Lo han llamado un socio de Donald Trump y un criminal de carrera conectado con la mafia. Pero las agencias de inteligencia de Estados Unidos lo llaman algo más: un recurso tremendamente valioso. ¿Podría el verdadero Felix Sater ponerse de pie?
Hace tres años, poco después de que Donald Trump anunció su improbable apuesta por la Casa Blanca, FeliX Sater notó una gran oportunidad. Él y su amigo de la infancia, Michael Cohen —por entonces un abogado y negociador de la Organización Trump— habían trabajado por más de una década, esporádicamente, para construir una Torre Trump en Moscú. Hacía mucho que el magnate neoyorquino de bienes raíces quería ver su nombre en un edificio ostentoso en la capital rusa, pero el proyecto nunca se materializó.
Ahora, con Trump postulándose a la presidencia, el momento le pareció idóneo a Sater, quien sintió que tenía las conexiones adecuadas para el proyecto. Oriundo de Moscú, cuya familia huyó a Brooklyn en la década de 1970, regresó a Rusia en la de 1990, donde hizo negocios con cierta cantidad de ex oficiales de alto rango de la inteligencia soviética. Con el tiempo, regresó a Nueva York pero se mantuvo en contacto con algunos de ellos, potencialmente un recurso importante para firmar un acuerdo lucrativo. Incluso le presumió a Cohen que la Torre Trump en Moscú en cierta forma podría ayudar al candidato a ganar la elección. “Nuestro muchacho puede llegar a ser presidente de Estados Unidos y nosotros podemos maquinarlo”, escribió Sater en un correo electrónico de noviembre de 2015. “Yo haré que todo el equipo de [el presidente ruso Vladimir] Putin invierta en esto”.
No resultó como lo planearon. El acuerdo de Moscú nunca se cerró y, con el tiempo, llevó a tensiones entre Sater y Cohen, tensiones que no han desaparecido. Pero para sorpresa de casi todos, por lo menos parte del correo electrónico fanfarrón de Sater se hizo realidad: la victoria de Trump. Pero casi de inmediato, acusaciones de colusión con Moscú han perseguido a su presidencia. Rusia interfirió en la elección, con una campaña intrincada de hackeo, “noticias falsas” y otras formas de guerra informática. Y mientras los investigadores de Estados Unidos tratan de unir las pizas de lo que sucedió —y determinar si la campaña de Trump coordinó sus acciones con el Kremlin—, los correos electrónicos fanfarrones de Sater han picado su curiosidad.
Cohen, ahora sujeto a una investigación federal, fue convocado para hablar con el fiscal especial Robert Mueller, así como con comités de inteligencia de la cámara de Representantes y el Senado. También estaban interesados en Sater. De repente, los reporteros empezaron a acecharlo, presentándose en su casa en Long Island, llamándolo a toda hora. La publicidad negativa afectó su carrera en bienes raíces, y su esposa de más de dos décadas, con quien tiene tres hijos, lo dejó. En cuanto al presidente de Estados Unidos, él afirma que no reconocería a Sater —un hombre con quien tuvo una relación de negocios por años— si estuvieran sentados en la misma habitación.
En los dos años desde que el escándalo Trump-Rusia explotó en los titulares, pocos han sido sujetos a más curiosidad y especulación que Sater. Hubo interminables reportes de prensa sobre sus antecedentes: era un exconvicto, supuestamente con vínculos con la mafia, quien había trabajado con Trump en fallidos acuerdos de bienes raíces en Florida y Manhattan. Surgieron rumores de que su ex compañía de bienes raíces, Bayrock, era una pantalla para lavar dinero de corruptas figuras empresariales y políticas de Rusia y Ucrania (algo que él niega). También eligió un momento peculiar —la mitad de la campaña de Trump— para tratar de revivir el acuerdo de Moscú, presumiendo su influencia con Putin, uno de los adversarios más potentes de Washington. Y la única defensa pública —insinuada en documentos de la corte al paso de los años— parecía ser una historia improbable de que él terminó ayudando a Estados Unidos a rastrear a Osama bin Laden, entre otras aventuras de espionaje.
