EL MERCEDES negro serpentea entre los montones de motocicletas
en Da Nang, Vietnam. Al volante va un exguerrillero del Viet Cong (VC) con un
lazo de combate en la solapa de su traje. Él me lleva a lo largo del muelle,
otrora un puerto importante para los barcos de la armada de Estados Unidos,
luego pasamos el sitio del antiguo comando militar estadounidense, ahora
ocupado por las altísimas oficinas regionales del Partido Comunista vietnamita.
Junto a él está mi escolta del Ministerio del Exterior de Hanói, un joven
sofisticado llamado Duc. Yo voy en el asiento trasero, junto a otro exguerrillero
del VC, quien me entretiene con la historia de una emboscada a infantes de
marina de Estados Unidos un poco más al norte de la ciudad en 1969. Sonriendo,
se levanta una pierna del pantalón para mostrarme una herida de bala. Le
pregunto el nombre de su unidad. Cuando me lo dice, asiento en reconocimiento.
Hace medio siglo yo era un agente de inteligencia del ejército
de Estados Unidos aquí que controlaba una red de espías vietnamitas que rastreaban
los movimientos de las fuerzas enemigas. He regresado para hablar con mi otrora
némesis —el hombre que dirigía los agentes contra mí, para retirarse décadas
después como subcomandante de inteligencia militar de Vietnam del Norte—, el
mayor general Tran Tien Cung.
Tal como lo fue durante la guerra, Cung estaba siendo
escurridizo. Tal como era su costumbre, el vietnamita frustraba mis esfuerzos:
las negociaciones se vinieron abajo una y otra vez. Ahora, casi 50 años después
de tratar de atraparlo, yo súbitamente tenía una oportunidad de verlo cara a
cara para comparar notas de nuestro lado secreto de la guerra.
Conforme las calles se hacían estrechas, pasamos por la vieja
base aérea estadounidense, otrora una plataforma importante para que los jets
Phantom de Estados Unidos despegaran para sus bombardeos secretos en Laos.
Finalmente, el chofer maneja lentamente el auto hacia un camino angosto y
aislado y se detiene. Hombres de apariencia seria aparecen y abren mi puerta, y
yo me bajo en el brutal calor vietnamita. “Espera aquí”, dice uno. Él charla
con mi hombre de Hanói. Es posible, me susurra Duc, que el general, batallando
con las secuelas de una apoplejía, no esté capacitado para verme después de
todo.
Me recargo abatido en el auto, me limpio el sudor de la
frente. Una vez más, me temo que lo perderé, que él morirá llevándose a la
tumba los secretos de cómo eludió a los servicios de inteligencia más avanzados
del mundo.
“JODIDO MÁS ALLÁ DE TODO ARREGLO”
En diciembre de 1968, llegué a Da Nang como un oficial a cargo
de la inteligencia, recién salido de un año de estudio intenso del idioma
vietnamita y seis meses en la escuela de espías del ejército en Fort Holabird
en Baltimore. Las habilidades que aprendimos allí —hacer entregas seguras de
comunicación, evaluar a reclutas potenciales y eludir a la policía secreta del
bloque soviético— estaban diseñadas más para escenarios sacados de un thriller
de John le Carré que para reclutar a soplones vietnamitas para que rastreasen
unidades comunistas. Pero en cuanto llegué a Da Nang, supe rápidamente que una
de esas técnicas claves —mantener mi identidad falsa— podía ser mucho más
difícil, y de mucho más riesgo, que hacerme pasar por un civil en el Berlín de
la Guerra Fría.
ELLOS MARCHARON HACIA EL SOL: Infantes de marina de Estados
Unidos caminan a través de Da Nang en 1965. Fueron a conquistar al Viet Cong. FOTO: AP
Los retos del espionaje en una guerra real me quedaron en
claro en mi primera noche en la ciudad, en un coctel de bienvenida en el
consulado de Estados Unidos en Da Nang, otrora puesto de avanzada colonial
francés. Yo aún estaba memorizando mi historia falsa cuando tomé una copa de la
charola de un mesero. Mientras observaba el salón, un oficial de Vietnam del
Sur caminó hacia mí e inició una conversación. Yo estaba receloso: sabía que el
cuerpo del oficial estaba repleto de espías comunistas. Después de unos cuantos
minutos de charlar en mi vietnamita recién aprendido, él preguntó: “¿A qué te
dedicas?”
El corazón se me salía cuando le dije mi rollo: “Soy oficial
de asistencia a refugiados civiles para el Departamento de Defensa”. Sonrió
ampliamente y dio un sorbo de champaña. “Entonces, eres un espía”, dijo con una
risita.
