Después de tres guerras y un bloqueo militar de una década, los casi dos millones de habitantes de Gaza están familiarizados con las dificultades de la vida. La crisis de energía eléctrica de este verano no es más que la más reciente de una serie de escaseces que van desde el agua potable y el gas de cocina hasta el cemento y los automóviles. Pero esta vez hay algo distinto. El problema ha sido provocado por otros palestinos.
Hasta hace poco, Israel suministraba a Gaza cerca de la mitad de su electricidad, pagada por la Autoridad Palestina, el organismo reconocido internacionalmente que gobierna Cisjordania. Pero en abril, Mahmoud Abbas, el presidente palestino, decidió reducir esos pagos en 40 por ciento, y el 11 de junio, a instancias de la Autoridad Palestina, el gabinete de seguridad israelí aprobó un recorte en el suministro acorde con la reducción de los pagos. La mayoría de los habitantes de Gaza recibían solo unas horas de electricidad cada vez, seguidas de apagones de 12 horas; ahora, reciben electricidad por periodos continuos de alrededor de dos horas y media.
La reducción fue, en parte, un esfuerzo para ganarse el favor de Donald Trump. Abbas se ha mostrado ansioso por establecer una buena relación con el nuevo presidente estadounidense, que ha dicho repetidamente que desea alcanzar “el acuerdo definitivo” entre Israel y los palestinos. Trump comisionó a Jason Greenblatt, su abogado corporativo desde hace mucho tiempo, y a su yerno Jared Kushner, la reactivación del moribundo proceso de paz entre ambas partes. Abbas esperaba que el hecho de imponer sanciones a Gaza, controlada por el grupo militante islamista Hamas, impulsaría su postura. “Piensa que es su última oportunidad para lograr una solución de dos Estados”, afirma Salah al Bardawil, miembro del politburó de la organización. “Por ello tiene prisa por demostrarle a Trump que está contra el terrorismo”.
Pero los esfuerzos de Trump ya han chocado con la realidad en el terreno: un gobierno de línea dura en Jerusalén y un liderazgo palestino dividido e impopular. Kushner hizo un viaje rápido a la región a mediados de junio para reunirse con los líderes de ambas partes. En los días previos y posteriores a su visita, Israel anunció planes para construir 7,000 nuevas casas en la zona ocupada del este de Jerusalén y prepara el terreno para construir un nuevo asentamiento en Cisjordania, el primero en más de dos décadas. Los medios árabes informaron que las conversaciones de Kushner con Abbas habían sido “difíciles”, y que Trump podría abandonar el proyecto. Incluso si sigue adelante, pocos observadores esperan que tenga éxito.
Para mediados del verano los palestinos mostraban públicamente su frustración con todo lo que consideraban como un sesgo proisraelí por parte de los asesores principales de Trump. Sin embargo, Abbas no dejó de imponer los recortes de electricidad, ni sus decisiones de detener embarques de medicamentos a Gaza y disminuir los salarios de decenas de miles de funcionarios civiles en ese país. No solo se trataba de ardides geopolíticos, sino que también eran parte de una prolongada batalla interna en Palestina, la cual consume una mayor parte de su atención que la lucha contra Israel.
En palabras de Samir al Ajla, residente de la zona oriental de Gaza, “nunca creí que quien haría mi vida más difícil sería otro palestino”.
VIOLENCIA SOBRE RUEDAS: Un manifestante
palestino enfrenta a soldados israelíes en un poblado cerca de la ciudad de
Nablus, en Cisjordania. Aunque la condición de Israel como un Estado judío y
democrático a muy largo plazo aún está en riesgo, cinco décadas después del
inicio de la ocupación, el movimiento nacional palestino ha sido derrotado en
gran medida. FOTO: JAAFAR ASHTIYEH/AFP/GETTY
HUESOS ROTOS Y SUEÑOS DESTROZADOS
Los palestinos, que viven bajo la ocupación o están diseminados por la diáspora, han sido, desde hace mucho tiempo, la parte más débil en el conflicto con Israel. Sin embargo, durante décadas fueron capaces de llevar adelante una costosa batalla. En los años que siguieron a la Guerra de los Seis Días, en 1967, lo hicieron desde su exilio en Beirut, Ammán y Túnez, una campaña militar que provocó el caos en todo el mundo árabe y que, incluso, llegó hasta Europa. El clímax se produjo a finales de la década de 1980, con el comienzo de la primera intifada, un movimiento local de protestas masivas. Israel respondió con la fuerza bruta y mató e hirió a miles de manifestantes, en lo que el entonces ministro de Defensa, Yitzhak Rabin, denominó su política de “huesos rotos”. Esto le hizo recibir duras críticas de otros países y contribuyó a impulsar un proceso diplomático que culminó a mediados de la década de 1990 con los Acuerdos de Oslo, que otorgaron a los palestinos una cierta autonomía.