Entonces, ¿quién es Felix Sater? ¿Está conectado con la mafia? ¿Es un espía? ¿El hombre de Trump en Moscú? ¿O es una figura clave en la investigación de Mueller, el hombre que finalmente hundirá al presidente y responderá las preguntas que giran alrededor del Rusiagate? Los expertos han especulado sobre todo lo anterior. Pero en tres reuniones y más de ocho horas de conversación, Sater ofreció nuevos detalles sobre su vida: desde rumores sobre sus conexiones con la mafia hasta su encuentro con hackers rusos en San Petersburgo.
Y su historia —por lo menos, como él la cuenta— es más extraña de lo que yo había imaginado.
UNA HISTORIA AMERICANA
“Estoy cansado de leer esta mierda”, dice Sater.
Estanos a principios de mayo, sentados en una cafetería dentro del Mandarin Oriental, un lujoso hotel en Washington, D.C. Sater viajó allí para dar su testimonio ante el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes. El hombre de 52 años, vistiendo un blazer azul con un broche de la bandera estadounidense en la solapa, explica cuánto de lo que se ha escrito sobre él es falso. Por ello, ha pasado mucho tiempo con periodistas. Su campaña de “redención personal”, como él la llama, empezó previamente este año con un largo artículo en BuzzFeed, seguido por un par de entrevistas en TV y ahora nuestra charla de café. Y él quiere recuperar su reputación.
Lo más interesante sobre Sater es en qué consiste esa reputación. En 1972, su familia emigró de Moscú. Fueron parte de la primera oleada de judíos a quienes se les permitió salir de la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Por un año, vivieron en Israel antes de mudarse a Coney Island, un vecindario en Brooklyn donde arribaron muchos inmigrantes rusos. Sater tenía 6 años cuando llegó a Estados Unidos.
Sater creció como un chico normal de Brooklyn. Su padre trabajaba como taxista, y el joven Felix asistió a escuelas públicas. También hacía trabajitos y vendía The Jewish Daily Forward, un periódico, en Brighton Beach.
Después de la preparatoria, se matriculó en la Universidad Pace, pero sus días universitarios no duraron mucho. Consiguió un empleo de medio tiempo en Wall Street en un banco de inversiones especializado y le encantó todo al respecto. “Lo aspiraba como si fuera aire”, dice él, convirtiéndose en corredor de tiempo completo a sus 19 años, un símbolo de éxito en su viejo vecindario. A los pocos años, Sater ganaba dinero en serio. Se casó con su esposa, y la pareja se mudó a un edificio de apartamentos de moda en el Upper East Side, desarrollado por Fred Wilpon, dueño de los Mets de Nueva York. Uno de sus vecinos era el primera base estrella del equipo, Keith Hernandez. “Yo vivía una vida de cuento de hadas”, dice él.
Pero una noche de 1991, salió a beber con algunos de sus colegas, y una combinación de “alcohol y testosterona” resultó en una pelea de bar. Según lo cuenta él, un comerciante de divisas se le acercó con una botella de cerveza, por lo que tomó una copa de margarita, la rompió y apuñaló al tipo con el tallo. Se requirieron 115 puntadas para coser al hombre. Sater terminó tras las rejas de Rikers Island, la cárcel tristemente célebre de Nueva York.
Liberado después de un par de meses —un juez le permitió salir bajo fianza mientras apelaba su sentencia—, no pudo conseguir un empleo legítimo en Wall Street; el caso manchó su reputación. Entonces, Sater se unió a una firma que administraba una operación a la vieja usanza de inflar acciones y venderlas sacada directamente El lobo de Wall Street: compraba acciones muy poco comerciadas y luego les hablaba de ellas a clientes desafortunados, estafándolos con decenas de millones de dólares. Pocos meses después, la apelación de Sater fracasó, y terminó de vuelta en Rikers, donde purgó más de un año tras las rejas por el asalto en el bar.