De regreso en nuestra villa de altos muros en el viejo barrio
francés, les conté mi pánico a dos compañeros de equipo. “Oh, eso no es nada”,
dijo uno. “Los Boinas Verdes capturaron un mapa del VC hace seis meses con una
gran X en nuestro lugar. Le habían garabateado ‘casa especial de inteligencia’”.
Alarmado, pregunté por qué no se habían mudado. Ellos se encogieron de hombros.
“FUBAR”, dijo uno, siglas en inglés de jodido más allá de todo arreglo.
“Bienvenido a Nam”. Ellos iban de regreso a Estados Unidos como parte del
repliegue de tropas. Yo me quedaría solo a dirigir la operación.
Rápidamente me mudé a una nueva casa y arreglé una historia
falsa diferente. Pronto, tenía un flujo constante de inteligencia proviniendo
de mis agentes. Pero ninguno podía responder mi pregunta más persistente: ¿quién
era el jefe de espías que dirigía a los agentes en mi contra? Queríamos sacarlo
de la jugada, matándolo o, mejor aún, arreglando su captura e interrogatorio.
Pero nunca obtuve un nombre.
Pocos días antes del Día de Acción de Gracias de 1969, salí de
Vietnam y del ejército. Estaba harto de todo eso, excepto por el artículo
ocasional sobre las secuelas de la guerra y un libro sobre los Boinas Verdes
acusados de asesinato después de que ejecutaron a uno de sus propios espías,
sospechoso de ser un agente doble.
Luego, un día a principios de 2012, recibí un correo
electrónico que reavivó mi interés en mi jefe de espías rival. Provenía de
Merle Pribbenow, un exoficial de la CIA que ha pasado sus años de retiro
traduciendo documentos de los archivos de Hanói. Entre ellos: un libro de
memorias escrito por el general Tran Tien Cung, identificado como el
subdirector en tiempos de guerra de la inteligencia militar de Vietnam del Norte.
Nadie más se había percatado de este documento extraordinario. Pribbenow me
envió porciones de sus traducciones al inglés. Ahora no solo tenía su nombre,
sino también una ubicación: Cung era presidente de la Asociación de Veteranos
de Da Nang.
El libro, “Hogar y compañeros soldados” —su título
anodino al parecer fue elegido para desviar la atención— tenía pocos detalles
de intriga y misterio. Pero una historia era impactante, incluso todos estos
años después: en marzo de 1975, cuando el ejército de Saigón vaciló y se retiró
en las últimas semanas de la guerra, Cung encabezó un equipo de inteligencia
dentro del centro de comando desierto de Estados Unidos y Vietnam del Sur en Da
Nang y capturó un alijo enorme de material clasificado, incluidos documentos que
identificaban a agentes enemigos. “Entre los artículos que recuperamos —escribió
Cung— había seis máquinas criptográficas” para hacer y descifrar códigos,
además de “cierta cantidad de máquinas” que podían hacer cédulas de identidad a
prueba de tontos, equipo avanzado que Hanói sin duda lo pasó a sus aliados en
Moscú, Pekín y La Habana para fabricar documentos de identidad estadounidenses
falsos. “Recuperamos tantísimos documentos y tantísimo equipo —añadió Cung—, que
el Ministerio de Defensa tuvo que enviar dos aviones de carga AN-24 [rusos]
para poder llevarlo todo de regreso”.
EL VIET CONG era encabezado por Ho Chi Minh. Hoy, el cuerpo
del líder comunista descansa en un mausoleo en Hanói. FOTO:
KEYSTONE-FRANCE/GAMMA-KEYSTONE/GETTY
Ese golpe de inteligencia sin duda ayudó a que Cung fuera
ascendido al rango de general. Y cuando el gobierno de Saigón, apoyado por Estados
Unidos, fue derrotado, Hanói le dio un papel clave en su siguiente gran
campaña: organizar a los exilados camboyanos para derrocar al régimen genocida
de los Jemeres Rojos en la puerta de al lado en Phnom Penh. El triunfo
relampagueante de Vietnam elevó a Cung al equivalente de los generales de campo
de la CIA que hacían el trabajo preliminar para los golpes de Estado
estadounidenses en Irán, el Congo, Guatemala y Panamá. Pero no había acabado.
En 1984 fue puesto a cargo de apagar un complot, basado en Estados Unidos, para
organizar una contrarrevolución en Vietnam. Él “aniquiló” una fuerza de
exilados vietnamitas que trataban de infiltrarse en el país a través de Laos, según
escribió.