La intención era que los Acuerdos de Oslo duraran cinco años y fueran un paso intermedio hacia un acuerdo final de paz. Pero el optimismo pronto se topó con la segunda intifada, una espeluznante campaña de bombardeos suicidas que silenció a los partidarios de la paz en Israel. A partir de entonces, la estrategia palestina se dividió. Hamas luchó tres guerras. Jóvenes palestinos llevaron a cabo ataques solitarios en Cisjordania, el este de Jerusalén e Israel. Mientras tanto, la Autoridad Palestina libró una batalla diplomática contra Israel al unirse a la Corte Penal Internacional y lograr el reconocimiento de Naciones Unidas y de varios Estados europeos.
Sin embargo, ninguna de esas acciones obligó a Israel a hacer concesiones. Durante la última década, los palestinos han matado cerca de 200 israelíes, menos de la mitad de los que mataron únicamente en 2002, durante el auge de la segunda intifada. Los legisladores consideran que la violencia es inevitable. Incluso en el punto más alto de la más reciente guerra en Gaza, el mayor mitin a favor de la paz en Tel Aviv logró reunir apenas 5,000 manifestantes. En contraste, medio millón de israelíes salió a las calles en el verano de 2011 para protestar contra el alto costo de la vida. Mientras tanto, los esfuerzos diplomáticos de Abbas no han conseguido gran cosa: al parecer, la incorporación de Palestina a la Convención Internacional Contra el Dopaje en los Deportes no impuso ninguna presión significativa contra Israel.
En lugar de ello, los palestinos han dedicado los últimos diez años a luchar unos con otros. Tanto Hamas como su rival secular Fatah dirige sus territorios como estados policiacos, acosando y encarcelando a periodistas, activistas e, incluso, a ciudadanos comunes que publican en Facebook mensajes críticos hacia ellos (la mayoría de los palestinos entrevistados para este reportaje pidieron mantenerse en el anonimato debido a que tienen miedo de sus propios gobiernos). Una década después de la expiración de sus mandatos, ninguna de las dos partes desea realizar elecciones. Lejos de alcanzar una solución de dos Estados, han creado una realidad de tres Estados: dos mini Estados arruinados, dominados por un fuerte y próspero Israel.
Y aunque a muy largo plazo la condición de Israel como un Estado judío y democrático aún esté en riesgo, cinco décadas después del comienzo de la ocupación el movimiento nacional palestino ha sido derrotado en gran medida. “Me cuesta mucho trabajo decir esto como palestino, pero no hemos logrado nuestros objetivos nacionales”, afirma Mkhaimer Abu Saada, analista político de Gaza. “Nuestros líderes no han conseguido nada”.
DESTRUIR Y RECONSTRUIR: Una mujer palestina en la ciudad de
Gaza durante el conflicto con Israel en 2014. Después de tres guerras y un
bloqueo militar de una década, los habitantes están familiarizados con las
dificultades y el sufrimiento. FOTO: HEIDI LEVINE
HIPOTECANDO LA PRÓXIMA INTIFADA
En abril, miles de prisioneros palestinos que se encontraban en cárceles israelíes comenzaron una huelga de hambre, que fue la demostración masiva de ese tipo más grande en muchos años. Fue organizada por Marwan Barghouti, un prominente líder de Fatah, para exigir mejores condiciones, visitas familiares adicionales y acceso a teléfonos de paga. Israel prometió no negociar. En un momento dado, el Servicio de Prisiones de Israel organizó un golpe y plantó galletas y barras de caramelo en la celda de Barghouti y lo filmó después mientras los engullía en el baño. Sin embargo, el video no logró afectar su popularidad: algunos palestinos lo desestimaron y lo consideraron falso, mientras que otros pensaban que era un truco sucio.