Fue el peor período de su vida. “Tenía una esposa y una hija pequeña de quienes cuidar”, dice él. “No sabía qué iba a hacer cuando saliera. Era desalentador”.
UN ESPÍA ENTRE AMIGOS
En cuanto salió de la cárcel, Sater regresó a su empleo en la operación de inflar y vender; a causa de sus antecedentes penales, todavía no podía hallar trabajo en finanzas legítimas. Pero después de unos seis meses, dice él, renunció. “Estaba disgustado conmigo mismo”, comenta él. “Necesitaba salir del lado oscuro”.
Su siguiente parada: Rusia. Para cuando Sater llegó a mediados de la década de 1990, la Unión Soviética se había derrumbado, Boris Yeltsin estaba en el poder, y Moscú había abrazado una versión sin ley del capitalismo. La ciudad era anárquica, despiadada, pero llena de oportunidades. A través de conexiones en Wall Street, Sater inició una compañía de comunicaciones en Rusia vendiendo cable transatlántico para transmisión de voz y datos desde los países recientemente democráticos de la ex Unión Soviética a AT&T. Durante esa era, los otrora poderosos militares y servicios de inteligencia soviéticos eran un caos. Grandes porciones de ambos eran privatizadas. Un grupo de ex oficiales militares y agentes de inteligencia pasaron a trabajar para empresarios, algunos legítimos, algunos con nexos con el crimen organizado, todos buscando una tajada de la nueva economía rusa. Un hombre, un alto funcionario soviético de inteligencia militar en Afganistán durante la ocupación por el Ejército Rojo, se interesó en Sater y su compañía de telecomunicaciones.
Sater no quiere divulgar el nombre real del hombre —solo se refiere a él como “E”—, pero era un conocido que cambió la vida del estadounidense de maneras inimaginables. Los dos se volvieron muy cercanos, y Sater rutinariamente iba a banyas (saunas) con E y sus amigos a beber y relajarse. Casi todos los amigos de E también eran ex funcionarios de alto rango militares o de inteligencia.
Una noche, el grupo salió a cenar, y Sater conoció a un estadounidense llamado Milton Blane, quien se presentó como un consultor. Pocos días después, Blane lo invitó a un popular pub británico en el centro de Moscú. Le dijo a Sater que estaba conectado con “algunas personas muy importantes”, tipos que tenían acceso extraordinario a niveles altos de las fuerzas armadas rusas. Vale, respondió Sater, ¿y eso qué?
Blane era un oficial de la Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA por sus siglas en inglés), operando desde la embajada de Estados Unidos en Moscú. Sater, con sus lazos con “E” y sus amigos, podría ser muy útil. Para sorpresa de Sater, Blane estaba reclutándolo para ser un recurso de inteligencia. Estados Unidos trabajaba en sistemas de defensa antimisiles, y la DIA quería descubrir cómo trabajaba Moscú. (Ex funcionarios del FBI y la CIA apoyan el recuento de Sater. Como muchos funcionarios del gobierno entrevistados para este artículo, ellos pidieron el anonimato porque no estaban autorizados para hablar sobre el asunto.)
Sater dice que le tomó “alrededor de tres segundos” decidirse. “Estoy dentro”, le dijo a Blane, una decisión que, ahora, él dice que fue motivada tanto por “patriotismo” como por una “idea romántica” del espionaje.
No tenía idea de en qué se estaba metiendo.
MAFIOSOS, FEDERALES Y YIHADISTAS
Por el tiempo que E estuvo en Afganistán, él estaba familiarizado con el país. Uno de sus contactos más cercanos era un alto oficial de inteligencia de la Alianza del Norte, un grupo en guerra con los talibanes por el control del país tras la retirada soviética. Moscú era la principal fuente de armas de la Alianza, y este contacto —lo llamaré “Hamid”— frecuentemente iba y venía a Rusia.