Fue una carrera notable para alguien que creció en una
“pequeña familia burguesa” en Go Noi, un pantanoso bastión comunista a unos 25
kilómetros al sur de Da Nang, según la biografía oficial de Cung en Hanói. Él
se unió a la revolución cuando cursaba el séptimo grado en 1945, y durante una
revuelta de corta duración contra el régimen colonial francés, apoyado por Estados
Unidos, tres años después, fue capturado y se le dio por muerto, pero escapó y se
unió de nuevo a la lucha. Cuando el Viet Minh revolucionario finalmente derrotó
a los franceses en Dien Bien Phu, en 1954, y el país fue partido a la mitad en
la conferencia de paz en Ginebra, Hanói se lo llevó al norte para un intenso
entrenamiento de espía, en cierto momento enviándolo a Moscú para cursos más
avanzados. En 1965, con las fuerzas del Viet Cong vacilando alrededor de Da
Nang por la invasión de los infantes de marina de Estados Unidos, él fue
enviado de vuelta a reforzar las acciones de espionaje de Hanói. Uno de los
espías más efectivos de Cung era un “terrateniente importante”, recordó en sus
memorias, quien tenía dos tiendas de oro en el mercado chino. Otro agente clave
era “un simpatizante” dentro del cuartel militar general de Estados Unidos y
Vietnam del Sur en Da Nang.
Durante la Ofensiva Tet comunista en todo el país en enero de
1968, los espías de Cung se las arreglaron para obtener “el plan militar del
enemigo” para el área. Lo hicieron de nuevo cuando Estados Unidos organizó una
campaña importante contra unidades de Vietnam del Norte en Laos. Ese golpe de
inteligencia ayudó a convertir el asalto en un desastre impresionante para Estados
Unidos. “Ciertamente, no hay discusión de que los comunistas nos dieron una
paliza, en cuanto a inteligencia”, dice Pribbenow, quien sirvió cinco años en
la estación de la CIA en Saigón, “aunque sí creo que cierta cantidad de sus
afirmaciones en esa área están un poco infladas”.
Todo esto era académico para mí, hasta que descubrí que Cung
—el hombre quien había puesto la X en mi casa de seguridad supuestamente
secreta— estaba vivo y en Da Nang. En 2013, empecé a buscar una entrevista. En
los rincones más inhóspitos de mi imaginación, nos imaginaba caminando juntos
por las calles, visitando nuestros viejos lugares de espionaje e intercambiando
historias de guerra. Después de todo, los veteranos de combate estadounidenses
y del Viet Cong habían revisitado sus viejos campos de batalla juntos por años.
¿Por qué no dos viejos espías?
Mis primeras consultas con Hanói no llevaron a nada: el tema
era demasiado espinoso, Cung estaba demasiado ocupado y, luego, en 2015, cuando
él tenía 88 años, demasiado enfermo. Casi me rendí.
DA NANG difícilmente se asemeja a la ciudad que fue durante la
Guerra de Vietnam. FOTO: JOXEANKORET
Pero de repente, el año pasado, cuando les dije a las
autoridades vietnamitas que pronto estaría cerca, en Kuala Lumpur, Malasia,
Hanói dijo que había una posibilidad de que lo viera, si podía ir a Vietnam.
Sin garantías, dijeron ellos, pero veremos qué podemos hacer. Reservé un boleto
y me dirigí a Da Nang.
ENTREGAS SEGURAS Y BOTELLAS DE
CERVEZA VACÍAS
Como muchas cosas que se han olvidado de la guerra de Estados
Unidos en Vietnam, el origen del apodo de China Beach parece perdido en la
historia. Una franja de arena blanquecina que se extiende por millas al sur de
Da Nang estuvo inhabitada durante la guerra excepto por pescadores ocasionales
y la gran base naval de Estados Unidos en Monkey Mountain, un grupo de colinas
escarpadas en su extremo norte. Los marinos e infantes de marina de Estados
Unidos venían aquí a nadar y beber cerveza. Detrás de ellas en los tranquilos
palmares y arrozales, ver a muchachitos en búfalos de agua daba una ilusión de
retiro bucólico. Sabíamos que muchos eran vigías del VC. Y desde más allá de
las colinas distantes llegaban los ruidos apagados de la artillería de Estados
Unidos en marcha. A principios de 1969, me acerqué a evaluarla como un posible
lugar para entregas seguras o reuniones.