Mientras transcurría la protesta, a los funcionarios israelíes les preocupaba que los informes sobre prisioneros enfermos o moribundos pudiera desatar el descontento en los territorios ocupados. Los palestinos habían organizado la huelga de hambre de tal forma que su clímax coincidiera con el ramadán, cuando las tensiones suelen aumentar, y con el aniversario número 50 de la ocupación. Así, el 27 de mayo, tras largas negociaciones, los prisioneros anunciaron un acuerdo. Detuvieron su ayuno tras obtener una segunda visita familiar al mes. Las familias de los prisioneros celebraron en las calles de Ramallah, donde se elogiaba a Barghouti por defender la “dignidad” de sus compañeros en la prisión. “Parecía que acababan de liberar Jerusalén”, bromeó un periodista palestino.
Sin embargo, incluso esta victoria fue una derrota para la Autoridad Palestina. Hasta el verano de 2016, los presos tenían derecho a recibir dos visitas familiares. No fue Israel quien redujo el número. Fue la Cruz Roja, que coordina los viajes y deseaba reducir costos, muchos de ellos relacionados con el transporte en autobús de las personas. El dinero con el que se pagaría la visita adicional provendría de la Autoridad Palestina, que pasa apuros para cerrar una brecha de 800 millones de dólares en su presupuesto anual. En privado, Abbas ha despotricado contra la huelga de hambre, pues teme que podría dañar sus esfuerzos de congraciarse con Trump. En su visita a la región en mayo pasado, el presidente estadounidense canceló inesperadamente una visita a la Iglesia de la Natividad en Belén, por temor a encontrarse con una multitud de madres de prisioneros que habían organizado una protesta cerca del lugar. Por ello, el presidente palestino tuvo que aportar el dinero.
Abbas, de 82 años, asumió el cargo en 2005 para lo que, oficialmente, era un periodo de cuatro años. Aún está en el poder, y no tiene planes de renunciar. Es un hombre obeso y fumador empedernido que ha sido sometido a dos cirugías cardiacas y que, sin embargo, no ha hecho casi nada para planear su sucesión. Tampoco tiene muchas buenas opciones. Su suplente, Mahmoud Aloul, es un burócrata poco conocido, elegido por su lealtad. Otro contendiente, Jibril Rajoub, es un antiguo jefe de la policía secreta más amado por los generales israelíes (debido a su trabajo al arrestar a islamistas) que por los votantes palestinos. Barghouti, el candidato más popular, purga cinco cadenas perpetuas por organizar ataques mortales durante la segunda intifada.
Abbas actúa rápidamente para despedir y aislar a cualquiera que se vuelva demasiado crítico, por lo que sus contendientes no presentan mucho disenso en público. “Necesitamos a Abu Mazen”, dice Rajoub, el número tres de Fatah. “Es el único que puede, o que está dispuesto, a firmar un acuerdo [de paz]. Es importante para todos, para Israel, para Estados Unidos, y sigue trabajando duro”. Hay un importante grupo que no está de acuerdo: sus votantes. Dos tercios de ellos desean que renuncie. Una pequeña mayoría también está a favor de disolver la Autoridad Palestina, considerada ampliamente como poco más que un subcontratista de la ocupación israelí.
El 13 de mayo, los palestinos realizaron una muy publicitada elección municipal en Cisjordania. Fue la primera votación en cinco años, y los funcionarios esperaban que pudiera generar cierto entusiasmo. Los palestinos no estaban interesados. Fatah contendió casi sin oposición debido a que Hamas y otras acciones decidieron boicotear la elección, pero, aun así, el grupo secular no logró obtener una mayoría en ciudades importantes como Hebrón, donde sus candidatos obtuvieron solo siete de un total de 15 escaños. El número de votantes fue de apenas 53 por ciento en comparación con el 70 por ciento que acudió a las urnas hace una década. “A los palestinos ya no les interesa la política”, dice Abu Saada. “¿Por qué tendría que ser diferente?”.
