La corrupción es un fenómeno complejo. Obedece a patologías profundas de la civilización.
No es fortuita su existencia y su dinámica cotidiana, si asumimos que poco, o casi nada funciona sin su presencia.
Es una práctica elemental para agilizarlo todo, para resolver lo que aún ahora se desenvuelve con siniestros caminos, burocracias obsoletas, y normas inoperantes.
Vivimos dentro de un Estado disfuncional donde no sólo los tres Poderes se encuentran en un estancamiento que frena el desarrollo del país, sino todos los actores están involucrados en una envoltura de la sospecha porque, incluso, la sociedad civil, también dista mucho de ser sacra y sana, tanto como congregación o comunidad, o como suma de intereses singulares.
Caso especial ameritaría tratar a los Órganos constitucionalmente autónomos, aunque también habría que señalar algunas prácticas, por ejemplo, que no han dejado de alimentar cotos de poder, como es el caso laboral de algunas Universidades públicas ahí donde las plazas circulan por caminos realmente extraños…
Por ello, y sin pretender hacer de esta mesa, una mesa de los lamentos, hay que revisar en qué punto nos encontramos en la división de Poderes para canalizar los equilibrios que requiere un gobierno civil, con los ideales que la teoría política clásica nos indica.
Hay que replantearnos, cómo estamos construyendo la democracia y las maneras de organización política y de gobierno en México, de manera particular de cara al gobierno de coalición que propone el artículo 89 constitucional como derecho potestativo del Presidente de la República.
En esta oportunidad de construir un gobierno así: plural, hay que propugnar por un gobierno abierto con la participación y el escrutinio real de la sociedad, donde el Estado de derecho, deba ser un sistema de información veraz, y para la verificación entre lo que se dice y los hechos.
Y es que no es suficiente sólo la figura de un fiscal anticorrupción: hay que fortalecernos con el apoyo tecnológico de esta era para avanzar hacia otra forma de gobernarnos, con una vocación por la rendición de cuentas, para velar por la certeza y más que por ella, por la verdad, por difícil que esta sea; hay que eficientar los procesos, los resultados y el seguimiento de los órganos de control interno de las instituciones para robustecer la vida democrática de México.
La incertidumbre, como la mentira, es sólo la antesala de la violencia, de la ilegitimidad y por supuesto, de la corrupción.
No puede haber justicia ahí donde no hay verdad.
Es indispensable una verdad ontológica, dinámica, eficiente y estratégica. Requerimos de precisión en los conceptos, en las palabras y en los actos como axiomas humanos, pues son ellos materia prima de la historia.
La transparencia, por ende, se vuelve hiper-necesaria, pues es ella ese acto de hacer aparecer y de ser palabra que devela. La democracia y la transparencia son sinónimas pues ambas significan formas de esclarecer los problemas, las diferencias o los disensos.
Exigimos que se respete lo que dicta la ley, ese es el espíritu del derecho público; el derecho privado dicta que se pueda hacer todo lo que no prohíba la ley.
Exigimos que las instituciones cumplan lo que dicta la ley, ni más ni menos.
Que se asuman responsabilidades constitucionales para conectar puntos clave entre nosotros.
Requerimos de reconocernos para reconciliarnos con lo pendiente y con nuestros contemporáneos.
La corrupción es un ethós, una costumbre, una forma de vivir y de asumir los problemas, es un arrojarse a la inmediatez y a la frívola utilidad sin contenido. Por ello, ¡sí!, importa capacitar, pero es mucho más apremiante educar para reprobar el ocultamiento, la distorsión, la omisión dolosa, el chantaje, la censura, la mentira y la simulación.
Basta de estar a expensas de las ocurrencias de unos cuantos improvisados, y sin visión.
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