Décadas después, el 18 de agosto de 2017, me registré en el
Furama, uno de los lujos centros turísticos cercados que ahora se ubican en la
playa. Enfrente de la entrada, ya no estaban los arrozales que otrora adornaron
el paisaje, remplazados por una autopista flanqueada por restaurantes a reventar
y parques de diversiones. Entré en mi habitación, desempaqué y esperé la
llamada de quienes me habían dicho que me permitirían ver a Cung.
Y esperé. Mediante un canal extraoficial con Hanói, me enteré
de que mi solicitud había suscitado una batalla burocrática entre funcionarios
del partido y ministerios del gobierno. El ministro del exterior estaba bajo
fuego, dijo mi informante, por ayudar a montar entrevistas con críticos
internos de Hanói para la serie sobre Vietnam de Ken Burns y Lynn Novick para PBS
TV, la cual había disgustado a los funcionarios por su retrato de las purgas
del partido, la fatiga de guerra en el norte y las masacres comunistas en el
sur. Además, dijo él, Cung estaba débil. Quizá no viviría mucho tiempo más,
mucho menos deambularía por las calles conmigo comparando notas sobre nuestra
guerra secreta.
Otro día pasó. Luego, recibí un correo electrónico de Duc,
quien había sido asignado por Hanói para acompañarme durante mi visita (a los
reporteros extranjeros no se les permite deambular solos por Vietnam). Él dijo
que volaría para reunirse conmigo al día siguiente.
Libre por 24 horas, salí por mi
cuenta.
CONFESIONES E HISTORIAS FALSAS
Mi primera parada fue mi vieja casa de seguridad en el No. 3
de Nguyen Thi Giang, otrora una calle tranquila en el viejo barrio francés. El
único problema: la dirección ya no existía. Los comunistas les habían quitado a
las calles los nombres que honraban el pasado colonial y los remplazaron con
homenajes a sus héroes revolucionarios. Sin embargo, después de que el portero
del hotel me pasó un mapa anterior a la guerra, me puse en marcha.
TEATRO ENCUBIERTO: China Beach era uno de los lugares
favoritos del personal militar estadounidense para tener un poco de descanso y
esparcimiento; también fue donde Stein se reunía con sus correos para recoger
reportes de inteligencia. FOTO: STEVE CASIMIRO/GETTY
Mientras el taxi me llevaba desde China Beach a lo largo del
río Han, esperaba hallar algún remanente del viejo y tranquilo barrio francés
donde viví. Detrás de los altos muros de la villa, pasé el año encorvado sobre
una máquina de escribir Royal, traduciendo y mecanografiando reportes de mis 13
espías vietnamitas, uno de los cuales era un agente doble que comandaba un
escuadrón de cohetes del Viet Cong. Sus advertencias urgentes de un ataque
inminente contra la ciudad o las bases militares de Estados Unidos cercanas
rara vez eran erradas. “Dao”, como lo llamaré aquí, había sido reclutado en un
centro de detención de Estados Unidos para desertores del Viet Cong. Él expresó
tal desilusión con la revolución, que dijo estar dispuesto a regresar como
espía nuestro, y lo tomamos como tal. Luego, hallamos un vendedor que
comerciaba regularmente con la unidad de Dao. Ello me dio el encubrimiento para
charlar con el comandante, quien susurraba los planes de ataque de su unidad
cuando hacían una venta.
Cung escribió sobre tales traiciones en sus memorias, cómo
“algunos cuadros que no eran capaces de soportar los retos desertaban al otro
bando”. Y yo tenía a uno de ellos. Sí, teníamos esa gran X en nuestra casa,
pero por lo menos estábamos en el juego.
Ahora, nuestra casa de seguridad había desaparecido. El viejo
barrio francés fue arrasado y remplazado con un grupo de tiendas y edificios de
apartamentos. Ríos de motocicletas y autos coreanos abarrotaban las calles.
Tomé unas cuantas fotos, regresé a mi taxi y le di al chofer un nuevo destino:
la playa citadina donde otrora tuve reuniones clandestinas para recoger
reportes.
Por entonces, durante los almuerzos, yo manejaba cerca de un
estadio de futbol en busca de un arañazo de 5 pulgadas en uno de sus
deteriorados muros ocres. Horizontal significaba que tenía reportes que
recoger, en una ubicación acordada de antemano. Vertical significaba problemas,
una señal para una reunión de emergencia.