Durante la ocupación soviética, Estados Unidos proveyó misiles stinger a grupos rebeldes que combatían al Ejército Rojo. Sin embargo, en cuanto la URSS se retiró, la política estadounidense cambió con el tiempo; quedó en claro que los grupos yihadistas, incluido Al-Qaeda, podrían usar los misiles para el terrorismo. En 1995, el presidente Bill Clinton firmó un decreto presidencial para reunir cuantos stinger fuera posible en Afganistán.
Tanto Hamid como E sabían lo que Sater hacía, para quién trabajaba. Y por el precio correcto, ofrecieron a los estadounidenses readquirir algunos de los misiles. Sater le transmitió este mensaje a Blane, quien pidió pruebas. El afgano envió fotos de los números de serie de los stinger, junto con el periódico del mismo día. Impresionado, Blane le pasó el asunto a la CIA —que estaba encargada de la recolección— y la agencia empezó a negociar para comprar de vuelta los misiles. Sater luego empezó a negociar con Langley. (Él cree que su información ayudó a la agencia a recuperar por lo menos algunos de los misiles, pero no puede decirlo con certeza.)
A finales de 1998, Sater recibió una llamada de un agente del FBI en Nueva York llamado Leo Taddeo, quien le habló de una investigación a la operación de inflar y vender acciones en Wall Street que Sater había dejado atrás, parte de una indagación más amplia de la presencia creciente de la mafia italiana en Wall Street. El FBI tenía algunos trapos sucios de Sater, quien se había involucrado con dos mafiosos de Brooklyn —“tipos cuyo trabajo era mantener alejados a otros mafiosos”— antes de irse a Moscú, y Taddeo le comentó que era posible que lo acusaran de fraude. Si regresaba y cooperaba, un juez lo tomaría en cuenta a la hora de sentenciarlo. (Un ex funcionario del FBI en Nueva York dice que la historia de Sater es cierta.)
Sater aceptó regresar a Estados Unidos. Luego llamó a E y le dijo lo que pasaba, y el ex funcionario de inteligencia le pidió que retrasara el viaje, sin decir por qué. Dos días después, E le dio a Sater un paquete de información de su contacto afgano, Hamid. Incluía los números de los teléfonos satelitales usados por un hombre que por entonces vivía cerca de la frontera afgana con Pakistán: Osama bin Laden, el líder de Al-Qaeda, el grupo yihadista que acababa de bombardear las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania. (Un ex oficial de la CIA familiarizado con la historia de Sater dice que la agencia llegó a creer que los números eran auténticos.)
Cuando Sater llegó de vuelta a Estados Unidos a finales de 1998, se reunió con Jonathan Sack, el fiscal federal adjunto en el Distrito Oriente de Nueva York, quien llevaba el caso de fraude bursátil. Sater le dijo lo que había hecho en Moscú, y la CIA y la DIA apoyaron sus afirmaciones. Ambas agencias querían a su recurso de vuelta en Moscú, pero Sack estaba impasible. Y Sater estaba desconcertado. “O sea, le doy a la CIA los números de los teléfonos satelitales de Bin Laden”, me comenta él, “y este tipo [Sack] está más preocupado por ir tras ‘Vinny Boom Botz’.”
Sater se declaró culpable de fraude y aceptó ayudar a los federales en el caso bursátil. “Hice 10 o 15 reuniones informativas”, menciona él. “Ellos quedaron satisfechos”. Sack aceptó retrasar su sentencia.
Ese verano, Clinton ordenó un ataque aéreo contra campos de entrenamiento de Al-Qaeda en Afganistán, basándose en parte, según ex fuentes de la CIA, en información que les pasó Hamid. “[La CIA] en verdad me quería de vuelta [en Moscú] en ese momento”, dice Sater. Pero Sack y el FBI todavía no lo permitirían.
A finales de 2000, mientras Sater ayudaba a los federales a atrapar a los mafiosos, también trató de ganar algo de dinero. Se unió a un negocio de bienes raíces —Bayrock— y la compañía se las arregló para conseguir unos cuantos tratos, comenta él.