Los palestinos tienen preocupaciones más urgentes. Más de tres cuartas partes de la población percibe su gobierno como corrupto. Al pedirles que mencionen el problema más grande de la sociedad, la mayoría de los encuestados eligió dificultades internas: pobreza, desempleo, corrupción y el cisma político entre Hamas y Fatah. Solo 27 por ciento señala que la ocupación es su mayor preocupación, de acuerdo con el Centro Palestino de Política e Investigación de Sondeos, que es la principal empresa encuestadora de los territorios. El índice oficial de desempleo en Cisjordania es de 16 por ciento, y aproximadamente una de cada cinco familias vive en la pobreza (se piensa que las cifras reales son más altas). Sin embargo, las calles de Ramallah están tapizadas de publicidad que anuncia la venta de apartamentos que cuestan millones de shekels. Una tenue clase media ha recurrido al crédito al consumo, que aumentó de 1,300 millones en 2012 a 2,200 millones apenas tres años después. Todo esto ha servido para hacer que los palestinos se vuelvan más reacios a asumir riesgos. Así lo ve el director ejecutivo de un importante banco de Ramallah: “Una persona no va a unirse a una intifada si tiene que pagar la hipoteca”.
LA VÍA DEL CUCHILLO: Un padre de familia sostiene la
fotografía de su hijo, un adolescente palestino que mató a puñaladas a tres
israelíes en un asentamiento de Cisjordania. FOTO: HEIDI LEVINE
TRES ESTADOS, DOS PUEBLOS
A primera vista, el Erez que cruza hacia Gaza podría ser la terminal de un aeropuerto; se trata de una elevada estructura con ventanas relucientes y decenas de caminos para atender a los viajeros. Sin embargo, en un día típico, solo uno o dos de los caminos están abiertos, atendidos por desganados guardias fronterizos que hojean novelas baratas. Un laberinto de estrechos corredores conduce hacia el puesto de control de la Autoridad Palestina, ubicado en el lado opuesto (en realidad, no han controlado Gaza durante una década). Y luego, tras recorrer unos 800 metros por un camino lleno de surcos, se llega al verdadero puesto fronterizo, donde la policía de Hamas revisa el equipaje para evitar que se introduzca alcohol de contrabando.
El grupo islamista obtuvo el poder en Gaza en 2007, tras una prolongada lucha interna que siguió a su victoria en las elecciones legislativas, realizadas el año anterior. Desde entonces, ha luchado tres guerras contra Israel. La más reciente, ocurrida en el verano de 2014, se prolongó durante 51 días, mucho más de lo que cualquiera habría esperado. Fue devastadora para los palestinos: las bombas israelíes mataron a más de 2,200 personas, dejaron a 100,000 sin hogar y destruyeron la infraestructura de la franja.
Sin embargo, Hamas siguió lanzando cohetes hasta unos momentos antes del cese al fuego, ocurrido el 26 de agosto. El grupo considera que la guerra fue una victoria, no por haber logrado alguno de sus objetivos estratégicos, sino simplemente porque logró sobrevivir. Dicho grupo dice lo mismo acerca de la situación en general en Gaza. El bloqueo de diez años, impuesto por Israel y Egipto, ha paralizado la franja; la mayoría de sus jóvenes habitantes nunca han salido del territorio, de poco más de 225 kilómetros cuadrados. Sin embargo, parece normal en una forma distinta a Cisjordania, con su ocupación visible. No hay patrullas militares israelíes; de hecho, no hay israelíes en absoluto, solo un puñado de invernaderos esqueléticos, los restos de los asentamientos que alguna vez atestaron el área. “La expansión de asentamientos en Cisjordania se debe a la sagrada cooperación de seguridad con Israel”, afirma Mahmoud Zahar, uno de los cofundadores de Hamas. “Desde que Hamas asumió el poder en Gaza, Israel no ha demolido ni una sola casa aquí”.
