Últimamente me pasa algo extraño.
Cuando estoy frente a alguien que habla despacio, que escucha de verdad, que no compite para llenar los silencios, siento una incomodidad absurda.
Como si algo dentro de mí —acostumbrada al vértigo, al zumbido constante de pantallas, notificaciones, llamadas, listas infinitas— no supiera qué hacer frente a la calma.
Es un fenómeno curioso.
Vivimos tan hipervinculadas que, paradójicamente, cada vez nos sentimos más solas.
Saltamos de conversación en conversación como quien cambia de canal sin detenerse nunca en una historia.
Y cuando alguien se queda —cuando alguien realmente se queda— parece que no sabemos cómo recibirlo.
Nos incomoda su ternura, su paciencia, su mirada que no huye.
Nos incomoda porque no estamos acostumbradas a la lentitud del afecto verdadero.
Nos enseñaron a correr.
A responder rápido.
A llenar el vacío con palabras, con imágenes, con cualquier cosa menos con presencia.
Nos habituamos a vivir en un hipertiroidismo emocional, en una hiperconectividad que no conecta, que solo aturde.
Estamos tan aceleradas, tan saturadas, que los vínculos que ofrecen calma nos parecen extraños.
¿Será que, en el fondo, la quietud nos da miedo porque nos acostumbraron a sobrevivir entre la ansiedad y el impulso?
Pensaba en esto el otro día, mientras escuchaba a Mercedes Sosa.
Su voz, honda y sin prisa, parecía abrir una grieta en la velocidad del mundo.
No cantaba para entretener: cantaba para sembrar.
Y esa es, tal vez, la diferencia.
Hoy sembrar vínculos, sembrar comunidad, sembrar escucha, parece casi un acto de rebeldía.
Quizá por eso me gusta imaginar la conexión humana como si fuéramos un tejido.
Un tejido antiguo, de esos que se hacen con paciencia, con nudos firmes y manos conscientes.
Un tejido donde cada hebra necesita a la otra para no deshilacharse.
Donde si un hilo se rompe, todo lo demás, inevitablemente, resiente el vacío.
Somos hilos.
Frágiles.
Fuertes.
Interdependientes.
Y en un tiempo que nos empuja a aislarnos, a erigir muros invisibles de velocidad y ruido, resistir juntas —abrazadas al ritmo lento del cariño verdadero— es el acto más radical de todos.
No necesitamos más velocidad.
No necesitamos más estímulos.
Necesitamos más raíces.
Más abrazos que duren lo que tengan que durar.
Más conversaciones que no busquen likes ni aprobaciones.
Más espacios donde una pueda simplemente ser, sin demostrar, sin competir, sin explicar.
Quizá conectar de verdad no se trate de encontrar a la persona “ideal”, sino de aprender a habitar el tiempo del otro o de la otra, como se habita un lugar sagrado:
con respeto, con paciencia, con una entrega callada.
De quedarnos incluso cuando la calma incomode.
De no salir corriendo cuando el amor no grite, no brille, no pida aplausos.
Mercedes cantaba que “cambia, todo cambia”, pero a veces lo urgente no es cambiar.
Lo urgente es recordar.
Recordar que alguna vez fuimos tribu.
Que no todo tiene que ser instantáneo para ser real.
Que todavía podemos ser comunidad si aprendemos a resistir juntas la tentación del olvido.
No a través de la prisa.
No a través del ruido.
Sino volviendo —como quien regresa al centro de la tierra— a ese lugar íntimo y poderoso donde el silencio no significa ausencia,
sino hogar