Su trabajo como informante del gobierno fue igual de fructífero. Dos fuentes del FBI dicen que la cooperación de Sater con el tiempo ayudó a convertir a Frank Coppa, un capitán de la familia criminal Bonanno, en un testigo cooperador contra la organización mafiosa, “un verdadero punto de quiebre en la guerra contra la mafia”, menciona una fuente. Con el tiempo, su cooperación en los fraudes bursátiles ayudó a los federales a conseguir 19 declaraciones de culpabilidad, según Sater y funcionarios penales.
Esa cifra parecía importante por entonces, y Sater dice que él “espera” que ayudó a expiar sus crímenes. Pero los casos de la mafia se convertirían en una acotación en comparación con su siguiente papel, uno que era todavía más improbable.
LA AVARICIA ES BUENA
En la mañana del 11 de septiembre de 2001, Sater todavía trabajaba en Bayrock y hacía su traslado habitual a Manhattan. Pero cuando se acercó al Midtown Tunnel, lo vio: las torres gemelas del World Trade Center habían sido golpeadas por aviones, una después de la otra.
Sater no recuerda cuándo exactamente cayó en cuenta de que Bin Laden era responsable de la masacre. Pero en cuanto lo hizo, comenta él, su mente se remontó a su época en Moscú, cuando canalizaba información al gobierno de Estados Unidos. Un episodio extraño resaltaba, afirma él: en la primavera de 1998, él, E y alrededor de 15 a 20 ex combatientes de las fuerzas especiales soviéticas fueron a Dusambé, la capital de Tayikistán, una ex república soviética con frontera con Afganistán. Tenían información de las fuentes de Hamid en la Alianza del Norte sobre l ubicación de Bin Laden: un campamento en la cordillera llamada Tora Bora. Hamid había demostrado su buena fe, por lo que “no teníamos razón para dudar de lo que nos contaba”, afirma Sater. Y E y sus hombres iban a tratar de expulsar a Bin Laden, por un precio. Manejaron desde Dusambé, pasando la frontera, hasta Mazar-i-Sharif, donde se reunieron con combatientes de la Alianza del Norte.
Sater afirma que llamó a Langley, diciendo que tenía información real sobre el paradero de Bin Laden y soldados que estaban dispuestos a avanzar hacia el campamento. Lo que él necesitaba saber era cuánto pagaría la agencia. “La avaricia siempre fue mi arma predilecta”, dice Sater. Meter a E en acuerdos de telecomunicaciones potencialmente lucrativos, así como los antecedentes de Sater como un ex hombre de Wall Street rusoparlante, habían cimentado su relación con el ex oficial de inteligencia militar.
La CIA, dice Sater, le contó que la recompensa por Bin Laden era de $5 millones de dólares. Él afirma que le dijo a la agencia que no era suficiente: “Estos tipos se encaminaban a un potencial baño de sangre. Había 50 de [ellos] en total. Necesitaban por lo menos un millón de dólares cada uno”. La CIA se negó, afirma Sater, y el grupo se retiró a Dusambé, para luego volver a Moscú. (Tres ex funcionarios de la CIA se negaron a confirmar o negar este recuento. Hamid no pudo ser localizado para que comentase.)
Cuando el rostro de Bin Laden se volvió un elemento permanente en periódicos y noticieros, Sater no podía quitarse la idea de la mente: “¿Pudimos haberlo atrapado? ¿Era una posibilidad? Nunca lo sabré”.
Poco después de los ataques del 11/9, el FBI de nuevo contactó a Sater. Solo que esta vez la oficina quería que se pusiera en contacto con Hamid y ayudara con el contraterrorismo, no con la mafia. El informante estadounidense hizo lo que le pidió la oficina, y él sabía qué esperar del afgano. “¿Qué hay en esto para mí?”, preguntó Hamid. Él “no le importaban un rábano los estadounidenses”, comenta Sater. Pero Al-Qaeda había asesinado recientemente a Ahmad Shah Massoud, el líder de la Alianza del Norte, por lo que el afgano dijo que ayudaría si el dinero era el adecuado.