Se trata, desde luego, de un argumento absurdo: los aviones y la artillería israelíes han devastado Gaza. En el muro del salón de Zahar, a unos cuantos metros de su silla, se encuentra una fotografía de su hijo, muerto durante un ataque aéreo israelí contra el complejo familiar, que ha tenido que reconstruir tres veces. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, Hamas afirma haber liberado a Gaza de las humillaciones diarias de la ocupación, y el grupo se resiste a ceder el control.
Empero, un creciente número de habitantes de Gaza no se sienten liberados. En conversaciones privadas, la ira que alguna vez dirigían hacia Israel y Egipto ahora la centran en sus propios líderes. Suelen tener estas conversaciones en la oscuridad debido a la falta de electricidad. El agua del grifo, cuando la hay, no puede beberse, pues es negruzca y está contaminada. Cerca de la mitad de la población, y más de 60 por ciento de los jóvenes, están desempleados, lo que constituye el más alto índice de cualquier región, de acuerdo con el Banco Mundial. Más de 70 por ciento de los habitantes de Gaza dependen de la ayuda internacional para sobrevivir. En un patio, afuera de la Universidad de Azhar, los recién graduados venden bocadillos baratos y cigarrillos a los estudiantes, que ofrecen sombríos pronósticos sobre su propio futuro. “Estaré aquí con mi propio carrito el año próximo”, dice una joven, estudiante de ciencias computacionales.
Hamas siempre ha estado dividida entre su ala militar de línea dura y su rama política, comparativamente moderada. Esta división no ha hecho más que aumentar en los tres años que han pasado desde la última guerra. A principios de 2015, Ghazi Hamad, un miembro pragmático del politburó de Hamas, escribió un infrecuente artículo de opinión titulado “Cómo y por qué los árabes perdieron Palestina”. Fue un insólito acto de autocrítica: Hamas y Fatah, afirmó, habían sido consumidos por sus propios intereses mezquinos al centrarse en preservar sus feudos y no en la liberación de los palestinos. “Se darán cuenta de que no estamos de acuerdo en nada, desde la liberación o el proyecto de Estado, hasta los asuntos más triviales”, escribió Hamad. “Esto nos ha llevado a ahogarnos en los detalles más nimios”.
En cierta forma, los militares parecen estar ganando. Hamas dedicó los primeros meses de 2017 a reorganizar a sus líderes, por primera vez en más de una década. El nuevo líder de Gaza que, de hecho, es el hombre número dos, es Yahya Sinwar, partidario de la línea dura que pasó décadas en una cárcel israelí. Ayudó a organizar una unidad que cazó a presuntos “colaboradores” de Israel, y supuestamente mató a varios de ellos con sus propias manos. “Es un hombre duro”, en palabras de uno de sus colegas.
Pero Sinwar y su jefe, Ismail Haniyeh, asumen el control del movimiento que recientemente ha mostrado lo que, según muchos analistas, es un grado inusual de disposición a hacer concesiones con Israel. En mayo pasado, Hamas reveló un nuevo documento de políticas cuya intención es enmendar sus estatutos fundacionales de 1988. Eliminó el peor lenguaje antisemita del original, que hablaba sobre una guerra contra los judíos, y rompió sus lazos con la Hermandad Musulmana. Quizá lo más significativo fue que aceptó la idea de un Estado palestino a lo largo de las fronteras anteriores a 1967, describiéndolo como una fórmula aceptada por el consenso público. No se trató de una reversión completa: el grupo aún no reconoce a Israel. Sin embargo, incluso algunos de los líderes más intransigentes de Hamas reconocen que una cuarta guerra contra Israel probablemente terminaría en catástrofe. “Ellos comprenden que el siguiente ataque contra Gaza daría fin, para ellos, al gobierno de Hamas en Gaza”, afirma Amos Gilad, funcionario del Ministerio de Defensa israelí. “Eso es muy posible”.