El sitio de reunión más común era una pequeña playa sombreada
a una milla de distancia. Yo manejaba hasta allí en mi jeep con placas
diplomáticas de Estados Unidos, daba un vistazo rápido alrededor para ver si me
habían seguido, luego caminaba por la arena, desenrollaba una toalla y me
desnudaba para nadar. Si no veía alguien de apariencia sospechosa, salía del
agua y sacudía mi toalla como una “señal de seguridad” para un correo oculto en
las cercanías (doblarla significaba abortar). Pocos minutos después, un
muchachito se acercaba vendiendo helado de una caja de madera colgada del
hombro, y yo compraba un cono. Estaba envuelto con un delgado fajo de reportes
garabateados con una caligrafía muy diminuta. La acción era tan vieja como la
orden de Dios a Moisés de “enviar hombres a espiar la tierra de Canaán”.
Los instructores de inteligencia enseñan a los aspirantes a
espías que no puedes ser demasiado cuidadoso con dichas transacciones. Los
agentes enemigos pueden acabar con toda una red de espionaje si descubren a un
correo (como lo hizo la CIA cuando cazaba a Osama bin Laden). Cung pensaba que
su anonimato era tan crítico, que él elegía mujeres para el trabajo —por tener
menos posibilidades de ser detenidas por la policía de Vietnam del Sur— y las
separaba de sus otros aprendices de espías. “A estas mujeres no se les permitía
decirle nada a nadie, dónde trabajaban o lo que hacían”, recordó en sus
memorias. “Por esa razón, nadie sabía que, por ejemplo, esta dama era un agente
de inteligencia, o que esa dama se preparaba para ser enviada a Vietnam del
Sur”.
EL FURAMA es uno de los centros turísticos que ahora se hallan
en China Beach. FOTO: ALLAN
MORRISON/ALAMY
Sin embargo, a pesar de las precauciones de Cung, mis espías,
muchos de ellos mercaderes de poca monta, con regularidad descubrían la llegada
de las mujeres de Cung al área de Da Nang. Un reporte típico decía que la Srta.
Fulana de Tal “había regresado a Hoi An tras una ausencia de seis meses y
trabaja como asistente de sastre” en cierta tienda. “Ella ha dicho a los
vecinos que estudiaba arte en Saigón”, podía reportar un agente, “pero dado que
ella no ha mostrado aptitudes para ello, están seguros de que se ha unido a los
comunistas”.
Tal “inteligencia cruda” era pasada a la oficina local del
Programa Fénix, una operación de la CIA altamente clasificada para
“neutralizar” a agentes del Viet Cong en la campiña. Años después, Fénix fue
expuesto como un programa brutal y caótico de asesinatos lleno de corrupción,
pero no mucho después de mi llegada a Da Nang, supe de un secreto todavía más
profundo sobre ello en un documento interno de la CIA que llegó a mis manos:
los espías comunistas también habían logrado infiltrarlo. Era algo que estaba
ansioso de hablar con Cung. En sus memorias, él escribió que en 1969 había
“llevado a cabo cierta cantidad de planes para desplegar agentes que penetraran
los cuarteles de la 1ª Zona Táctica del enemigo” y sus unidades asociadas.
Ese sería yo. ¿Él se había metido en la inteligencia
estadounidense? Tales pensamientos oscuros regresaron mientras buscaba, con el
mapa de preguerra en mano en el asiento trasero del taxi, mi viejo sitio de
reuniones clandestinas en la playa. Insté a mi chofer a ir por las calles
estrechas y los callejones, más y más lejos de la ruta turística. Mientras
avanzábamos lentamente, unas campesinas que cargaban cestas de paja en sus
cabezas, y niños flacos pateando balones de futbol, se hicieron a un lado y me
miraron. Me llegó un tufillo a humo de carbón y salsa de pescado, lo cual me
recordó mis viajes nerviosos a las reuniones con los agentes hace medio siglo.
El chofer ahora se reía nerviosamente por nuestra extraña
travesía, tal vez pensando: ¿qué tal si nos encontramos con un policía
vietnamita que empiece a hacer preguntas difíciles? ¿Qué hace este
estadounidense tan lejos del camino? Recordé un hábito hacía mucho enterrado:
empecé a soñar una historia falsa. Incluso miraba los espejos retrovisores de
las motocicletas estacionadas para ver si alguien nos seguía.
