Cuando José Soriano era niño, las colinas de Sarrión, en la árida y fría provincia española de Teruel, estaban en gran parte abandonadas, cubiertas de matorrales y piedras. Hoy albergan enormes plantaciones de encinas, bajo las que crecen cantidades providenciales de trufa negra.
“Aquí todo gira entorno a la trufa. Es más que un cultivo, es una forma de vida”, cuenta sonriente este truficultor de 38 años, propietario de 30 hectáreas de terreno en este pequeño pueblo del este de España, en la región de Aragón, a 45 kilómetros al sur de la ciudad de Teruel.
Hace unos años, este atlético padre de familia dejó su trabajo de agente forestal para dedicarse a tiempo completo a los árboles junto a cuyas raíces, bajo tierra, crecen las trufas, y que fueron plantados hace 20 años por su suegro en este pueblo de 1,200 habitantes. Fue una elección del corazón, pero también de la cabeza.
“Era complicado hacer las dos cosas al mismo tiempo”, explica este treintañero, acariciando a su perra Pista, una hembra de raza braco de cuatro años, adiestrada para rastrear estos codiciados hongos. Además, “al final, con la trufa se gana más”.
Delante de él, su perra se detiene de repente al pie de un árbol de hojas amarillentas. Con un cuchillo, José Soriano se acerca para ayudarle a desenterrar una trufa de cinco centímetros de diámetro. “A veces son más grandes y pueden alcanzar hasta medio kilo”, explica.
Siguiendo la estela de Sarrión, la producción de Tuber melanosporum (nombre científico de la trufa negra) se ha disparado en España en los últimos años, y el país es ahora el primer productor mundial de este hongo tan aromático y preciado en la alta cocina, que puede alcanzar precios de hasta 1,500 euros (1,600 dólares o 27,200 pesos aproximadamente) el kilo. Una bendición para los agricultores que se han lanzado a la aventura.
“AQUÍ LA TIERRA ES MUY POBRE, PERO A LA TRUFA NEGRA LE GUSTA ESTE TIPO DE SUELO”
“Aquí, la tierra es muy pobre, no crece gran cosa, pero paradójicamente, a la trufa le gusta ese tipo de suelo”, explica Daniel Brito, presidente de la Asociación de Recolectores y Cultivadores de Trufa de la Provincia de Teruel (Atruter).
Según los profesionales del sector, España produjo en 2022 unas 120 toneladas de trufas negras, cuatro veces más que en Italia (30 toneladas) y tres veces más que en Francia (40 toneladas), desplazada ahora como epicentro mundial del “diamante negro”.
El 80 por ciento de estas 120 toneladas vino de la zona de Sarrión, la mayor región trufícola del mundo, con 8,000 hectáreas de plantaciones. Las trufas de este pueblo, que organiza cada año una feria internacional dedicada a este hongo de lujo, “se exporta a todas partes”, insiste Daniel Brito.
Este éxito se debe no solo a la utilización de vastas parcelas de regadío, sino también a la “micorrización”, un proceso que consiste en injertar el micelio de la trufa en las raíces de los arbustos antes de plantarlos, creando una simbiosis entre ambos. “Eso permite que el hongo se extienda al suelo al cabo de los años, y si las condiciones son buenas, que tengamos una producción más importante”, explica Brito.
EL HONGO QUE LE DA VIDA A UN PUEBLO
Para los pueblos de la zona, confrontados como muchas zonas de la España interior a la despoblación y el éxodo a las ciudades, este éxito de la truficultura aparece como un milagro. “La trufa es una tabla de salvación para los que se quieren quedar aquí”, sentencia la alcaldesa de Sarrión, Estefanía Doñate.
Antes del auge de la trufa de la década de 2000, el pueblo perdía habitantes por falta de empleo y perspectivas para las generaciones más jóvenes. Ahora está volviendo a crecer, para alegría de la escuela del pueblo, que ha visto cómo el número de niños matriculados se disparaba.
“Aquí hay muy poco desempleo. Lo que nos falta más bien son pisos y casas para la gente que quiere vivir aquí. La trufa le da vida al pueblo y hasta tenemos turistas”, explica la alcaldesa de 32 años, en cuyo pueblo hay una guardería municipal y un centro médico.
Son motivos para afrontar el futuro con optimismo, aunque el éxito sea frágil. La truficultura “necesita mucho trabajo y muchas inversiones”, porque los árboles no empiezan a producir hasta al cabo de 10 años, y la trufa es “imprevisible”, como todos los hongos, recuerda Brito.
Una cautela alimentada por el cambio climático, que podría estropear las cosas. De momento, “logramos estabilizar la producción gracias al regadío”, pero la escasez de lluvia y el aumento de las temperaturas “es preocupante”, porque “a la trufa le gusta el frío”, algo que Teruel tenía en abundancia. N