Para Lucía su enfermedad era un calvario, pero no estaba dispuesta a cortar con su problema. Separada de su pareja y con una pequeña hija a su cargo, esta secretaria ejecutiva de un despacho de abogados recogía todos los días a la menor de casa de sus padres después de trabajar para acudir a su departamento, atender a la chica, y acostarla temprano; pero una vez que la niña caía dormida, Lucía cerraba su casa con llave y salía a la calle para satisfacer su adicción. Por la madrugada, la mayoría de las veces con la suerte en contra, la mujer regresaba a dormir un par de horas para intentar aparentar ante todos que su rutina era la de una ama de casa soltera más.
No era la adicción de Lucía, como se pudiera pensar, el alcohol o las drogas, sino el juego de apuestas, una patología que afecta a millones de personas en todo el mundo y la cual fue incluida por las autoridades sanitarias en su catálogo de enfermedades mentales en 1980.
Lucía (su nombre es ficticio, pero la historia real) se hacía presente en las noches en casas de juego clandestinas donde apostaba a las cartas su sueldo y, en caso de necesitarlo, poner sobre la mesa sus ya escasas joyas u otros bienes. Sobra decir que Lucía vivía, o sobrevivía, constantemente sin dinero.
Ella no lo sabía, pero su caso es considerado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una enfermedad con un nombre: jugador patológico, una vieja enfermedad que poco a poco comienza ser aceptada y tratada como tal, y que presenta síntomas muy parecidos a los de quienes viven la dependencia de las drogas o el alcohol.
En el juego no hay ingesta de sustancia, advierte Javier González Herrera, director de un centro de atención para jugadores patológicos, pero “nuestro organismo va a producir la adrenalina que me va a causar la excitación de estar jugando, que es una sensación muy fuerte; y la dopamina, que me da el placer de jugar”.
González Herrera es director del Centro Samadhi, la primera clínica en México especializada en ese tipo de trastorno mental, y una persona que conoce perfectamente el problema, pues él mismo fue un jugador patológico. Abogado convertido en terapeuta, González trabaja atendiendo pacientes en su natal Chihuahua, estado del norte de México, y dando conferencias y apoyo en todo el país a grupos de personas con problemas de ludopatía, que es el nombre científico de la enfermedad.
Cuando Lucía se enganchó en el juego, no había casinos en México. Hoy la situación es diferente. En América Latina no hay datos precisos del número de casinos en operación, aunque tan solo en Chile, de acuerdo con la revista especializada Casinos de Latinoamérica, hay 17 casas de juego con licencia, las cuales recibieron 3.3 millones de visitas durante los primeros seis meses de 2012, con ingresos brutos de 278 millones de dólares tan sólo en ese país andino.
Las cifras de jugadores patológicos apenas se comienzan a establecer, pues no hay estudios estadísticos a nivel continente sobre el tema. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) estima que casi 3 por ciento de la población mundial cae dentro de la categoría de adictos al juego, y en el caso de Latinoamérica habría por lo menos 20 millones de personas en esa situación.
Javier González Herrera, de Samadhi, explica que ellos trabajaron hace un par de años con una empresa encuestadora para tratar de acercarse a los números de los jugadores en México, y que el resultado arrojaba un total de 2.4 millones de hombres y mujeres con esa enfermedad.
Pero el número de personas que juega es mucho mayor, aunque no todos sufren problemas. González Herrera coincide con otros especialistas en que hay cuatro tipos de jugadores en el mundo. Los primeros son los jugadores sociales, quienes se reúnen con amigos o familiares a participar en juegos donde se cruzan apuestas pequeñas y determinadas de antemano. Otro tipo de jugador es el profesional, y al contrario de lo que se pudiera creer, ellos no suelen ser catalogados como patológicos, pues lo hacen como un negocio: “es su trabajo, va por el dinero, y no se implica emocionalmente”, explica el mexicano. Al dedicarse de tiempo completo a ese tipo de negocio, el jugador profesional suele ser frío y calculador.
Es en el tercer tipo de jugador donde comienzan los problemas personales. De hecho a quienes han comenzado a meterse de lleno a la dinámica del juego de apuesta, y tratan de combinarlo con sus actividades familiares y laborales, se les identifica precisamente como jugadores problema. Es a estas personas a las que hay que dedicar atención cuando se comienzan a notar los síntomas de la enfermedad.
El cuarto tipo de jugador, el que ha perdido control sobre sí mismo, es el jugador patológico. Estas personas tienen ya “una dependencia emocional del juego, la pérdida absoluta del control, y la afectación en su vida”, explica Javier González.
Quienes son jugadores patológicos han entrado a la “espiral del deterioro”, señala el especialista Marco Garza, psicólogo que publicó el libro Jugar sin límites, donde analiza esta enfermedad.
El primer paso de esta espiral es conocida como la “fase de ganancia”, dice Garza; es cuando el jugador apuesta poco y hace una selección subjetiva de la realidad. En pocas palabras, el jugador minimiza las pérdidas porque representan poco dinero, pero al mismo tiempo sobrevalúa las ganancias. Es allí, dice el especialista en su sitio de internet, que el hasta entonces jugador problema comienza a fantasear con pensamientos irracionales alrededor del juego, como puede ser el creer que tiene un método infalible para ganar, o hacer cálculos de en qué momento una máquina le dará un premio grande.
El autor de Jugar sin límites señala que la segunda es la “fase de pérdida”, cuando el jugador comienza a apostar fuertes cantidades de dinero y no obtiene retribución. Allí es cuando se da cuenta que ha perdido mucho de su patrimonio, e intenta recuperarlo mediante apuestas más fuertes y arriesgadas.
Una tercera fase es la de la “desesperación”. En esta el jugador comienza a vivir solo para las apuestas, y es donde pierde dinero, auto, casa y, en la mayoría de los casos, a su familia, dice Marco Garza. Es una etapa delicada, dice el psicólogo, pues “65 por ciento de los que llegan allí cometen actividades ilícitas para solventar su adicción”.
La “fase de abandono”, según el autor del libro, “es cuando el jugador se da cuenta de que nunca podrá dejar de jugar, por lo que se encuentra impotente y desvalorizado. Al fin se asume como un enfermo, pero como un enfermo incurable por lo que continúa apostando porque le parece imposible otra opción. Recuperarse de sus pérdidas pasa a un segundo término”.
El director del Centro Samadih, Javier González, coincide en el daño y la dependencia del jugador patológico. “El jugador dice que lo hace para ganar dinero, pero eso es una mentira. Es un autoengaño que el propio jugador compulsivo se hace, porque cuando pierde dice que regresa para recuperar las pérdidas, y cuando gana apuesta más, y siempre termina perdiendo”.
El juego, dice González, se utiliza “como una alternativa para escapar de problemas, algo que es un patrón típico de adicción”. Y lo peor, asegura el director del centro de tratamiento, es que el jugador patológico tiene el sueño de que alguien va a llegar a rescatarlo de su problema, y “eso te mantiene vivo en el juego, en esa conducta”.
Jugar sin control no solo conlleva problemas mentales. También hay problemas físicos en estos hombres y mujeres. “Mucha gente piensa que la ludopatía no tiene alteraciones en la salud física, pero los pacientes sufren dolores de cabeza, fatiga, trastorno del sueño, alteraciones gastrointestinales, temblores, y sudoración”, entre otros problemas, dice Javier González.
Además, un jugador patológico suele perder a su familia, principalmente a su pareja, pues “se pierde la comunicación, vienen alteraciones fuertísimas en la sexualidad, porque el juego es lo más importante de la vida del paciente. Pierden el interés, viene la desintegración familiar, y al final llega el divorcio”.
Lucía era el cuadro clásico de jugadora patológica. Su relación familiar estaba montada sobre el engaño a sus padres; ya había perdido a su pareja; cumplir con su trabajo le costaba cada vez más, pues los desvelos afectaban su desempeño.
La secretaria conversó en varias ocasiones con una mujer a quien apenas conocía, pero que se ganó su confianza, y Lucía le reveló su secreto. Su caso cumplía con todos los síntomas descritos por los especialistas. La adicción le estropeó la vida hasta ese entonces. Tal vez, y solo tal vez, un golpe de suerte le ayudó a recomponerse.