Entonces esto es el trastorno de estrés postraumático, reí
para mí. Luego, el taxi dio vuelta en una esquina y se detuvo abruptamente. Una
autopista elevada se hallaba frente a nosotros. Más allá podía ver la playa,
ahora desnuda de sus graciosas palmeras. Un letrero advertía sobre una
instalación militar vedada en las cercanías. No habría una revisita hoy, o
nunca. Mi viejo mundo había sido arrasado: la casa de seguridad, los sitios de
reunión, el estadio de futbol, el hotel desvencijado donde, con las palmas
sudorosas, me reuní por primera vez con mi “agente principal” (el intermediario
de nuestra red de espionaje). Un vietnamita intrigante que me doblaba la edad,
y quien había trabajado para los franceses antes y fumaba uno tras otro sus
Gitanes como carbones durante todas nuestras horas de sesiones informativas.
Todo se había ido.
Excepto Cung.
PROTEGER LAS VIDAS de los vietnamitas comunes ya no era un
factor primario en la estrategia de salida de la guerra de Estados Unidos. FOTO: AP
DESLIZARSE A TRAVÉS DEL BAMBÚ
A la tarde siguiente, Duc llamó desde el aeropuerto. Sugirió
que nos reuniéramos en un restaurante junto al corredor comercial no muy lejos
de mi hotel. Pocas horas después, tomamos una mesa bajo las brillantes luces
fluorescentes de su patio al aire libre, un lugar alejado de la ruta turística.
Rodeados de familias vietnamitas, comimos y bebimos hasta entrada la noche.
Urbano y sofisticado, él me preguntó sobre mi experiencia de guerra y mis
opiniones. Le pregunté las suyas. Mientras las botellas de cerveza vacías
abarrotaban la mesa, me enteré de que él estaba conectado con los más altos
niveles de la élite de seguridad nacional en Hanói. Su padre había sido
embajador. Un tío estaba muy arriba en el Ministerio de Seguridad Interna. Estudió
en China y estuvo una temporada en el consulado de Hanói en San Francisco.
Disfruté de su compañía, y él de la mía, creo, en especial
cuando hablamos del significado del épico poema nacional de Vietnam, “La
historia de Kieu”, la historia del siglo XVIII de una hermosa joven que se
hace prostituta para salvar a su familia.
Pero yo sabía que él me estaba evaluando. Y que se me acababa
el tiempo.
A la tarde siguiente, finalmente se dio la apertura. “Hay
pocas probabilidades —dijo Duc—, pero veme en la oficina de la Asociación de
Veteranos de Da Nang”. Treinta minutos después, yo llamaba a la puerta de
vidrio del segundo piso en una tranquila calle aledaña. Un hombre arisco detrás
de un gran escritorio al final de la sala levantó la vista, luego se levantó
con lentitud, claramente sorprendido de ver a un visitante occidental en su
oficina remota. Después de una duda momentánea, caminó y entreabrió la puerta.
Una condecoración militar que colgaba del bolsillo de su chaqueta me dijo que
estaba cara a cara con un exenemigo. “Soy un periodista estadounidense”, le
dije en mi vietnamita enmohecido. Intenté una sonrisa respetuosa. Él me valoró
sin palabras. Algo murmuró finalmente; o sea, está bien, pero no exactamente
OK. Me invitó a pasar, hizo ademán de que me sentara y tomó el teléfono de su
escritorio. Empecé a tratar de explicar que un funcionario del Ministerio del
Exterior en Hanói supuestamente se reuniría conmigo allí. Levantó una ceja al
oír eso, habló unas cuantas palabras en el teléfono y luego lentamente colgó el
auricular. Más silencio. Pocos minutos después, dos viejos entraron en la sala,
seguidos por un tercero. Por la apariencia de los listones en sus pechos, todos
eran excombatientes del VC de Da Nang. Ellos ciertamente les habían disparado a
los estadounidenses durante la guerra, pensé, colocaron trampas y plantaron
minas, tal vez mataron algunos soldados y marines. Y ellos, también, sufrieron
pérdidas inmensas en la guerra: camaradas y familiares obliterados en ataques
estadounidenses. Ellos no parecían complacidos de verme. ¿Por qué deberían
estarlo?
Finalmente, Duc irrumpe, disculpándose. Con una profunda
deferencia por estos viejos de la revolución, me presenta de la mejor de las
maneras. Les dijo que yo había escrito sobre los efectos residuales del Agente
Naranja, el defoliante que aflige todavía a una generación más de vietnamitas
—una gran preocupación para estos veteranos— así como las bajas continuas por
artillería de Estados Unidos de la época de la guerra que explota en los campos
de arroz. Ellos asintieron. Yo respondí con una expresión de mi sincero interés
en la reconciliación entre ambos bandos, y en mi caso particular, una reunión
con el general Cung. Empezaron a suavizarse. Dos de los hombres se levantaron y
empezaron a hablar en privado. Uno se marchó y luego regresó con alguien más:
el hijo de Cung. Ellos susurraron, y luego Duc se volvió hacia mí con una gran
sonrisa: íbamos a ver al general. El largo y sinuoso camino que me había traído
aquí de repente era una línea corta y recta.