Así, existe el deseo de evitar el siguiente ataque; se habla seriamente de firmar un cese al fuego prolongado con Israel a cambio de un puerto marítimo, un paso que, de hecho, daría fin al bloqueo. Hamas ha dedicado los últimos años a establecer una buena relación con Mohammed Dahlan, un antiguo hombre fuerte de Fatah que alguna vez fue su principal némesis: sus hombres eran famosos por arrojar a islamistas desde los tejados. Desde entonces está exiliado en los Emiratos Árabes Unidos, tras ir en contra de Abbas, y actualmente se desempeña como una especie de “intermediario” diplomático para la Familia Real de los Emiratos. Hamas piensa que puede lograr inversión económica y legitimidad política; sus transgresiones pasadas han sido olvidadas. “Fue un tiempo muy difícil”, afirma Ahmed Yousef, miembro de Hamas desde hace mucho tiempo. “Él está reescribiendo su historia, y Hamas también ha cambiado”.
Un puerto marítimo, o cualquiera de los otros pasos significativos para conectar a Gaza con el mundo exterior, consolidarían una solución de tres estados de facto. Parece lo opuesto a lo que grupos islamistas como Hamas han tratado de lograr durante décadas y, sin embargo, se muestran entusiastas al respecto. Le pregunté a Yousef si su movimiento se había convertido simplemente en una versión barbada de Fatah. Ríe, y dice: “Podríamos decir que es así”.
TIEMPOS VIOLENTOS: Soldados israelíes arrestan a un
palestino en el este de Jerusalén. A pesar de la oleada de ataques con cuchillo
y de atropellamientos ocurrida en años recientes, Israel se ha acostumbrado en
gran medida a la violencia periódica. Y mientras que los legisladores
consideran que los ataques son inevitables, también piensan que el conflicto puede
“manejarse”. FOTO: HEIDI LEVINE
UN MAL MANEJO DEL CONFLICTO
En diciembre, los palestinos tuvieron brevemente algo que celebrar: el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó una resolución según la cual los asentamientos israelíes “no tienen validez legal”. Fue una acción de despedida del entonces presidente estadounidense Barack Obama. Tras ocho años de frustración con el primer ministro, Benjamin Netanyahu, decidió abstenerse en lugar de vetar la medida. “Es una acción que ningún gobierno [estadounidense] se había atrevido a realizar en décadas”, señaló alegremente Nabil Shaath, diplomático palestino desde hace mucho tiempo.
Quizás haya sido así, pero se trató de un acto puramente simbólico. Seis meses después de su aprobación, no hay Cascos Azules en las colinas que rodean Nablus. Israel aprobó planes para la construcción de 5,000 nuevas casas para colonos en las semanas que siguieron a la toma de posesión de Trump, así como otra importante cantidad en junio, pocas semanas después de la visita del presidente estadounidense a la región. Nickolay Mladenov, el principal enviado de Naciones Unidas a la región, admitió en junio que Israel ha pasado por alto la resolución. “De hecho… ha habido [un] incremento sustancial en el número de anuncios relacionados con los asentamientos”, señala.
A pesar de la poca importancia de ese gesto, es poco probable que la Casa Blanca lo repita en los próximos años. Estados Unidos ha dirigido el “proceso de paz” durante más de dos décadas, desde aquel momento simbólico en el que cuatro líderes israelíes y palestinos se dieron un apretón de manos y firmaron los Acuerdos de Oslo en los jardines de la Casa Blanca (tres de ellos han muerto; solo queda Abbas). George W. Bush tuvo la Conferencia de Annapolis y su “mapa de carreteras para la paz”. Obama tuvo sus iniciativas sin nombre, que también terminaron en fracasos. Es demasiado temprano para saber qué tan lejos recorrerá Trump el mismo camino, ya sea que convoque a una cumbre de paz en Mar-a-Lago o que abandone el proceso. Pero resultó sorprendente que, en seis apariciones en público durante su visita de 25 horas a Israel y Cisjordania, realizada la primavera pasada, no haya mencionado ni una sola vez la frase “solución de dos Estados”. Muchos palestinos consideraron esto como una admisión tácita de que el proceso de paz ha fracasado.
“Durante décadas teníamos un mundo árabe liderado por Estados Unidos e interesado en mantener la estabilidad en la región”, señala Khalil Shikaki, director de la principal empresa encuestadora de Palestina. “Sin embargo, el papel de Estados Unidos alcanzó su punto máximo a principios de la década de 1990, y desde entonces ha venido apagándose”.
