En México, la palabra “discapacidad” se ha vuelto un concepto tan amplio, tan plástico, tan maleable, que comienza a perder su filo. En un esfuerzo por reconocer a más personas con limitaciones funcionales, el Estado ha comenzado a incluir bajo esta categoría a millones de personas que no viven barreras estructurales ni discriminación sistemática, lo que —aunque parece incluyente— termina siendo perjudicial para quienes sí enfrentamos diariamente el peso de la exclusión.
De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020 del INEGI, 7.1 millones de personas en México tienen alguna discapacidad, lo que representa el 6.1% de la población total. Pero cuando se agregan personas con “limitaciones” o con “problemas para realizar actividades”, esa cifra asciende a más de 20 millones.
Esta sobreestimación, derivada de una lógica cuantitativa funcional, plantea un dilema ético y político: ¿quién tiene discapacidad en México? ¿Y quién define eso? La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU es clara: discapacidad no es la condición física o sensorial en sí, sino la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras que impiden su participación plena y efectiva en la sociedad en igualdad de condiciones. Bajo este enfoque, no basta con tener una limitación; se requiere vivir una experiencia de exclusión sistemática, social, cultural, estructural. Ahí es donde falla la estadística mexicana.
Inflar los números: el riesgo de perder el enfoque
La consecuencia directa de este enfoque funcional y cuantitativo, que en algunos sentidos resulta buenista, es una difuminación del sujeto de derechos. Si el Estado considera como persona con discapacidad a quien tiene presbicia leve, un problema auditivo corregible, o una limitación motriz temporal, entonces ¿dónde quedan quienes enfrentan verdaderas barreras para acceder a la educación, al empleo, a la justicia o al transporte?
El resultado es una política pública confusa, superficial y desorientada. En lugar de priorizar la eliminación de barreras y la garantía de derechos, se promueven padrones inflados que dan la impresión de “atención masiva” pero que en realidad no responden a la realidad de quienes más lo necesitan. Lo que parece inclusivo, termina siendo una forma de invisibilización encubierta.
La política pública: apuntando sin foco
La Pensión para el Bienestar de las Personas con Discapacidad Permanente, por ejemplo, es uno de los programas sociales más destacados en esta administración. Sin embargo, al carecer de criterios estrictos basados en el modelo social, se ha convertido en un beneficio distribuido de forma más cuantitativa que estratégica. Esto, lejos de ayudar a generar procesos de autonomía, puede reforzar lógicas asistencialistas que asocian discapacidad con pobreza y dependencia. Y lo más grave: la política pública queda atrapada en una lógica de subsidio, no de transformación estructural. Sin datos precisos, sin perfiles sociodemográficos claros, sin comprender las múltiples formas de exclusión, el Estado opera con una venda en los ojos.
La percepción social: cuando todos somos, nadie es
Esta desfiguración conceptual también permea en el imaginario colectivo. Si los medios, los gobiernos e incluso algunas organizaciones promueven la idea de que “todos somos discapacitados” o que basta con “sentirse limitado” para ser parte del colectivo, se pierde el horizonte político y social de la discapacidad. La lucha por los derechos de las personas con discapacidad ha sido una lucha contra la marginación, la segregación, la institucionalización y la negación de agencia. Diluir esta experiencia en un mar de diagnósticos funcionales generalizados, no solo es injusto, sino peligrosamente desmovilizador.
La discapacidad no se mide, se vive (y se transforma)
México necesita una revisión profunda del enfoque desde el cual se recolectan datos, se diseñan políticas públicas y se construye la narrativa en torno a la discapacidad. No basta con contar cuerpos; hay que entender contextos. No basta con detectar limitaciones; hay que reconocer barreras. No basta con incluir más personas; hay que empoderarlas para ejercer plenamente sus derechos. Mientras sigamos inflando números sin criterio, confundiendo condiciones clínicas con exclusiones sociales, y diseñando políticas desde el escritorio y no desde la calle, seguiremos siendo un país que habla de discapacidad… sin saber de qué está hablando.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.