DIRECCIONES DESCONOCIDAS: Stein trató de hallar algunos de sus
lugares otrora favoritos y casas de seguridad en Da Nang, pero el vecindario
fue arrasado e incluso los nombres de las calles fueron cambiados. FOTO: CORTESÍA DE JEFF STEIN
Veinte minutos después, manejábamos por el callejón detrás de
la casa de él. Cuando me bajé del Mercedes y miré la parte posterior de una
ordinaria casa de cemento de dos pisos, verde pastel, pensé: Por supuesto, este
jefe de espías no viviría en un lugar que llamara la atención sobre él. Mientras
yo esperaba, el hijo de Cung desapareció dentro de la casa. Cuando apareció
pocos minutos después, habló con Duc. “Él está muy enfermo”, explicó Duc.
“Tendrás solo unos pocos minutos”. Cuando finalmente fuimos llamados por un
asistente, pasamos por el patio trasero hacia una espaciosa sala de techo alto.
Cung estaba recostado en un catre de mimbre beige, delgado y frágil. Su
asistente le ayudó a incorporarse y le dio algunas píldoras. Miré las
fotografías enmarcadas y firmadas en su pared: Cung con el legendario general
Vo Nguyen Giap, el héroe de Dien Bien Phu, Cung con Ho Chi Minh. El viejo me
pidió con la mano que me acercara a su cama. Duc explicó mi presencia. Cung
asintió con una sonrisa débil.
Con una voz áspera, él dijo que apreciaba cuán lejos había ido
para verle. Estaba contento de conocer a un estadounidense. Pero tenía que
disculparse: no podía recordar mucho. La apoplejía dañó su cerebro. Pero
continúe y hágame una pregunta, dijo en vietnamita. Duc asintió y me susurró:
“Tal vez él solo tenga tiempo para una”.
Mi mente se aceleró. Tenía una larga lista: ¿había conseguido
reclutar estadounidenses contra la guerra? ¿Cómo metió a los espías en las
bases de Estados Unidos? (Sabemos que veintenas de trabajadores vietnamitas en
bases de Estados Unidos les daban coordinadas a los artilleros del VC.) Quería
saber más sobre la avanzada instrucción de espionaje que él había recibido de
Moscú, los detalles específicos de la “revolución en nuestras actividades de
inteligencia” provistos por los soviéticos en 1969 que él describió en sus
memorias. Y muchas cosas más. Mientras sopesaba mi pregunta, el general se
espantó una mosca de la ceja. Un ventilador giraba lentamente en el techo. Le
dije que sentía un gran respeto por alguien que se las había arreglado para
evadir a los gendarmes coloniales franceses, la policía de Saigón y luego a los
estadounidenses, desde 1945 hasta 1975 y vivió para contarlo.
Él sonrió y asintió débilmente.
“¿Cuál fue su más grande triunfo de espionaje contra
nosotros?”, pregunté finalmente.
Se quedó en silencio, sus ojos escudriñando el techo. Su
memoria era débil, se disculpó de nuevo. Fue hace mucho. Él recordaba un
encuentro con los estadounidenses. Fue a mediados de la década de 1960, cuando
operaba fuera de su región natal de Go Noi, alrededor de 25 kilómetros al sur
de Da Nang. Giró su cabeza hacia mí y empezó a carraspear la historia en su voz
delgada como papel, hablando con los acentos del dialecto central de Vietnam.
“Un día, alrededor de una docena de helicópteros estadounidenses
aterrizaron abruptamente” cerca de una casa donde él se reunía con agentes.
“Como fue tan inesperado, mi equipo no tuvo tiempo suficiente de retirarse, por
lo que corrimos al túnel debajo de la casa”.
STEIN, adversario de Cung entonces, regresó a Da Nang para
reunirse con él, esperando comparar notas del lado secreto de la guerra en que
ambos combatieron. FOTO: CORTESÍA DE
JEFF STEIN
Duc le hizo señal de que se detuviera para que pudiera
traducir. “No lo interrumpa —dije—, entiendo lo esencial”. Encendí mi
grabadora.
“La casa era propiedad de una mujer”, dijo Cung.