Para los palestinos de mayor edad, el objetivo sigue siendo crear un Estado palestino dentro de las fronteras anteriores a 1967. La generación más joven considera esta idea como irremediablemente anticuada. Décadas de lucha, en el campo de batalla y alrededor de la mesa de negociaciones, no han logrado producir un Estado. El año pasado, por primera vez, Shikaki descubrió que el apoyo para la solución de dos Estados ha caído por debajo de 50 por ciento. “Fatah ha probado la diplomacia durante 35 años, y aquí tenemos al así llamado movimiento de resistencia”, señala un joven de Shuja’iya, un vecindario de la parte oriental de Gaza que recibió duros ataques durante la guerra de 2014. “¿Y qué tenemos? Nada”.
En lugar de ello, muchas personas ven ahora su lucha como un movimiento de derechos civiles: “Dennos pasaportes israelíes —sostienen—, y déjennos trabajar en Tel Aviv y volar al extranjero desde el aeropuerto Ben-Gurión”. Incluso los palestinos comprometidos con la solución de dos Estados reconocen que la idea tiene fecha de caducidad. “La solución de dos Estados no es una exigencia palestina”, afirma Husam Zumlot, el embajador palestino en Washington. “Es una oferta palestina”.
De acuerdo con diversos cálculos, los palestinos constituyen actualmente la mayoría entre el río y el mar. Una lucha de derechos civiles recordará inevitablemente la lucha contra la segregación. Y es probable que un solo Estado nunca tenga una mayoría judía, un argumento que los partidos de centroizquierda de Israel utilizan para impulsar la solución de dos Estados. Pero sus advertencias han logrado influir muy poco en la opinión pública.
Por otra parte, en Estados Unidos ya hay señales de cambio. En una encuesta realizada en 2014 por la Institución Brookings, 38 por ciento de los estadounidenses apoyó la idea de imponer sanciones a Israel debido a sus asentamientos ilegales. Dos años después, la cifra aumentó a 46 por ciento. Esas figuras muestran una sorprendente diferencia partidista. El apoyo demócrata para las sanciones aumentó una cuarta parte, de 48 por ciento a 60 por ciento, mientras que el apoyo republicano se mantuvo básicamente sin cambios. La mayoría de los demócratas piensan actualmente que Israel tiene demasiada influencia en la política estadounidense. Menos de 25 por ciento de los republicanos están de acuerdo, y la cifra se ha reducido en los últimos años.
Los rabinos estadounidenses liberales que visitan Jerusalén se sienten abiertamente preocupados de que sus fieles más jóvenes ya no sientan un vínculo con Israel en la forma en que lo percibían sus padres. La ruptura no ha hecho más que aumentar debido a las tendencias sociales y políticas en Israel, donde la población judía se ha vuelto más nacionalista y religiosa, un cambio que ha generado oposición entre los judíos en Estados Unidos, un bloque confiablemente liberal, pero también el mejor defensor de Israel ante Washington.
Israel no tiene ningún reemplazo para esta “alianza indestructible” con Estados Unidos. Aunque sus nuevos aliados en África y Asia son socios comerciales útiles, no pueden ofrecer un veto confiable en el Consejo de Seguridad, ni los miles de millones de dólares en ayuda militar que han auxiliado a Israel a mantener su ventaja militar en comparación con sus vecinos.
A pesar de su excelencia táctica, Israel siempre ha tenido dificultades para pensar estratégicamente. Por ejemplo, ayudó a sustentar a Hamas a finales de la década de 1980, debido a que consideraba que el grupo islamista era un contrapeso útil para sus enemigos seculares. Al hacerlo, contribuyó a crear un enemigo intransigente. A Netanyahu le gusta alardear de que su gobierno “maneja el conflicto”. Aunque su largo tiempo en el cargo podría estar llegando a su fin conforme se desarrollan las investigaciones de corrupción en su contra, es probable que su sucesor asuma un enfoque similar, el cual sería igualmente corto de vista y, en el largo plazo, podría plantear un enorme riesgo para Israel.