Sater ya había pensado un poco en esto. Afirma que le dijo a Hamid —acertadamente, como resultó al final, pero no porque supiera algo— que los estadounidenses pronto invadirían el país. El afgano necesitaba más que eso. Así, Sater afirma que le aseguró que Estados Unidos derrocaría a los talibanes y establecerían un banco central en Kabul. El afgano, dice él, podría ayudar a administrarlo. Esto era una mentira rotunda, pero Sater dice que la vendió al juntar un paquete de documentos legales con apariencia oficial, supuestamente del gobierno de Estados Unidos, autorizando la creación del banco. Los envió junto con un teléfono satelital a Hamid, quien creyó la historia, según Sater.
Pronto, según el recurso estadounidense, antes de que los primeros operadores paramilitares de la CIA entraran en Afganistán, la información empezó a fluir. Era detallada y específica, e incluso incluía ubicaciones de combatientes de Al-Qaeda, alijos de armas e información sobre cómo los atacantes del 11/9 financiaron su operación. Según lo recuerda Sater, una pariente de su informante afgano estaba casado con el secretario personal del líder talibán, el mulá Omar, y ellos viajaban juntos a todas partes, incluidas las cuevas de Tora Bora, donde él y Bin Laden se retiraron después de que Estados Unidos invadió.
Para Sater, el trabajo era irreal y a menudo gratificante. “Agentes del FBI venían a mi casa cada noche y se quedaban hasta las 2 o 3 de la mañana”, recuerda él, “bebiéndose el café de mi esposa, leyendo cuidadosamente estas cosas”. (Un funcionario del FBI quien conoció a Sater por entonces dijo que la descripción general de esta historia es certera pero se negó a ser más específico.) Sater dice que ninguna agencia del gobierno de Estados Unidos le pagó jamás por su asistencia, y uncionarios del FBI actuales y antiguos confirman eso. “Mientras todo esto sucedía”, continúa Sater, “solo recuerdo que pensaba cuán loco era todo. ¿Cómo chingados me involucré en todo esto?”
HACKERS, MENTIROSOS Y PERIODISTAS
A principios de la década de 2000, poco después de que comenzara la guerra en Afganistán, Sater dice que conoció a Trump, gracias a su trabajo en Bayrock, la compañía de bienes raíces. (Ni la Casa Blanca ni Cohen quisieron comentar para este artículo.) Sater recaudó dinero para Bayrock de, entre otros, un empresario adinerado de la ex república soviética de Kazajistán, y persuadió a personas en la órbita de Trump —incluido Cohen, su antiguo amigo— a llevar sus negocios ante el jefe.
Dos de las ideas funcionaron. Sater y el magnate neoyorquino de bienes raíces finalmente trabajaron en el Trump SoHo en Manhattan y un hotel y proyecto de condominios en Fort Lauderdale, Florida, que fracasaron tras la crisis económica de 2008. Sater afirma que él y Trump se llevaban bien pero no eran especialmente cercanos. Como dijo una vez Abe Wallach, un ex ejecutivo de la Organización Trump, al periodista Tim O’Brien: “No es muy difícil conectarse con Donald si haces saber que tienes mucho dinero y quieres hacer negocios y quieres que él les ponga su nombre”.
Pero Trump con el tiempo se distanció de Sater, después de que The New York Times publicó un artículo detallando la sentencia criminal por asalto del último, así como su papel en el caso de fraude bursátil. “Si él estuviera sentado en la habitación justo ahora, en verdad yo no sabría cómo se ve él”, dijo Trump de Sater en una declaración en video de 2013 tomada en conexión con una demanda civil. Dos años después, cuando Trump se postuló a la presidencia, un reportero le preguntó a la estrella de The Apprentice sobre su ex socio comercial, y él respondió: “No estoy familiarizado con él”. Para Sater, estos comentarios fueron dolorosos, pero no dejó de trabajar con Trump; todavía había dinero que ganar.