“Inmediatamente después de que ella nos llevó al túnel, dos soldados
estadounidenses y un intérprete entraron en la casa”. Pero Cung y su compañero
de equipo súbitamente se acordaron con horror de que “el radio en la casa
todavía reproducía” una transmisión de Radio Hanói. Si el intérprete vietnamita
del estadounidense lo oyó, no lo dijo. “¿Dónde están los Viet Cong?”, exigieron
los estadounidenses. Desde debajo del suelo, Cung alcanzó a oír a la mujer
decir: “Se escabulleron a través del bambú cuando aterrizaron”.
Cung dijo que los estadounidenses la amenazaron con quemarla
con cigarros encendidos. “Estábamos muy asustados en ese túnel. Teníamos miedo
de que ella dijera algo de nosotros”. Pero no lo hizo. A los soldados al
parecer se les acabó la paciencia y salieron corriendo a “perseguir a los Viet
Cong”.
No es una gran historia de espías, pensé. Excepto por esto:
“Los lugareños protegían mucho a la gente como yo y nuestras actividades”, me
dijo Cung. Era claramente un recuerdo cálido. “Después de que los
estadounidenses se fueron, ella nos convidó un poco de arroz grumoso”.
Recordé mi noche en el consulado, cuando me descubrieron la
historia falsa en un instante, y el miedo inicial que sentí cuando supe que el
VC había puesto una gran X en la casa de mi equipo. Extraños en una tierra
extraña, siempre tuvimos una marca en nuestras espaldas. ¿A quién engañábamos?
Y cuando Cung terminó su historia, otra se me vino a la mente,
una que había guardado con horror por medio siglo. Una noche a principios de mi
servicio, entregué una información recién adquirida en el cuartel de la 1ª
División de Infantes de Marina en una colina en las afueras de Da Nang. Al
salir, me detuve en una choza que servía como club de oficiales, jalé una silla
en la barra destartalada y pedí una cerveza. El tipo junto a mí resultó ser un
médico naval del programa de “corazones y mentes” de los infantes de Marina en
los caseríos. “¿Cómo va todo?”, pregunté. Él miró su vaso. Finalmente, se
volvió hacia mí y dijo: “Es un puto desperdicio”.
UNA VEZ FUIMOS ESPÍAS: En tiempos de guerra, Cung fue
subdirector de la inteligencia militar de Vietnam del Norte. FOTO: CORTESÍA DE JEFF STEIN
Esperé que dijera más. Tras un silencio perturbador, el médico
me contó cómo pasó sus días en los caseríos rurales entregando medicinas y
poniendo inyecciones mientras una unidad de acción cívica” de los infantes de Marina
distribuía comida, abría pozos y demás. “Y luego estos tipos —dijo, lagrimeando
y señalando con la cabeza hacia un distante ruido de artillería— los vuelan por
los aires”. Esta fue la primera vez que oí de las zonas de fuego libre, donde
los artilleros tenían licencia para lanzar morteros en zonas por solo sospechar
que albergaban guerrillas del VC. La revelación me sumió en una semana de honda
depresión. ¿Yo contribuía a eso? Espoleado por mi jefe de equipo, finalmente
regresé a mi labor de espía, racionalizando que la inteligencia que yo
entregaba a los infantes de Marina salvaba vidas estadounidenses. Y para 1969,
eso era prácticamente todo el asunto: salvar nuestras propias pieles. Proteger
las vidas de los vietnamitas comunes ya no era un factor primario en la
estrategia de salida de la guerra de Estados Unidos. La idea ilusoria de
“ganarse corazones y mentes” que facilitó nuestra entrada en Vietnam años antes
había sido eclipsada por un nuevo eslogan que empezaba a rondar: “Cuando los
tienes agarrados de las pelotas, sus corazones y mentes seguirán”. Ahora, la
idea era disparar, bombardear, acribillar y quemar para salirnos de allí.
“Maten todo lo que se mueva” era la nueva orden del día. Y por supuesto, por
ello es que dos generaciones de campesinos dan arroz grumoso y protección a
gente como Cung y mienten a gente como nosotros.
Mientras escuchaba la única historia que él podía recordar de
todos sus años como espía, la excitación que sentí al rastrearlo se fundió en
una tristeza honda. El general pareció sentirla, pero él estaba
desvaneciéndose, y era hora de marcharse. “Estoy contento de que haya
sobrevivido”, dije, empacando mi mochila. Le ofrecí mi mano. Él la tomó en su
apretón frágil y logró sonreír. “Tú también”, dijo él.
Nuestra guerra finalmente había
terminado.
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