POLICÍA EN EL MURO: Una mujer palestina camina junto a un
mural de Trump en la barrera que separa a Israel de la ciudad de Belén, en
Cisjordania. Los esfuerzos de Trump para negociar la paz en la región se han
topado con la dura realidad en el terreno. FOTO: HEIDI LEVINE
¿QUIÉN LE TEME AL BOICOT?
Una lluviosa mañana de 2016, cientos de israelíes atestaron una sala de conferencias de Jerusalén para asistir a una importante cumbre sobre el movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), una campaña mundial para castigar a Israel por la ocupación, que ya tenía más de medio siglo de duración. El gobierno de Netanyahu había dedicado los años anteriores a presentarla como una especie de amenaza existencial. En 2015, cuando Gilad Erdan aceptó el puesto de ministro a cargo de combatir la campaña del BDS, dijo a la prensa que lo hacía con “un sentimiento de terror sagrado”.
Uno a uno, los principales políticos israelíes subieron al escenario en Jerusalén para advertir sobre la grave amenaza que constituyen los boicots. El presidente habló. Lo mismo hizo el líder de la oposición y, al menos, cuatro miembros del gabinete (la oradora que pronunció el discurso inaugural fue Roseanne Barr). Pocas horas después fue el turno de Moshe Kahlon, y el ministro de Economía de centroderecha presentó una nota discordante. Explicó que su ministerio había creado una línea telefónica directa para ayudar a las empresas israelíes perjudicadas por el BDS. Sin embargo, no habían recibido muchas llamadas. “No creo que exista nada que pudiéramos considerar específicamente como un efecto perjudicial o como algún tipo de daño”, señaló.
Incluso si la estrategia de Israel termina siendo contraproducente, el día del juicio final parece aún muy lejano. Según un cálculo realizado en 2014, el BDS apenas logró reducir 30 millones de dólares del producto interno bruto de Israel, menos de la centésima parte del 1 por ciento, equivalente a 52 minutos de actividad económica. Las inversiones extranjeras en Israel han aumentado más de 300 por ciento desde que comenzó el movimiento BDS. Las exportaciones a la Unión Europea, su mayor socio comercial, han aumentado más de 30 por ciento. Israel puede ofrecer tecnología agrícola de vanguardia a Estados africanos y oportunidades de alta tecnología a Asia. A ninguno de ellos les importa mucho la ocupación o el movimiento BDS, al que consideran una curiosidad, una moda pasajera en los campus universitarios de Occidente.
Los palestinos tienen poco que ofrecer a sus aliados. Tras 50 años de ocupación, su economía, que depende en gran medida de la ayuda extranjera, no produce prácticamente nada de valor. Serían de muy poca ayuda contra el grupo Estado Islámico o en la Guerra Fría regional con Irán. Los encargados de la política en Occidente alguna vez promovieron la idea de que la resolución del conflicto entre Israel y Palestina llevaría la paz a Oriente Medio. Ya nadie cree esto ahora que toda la región está en llamas. Muy al contrario. Incluso los Estados árabes, desde Egipto hasta el Golfo, están ansiosos por establecer lazos más estrechos con Israel, al que consideran como un socio útil en la lucha contra el terrorismo y contra Irán. A los políticos israelíes les gusta criticar a Catar debido a que el emirato del Golfo aloja a los líderes de Hamas. Sin embargo, las decenas de millones de dólares en ayuda que Catar proporciona a Gaza han ayudado a evitar otra guerra y a mantener el statu quo. Los palestinos están solos en un grado sin precedentes.
“Ya no somos el problema principal”, señala Abu Saada, el analista político de Gaza. “No estamos en una buena posición. No tenemos buenas cartas para jugar contra Israel… y solo podemos esperar que la próxima generación genere algunas ideas nuevas”.
BAJO EL MISMO TECHO: Activistas israelíes se sientan en un
tejado en el asentamiento de Ofra, en Cisjordania. Un tribunal israelí
determinó que la casa había sido construida ilegalmente en tierra palestina.
Actualmente, muchos estadounidenses apoyan la imposición de sanciones contra
Israel debido a los asentamientos ilegales. FOTO: MENAHEM KAHANA/AFP/GETTY
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek