Los Ángeles no es una ciudad ajena a las manifestaciones masivas ni a las crisis provocadas por el choque entre poder y resistencia. Desde los disturbios de Watts en 1965 hasta el levantamiento tras la golpiza a Rodney King en 1992, Los Ángeles ha sido escenario de conflictos que desnudan las fracturas más profundas del sistema estadounidense.
Sin embargo, lo que se vive hoy va más allá de una tensión social: es una confrontación abierta entre dos visiones de país, encarnadas en dos figuras políticas antagónicas. De un lado, Donald Trump, presidente de Estados Unidos, decidido a reinstaurar una política migratoria agresiva por decreto. Del otro, Gavin Newsom, gobernador de California, que ha convertido su defensa del “estado santuario” en un acto de desobediencia institucional con aspiraciones nacionales.
Un gesto sin precedentes
El choque alcanzó un nuevo clímax cuando Newsom, en un gesto inédito, desafió públicamente a Tom Homan, exdirector del ICE y actual asesor migratorio de Trump, a que lo arrestara si se atrevía a ejecutar redadas en California sin coordinación con el gobierno estatal.
“Si quieren venir, aquí estoy”, lanzó Newsom ante medios y cámaras, posicionándose no solo como defensor de los inmigrantes, sino como el único líder demócrata con el arrojo suficiente para confrontar directamente al aparato federal trumpista.
¿La nueva guerra civil?
En una Unión marcada por el principio de autonomía estatal, el gesto de Newsom resonó como un eco contemporáneo de los gobernadores que en los años 50 y 60 resistieron —desde la otra trinchera ideológica— la intervención federal en los procesos de desegregación racial.
Pero esta vez, el conflicto es inverso: es un progresista quien denuncia el autoritarismo central. La pregunta ya no es sobre cómo un estado impide avances federales, sino sobre cómo un gobernador puede contener el avance de un presidente que busca imponer un orden centralizado.
California como plataforma nacional
Gavin Newsom no es un gobernador cualquiera. Es el líder de la quinta economía más grande del mundo; un estado que, si fuera nación, estaría por encima del Reino Unido y la India en producto interno bruto. Su oficina no es solo un despacho estatal: es una plataforma geopolítica, tecnológica, ambiental y cultural.
Desde allí, Newsom ha construido una narrativa que lo proyecta mucho más allá de Sacramento: regulación progresista, expansión de derechos, inversión en energías limpias, y defensa del modelo californiano frente a las embestidas conservadoras de Washington.
Su nombre aparece cada vez más en las conversaciones sobre el futuro del Partido Demócrata, como posible carta fuerte para una eventual candidatura presidencial. Y lo que está ocurriendo hoy —en este cruce de caminos entre política migratoria, derechos estatales y desafío directo a Trump— puede ser su momento fundacional.
Una disputa que trasciende lo migratorio
En ese contexto, lo que vive California no es solo una crisis migratoria. Es una disputa por el alma del país, donde la pregunta central ya no es únicamente qué hacer con la inmigración, sino qué tipo de república federal quiere seguir siendo Estados Unidos.
¿Puede un estado resistir al presidente?
¿Puede un gobernador ser arrestado por defender su constitución local?
¿Dónde termina la autoridad ejecutiva federal y dónde empieza la soberanía estatal?
Y México, ¿cómo observa esto?
Para México —y particularmente para Baja California— también hay una pregunta clave: ¿qué significa una California desafiante? ¿Qué implica que la frontera norte ya no sea solo una línea de tránsito, sino una línea de resistencia?
La respuesta aún está por escribirse. Pero lo cierto es que lo que ocurre en Los Ángeles ya no es solo un conflicto entre órdenes de gobierno. Es un espejo —tanto para Estados Unidos como para sus vecinos— de las tensiones profundas que definen el poder, la ley y la legitimidad en el siglo XXI. N