Tampoco dejó de trabajar con el FBI. Los funcionarios de la oficina dicen que a partir de 2005 —y continuando por varios años— Sater ayudó a desbaratar una pandilla rusa en San Petersburgo que hackeaba el sistema financiero de Estados Unidos. Taddeo, el agente del FBI quien convocó a Sater de vuelta a Estados Unidos por el caso de inflar y vender, trabajó con él en el caso. Los dos viajaron a Limasol, Chipre, un popular sitio vacacional entre los rusos postsoviéticos. Bajo la vigilancia del FBI, Sater se infiltró entre los hackers, ayudándoles a lavar dinero, e incluso se reunió con el líder de la pandilla en Chipre.
A Sater no se le escapa la ironía de esta operación. Según una imputación presentada por Mueller, supuestamente fue un grupo de San Petersburgo, la Agencia de Investigación de Internet, el que propagó “noticias falsas” en Estados Unidos antes de la elección de 2016. Le pregunté a Sater si el FBI ha indicado que los casos en los que él trabajó estaban vinculados con el mismo grupo, o con los supuestos hackers del Comité Nacional Demócrata. “Podrían ser parte del mismo grupo”, afirma Sater. “Ellos le han dicho a mi abogado que algo de la información que recabamos todavía es ‘procesable’.” (El Departamento de Justicia se negó a comentar al respecto.)
De cualquier manera, en los procesos de la corte y en su testimonio ante el Congreso, varios funcionarios penales consistentemente han puesto las manos en el fuego por Sater, incluida la ex fiscal general Loretta Lynch, quien dijo al Comité de Inteligencia del Senado que él proveyó información “Valiosa y sensible” al gobierno cuando ella dirigía la oficina del fiscal federal en Brooklyn. Razón por la cual cuando Sater fue sentenciado finalmente por el caso de fraude bursátil en 2010 —un caso que presentaron en contra de él 12 años antes—, él solo recibió una multa de 25,000 dólares.
Para un criminal otrora convicto que había participado en un fraude multimillonario en dólares, eso era nada.
“UN POCO JACTANCIOSO”
Hackers. Terroristas. Espías. Mafiosos. El futuro presidente de Estados Unidos. Increíblemente, para un chico de Brooklyn, todas estas personas han estado en la órbita de Sater. Y ahora él divide su tiempo entre Nueva York y L.A. y trata de convertirse en un productor de Hollywood. Él es como Zelig, le comento cuando terminamos nuestro desayuno durante nuestra reunión final, en el Mandarin Oriental en D.C. Él se ríe por la referencia, el personaje principal de una película de 1983 de Woody Allen quien se convierte en un actor secundario en las vidas de personajes históricos, desde Adolf Hitler hasta Al Capone.
Pero mientras continúa la investigación del Rusiagate, el papel tipo Zelig de Sater en el asunto sigue siendo nebuloso. Es difícil saber cómo tomar su historia, difícil precisar dónde empieza Sater el negociador y dónde termina Sater el recurso. Se dice que los investigadores de Mueller —Sater trabajó con algunos de ellos durante sus años como informante— están interesados en el proyecto de la Torre Trump en Moscú. (E, el ex oficial soviético de inteligencia, supuestamente también fue parte de ello.) Al parecer, están interesados en un acuerdo de paz ucraniano que Sater y Cohen trataron de mediar, uno que habría implicado retirar las sanciones de Estados Unidos a Rusia, un resultado que el Kremlin ha deseado desde hace mucho. Y el fiscal especial también está interesado en el dinero lavado de Rusia y Ucrania, lo cual podría centrar la atención en cómo un oscuro —y ahora desaparecido— banco de inversiones en Islandia, el FL Group, fue capaz de invertir $50 millones de dólares en el proyecto Trump SoHo. Algunos sospechan que la compañía lavaba dinero de Rusia. Jody Kriss, un ex colega de Sater, hizo esta acusación como parte de una demanda civil contra Bayrock alegando asociación delictuosa, y afirmó que Sater solía presumir cuán cercano era el banco a Putin. Sater niega eso, y los dos resolvieron la demanda previamente este año. El negociador oriundo de Moscú afirma que respondió todas las preguntas de Mueller a “satisfacción” del fiscal especial, añadiendo que los investigadores le dijeron que no era un blanco en la investigación. (La oficina del fiscal especial se negó a comentar.)
