el juicio de la historia y el repudio de la sociedad. Este tema da por sí mismo para escribir otro artículo; sin embargo, no podría hacer un recuento de los gobiernos K sin mencionar el rescate de la memoria y el fin de la impunidad que han marcado los últimos 10 años. Para dar un cuadro completo de la “década ganada” haría falta más espacio en el que hable de los otros logros, como la reforma del poder judicial en 2004 o las nacionalizaciones de Aguas y Aerolíneas Argentinas.
Por último, considero relevante hacer una breve advertencia sobre las deudas pendientes cuyo descuido podría abrirle las puertas a problemas de mayor envergadura en un futuro. Así como el kirchnerismo logró aprovechar la senda del crecimiento económico para generar millones de empleos y reducir la pobreza del 54 por ciento que había en 2003 al 21 por ciento en 2012, también es alarmante el nivel inflacionario y la baja credibilidad de los ciudadanos hacia los datos oficiales que publica el Instituto Nacional de Estadística. Si Cristina Kirchner desea que su sucesor no sea un político conservador que privilegie el crecimiento sobre la distribución del ingreso es imperativo un control inflacionario con mayor productividad, vencer el déficit energético que encarece los combustibles y llegar a un acuerdo con los sindicatos que piden aumento de salario, pero también con la Iniciativa Privada que busca subir los precios. Es igualmente necesario que abra el debate sobre los costos ecológicos que genera la minería a cielo abierto y la contaminación tan grave que produce, pues conforme avance el siglo XXI el agua, los espacios limpios y las tierras fértiles se volverán casi tan valiosos como el oro. Ese es un tema que parece no importarle a la clase política actual. Argentina aún está a tiempo de pensar en superar el modelo extractivista que al final, cuando ya no hay nada que explotar, solo deja devastación y desempleo. El aumento del trabajo en negro y de la economía informal es otro punto que no puede darse el lujo de ignorar el kirchnerismo, de ahí que sea necesario apostar por un país industrializado que produzca cosas con valor agregado para absorber lo máximo posible a esa masa laboral que no está en los registros fiscales. Sin duda los éxitos de la última década son alentadores, pero los retos por venir parecen ser bastante sombríos e inciertos. Hasta la fecha no se dejan ver los elementos para creer que Cristina quiera empezar a afrontar los problemas que le legará a quien la releve en la presidencia en 2015. Más vale que así sea y no que le deje una crisis en ciernes.