Hoy, Sater parece estar cansado de las indagatorias del Rusiagate, y las preguntas que han suscitado sobre sus antecedentes. Algunos han acusado que tiene nexos con el crimen organizado ruso, lo cual Sater llama “mierda”. Hay rumores de que su padre era un capo en una pandilla dirigida por el supuesto superjefe Semion Mogilevich; Sater también niega eso. Él reconoce que su padre terminó en el negocio de “resolver disputas” en Brooklyn después de que no pudo manejar un taxi por una lesión de espalda. Se declaró culpable en 2000 de extorsionar restaurantes y otros negocios pequeños en Brooklyn y recibió tres años de libertad condicional. Pero no trabajaba para el llamado “don espabilado”, como se le conoce a Mogilevich. “Mi padre no reconocería a Semion Mogilevich si cayera sobre él”, dice Sater. Además, añade él, “ayudé al Departamento de Justicia a preparar un caso de fraude bursátil contra [Mogilevich]” en 2011. (Dos fuentes del FBI apoyan las afirmaciones de Sater. Mogilevich no respondió a mis solicitudes de comentarios a través de su abogado al momento de esta publicación.)
En el último año, algunos reportes de prensa han especulado que Sater fue una fuente del dossier Steele, los memorandos explosivos escritos por un ex espía británico acusando que el Kremlin coordinó partes de su campaña de interferencia con miembros del equipo de Trump. “No es cierto”, dice Sater. “Lo juro sobre las cabezas de mis hijos”.
Otros han dicho que podría ponerse en contra de Cohen; como lo reportó primero BuzzFeed, los dos ocasionalmente reñían por el control del proyecto de la Torre Trump en Moscú, entre otras cosas. Después de recibir una referencia de Mueller, la Oficina del Fiscal Federal del Distrito Sur de Nueva York ahora investiga a Cohen por supuesto fraude bancario. ¿Sater se presentará como testigo en su contra? “¿En contra de él?”, pregunta Sater. “Lo dudo”, añadiendo que no tiene información del caso.
Podrá parecer extraño —incluso sospechoso— que él y Cohen buscaban un importante trato de bienes raíces en Moscú. En medio de una campaña presidencial. A nombre de la Organización Trump. Con una potencia extranjera, un adversario que estaba —al mismo tiempo— interfiriendo en la elección de Estados Unidos. Pero el 8 de noviembre de 2016, Sater afirma que él, como muchos otros, vio con “incredulidad” cómo Trump fue elegido presidente. “Nadie pensó que él ganaría. Y eso incluye a Donald”.
Aun cuando él lo apoyó, Sater concede que “Donald es un poco jactancioso”. Y tal vez, sugiere él, también él ha pecado de exagerado, lo cual es la forma en que él explica sus declaraciones sobre la Torre Trump en Moscú: que él podía hacer aprobar el trato, que una aventura de bienes raíces en cierta forma podía determinar el resultado de una elección estadounidense. Hace años, Sater al parecer tuvo la influencia suficiente para llevar a Ivanka Trump a la oficina entonces vacía de Putin en el Kremlin, donde ella giró en el asiento de él. Pero ahora sugiere que él y E no están tan conectados como para obtener fácilmente la aprobación de Putin para un trato de bienes raíces de alto perfil con el nombre de Trump.
Mientras estamos en el vestíbulo del Mandarin Oriental, tengo una última pregunta para Sater: ¿Mueller en realidad tiene algo sobre el presidente? El enigmático negociador-informante da la que parece ser una respuesta sincera. “Pienso”, dice él, “que Donald será reelegido”.
Sonríe ampliamente y añade algo que les ha dicho antes a los reporteros: “Y después de su segundo período, entonces haremos la Torre Trump en Moscú”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation whit Newsweek