La expresión en el rostro de Alejandro Gómez Sánchez apenas se alteró el par de ocasiones en las que simuló encarar al grupo de senadores ante quienes compareció el martes 22 de noviembre.
“De conformidad con la recomendación de la CNDH, presumiblemente elementos del Ejército habrían alterado la escena de los hechos, no así personal de la procuraduría mexiquense”, leyó sin apremios, exculpándose de lo sucedido. “El proceso en el lugar de los hechos que hizo la procuraduría estatal fue oportuno y sirvió para que la autoridad federal profundizara en las investigaciones”.
Gómez, actual procurador de justicia del Estado de México, acudió a la sede legislativa como paso obligado en su búsqueda para ocupar un cargo como ministro dentro del Supremo Tribunal de Justicia de la Nación. La pulcritud de su apariencia, acorde a la de un técnico en materia jurídica forjado en áreas de asesoría desde el gobierno de Vicente Fox, fue un contraste rotundo con la turbiedad que rodea la ejecución sumaria atribuida a militares con al menos quince de veintidós presuntos criminales, apertrechados en una bodega del municipio de Tlatlaya, la madrugada del 30 de junio de 2014.
A través de los meses, el procurador reiteró lo opuesto cuantas veces fue inquirido. El 17 de julio de aquel año, por ejemplo, sostuvo ante periodistas que las diligencias practicadas en la escena del crimen no permitían pensar siquiera en una ejecución o fusilamiento sino, por el contrario, arrojaba evidencia suficiente para concluir que los veintidós murieron en un fuego cruzado.
Gómez es una pieza activa estrechamente vinculada a la figura del presidente Enrique Peña Nieto. Fue subprocurador cuando este gobernó el Estado de México, y es primo del actual consejero jurídico de la presidencia, Humberto Castillejos Cervantes. La razón por la que aspira a convertirse en ministro de la Corte con tal antecedente obedece a que fue incluido en la terna enviada al Senado por el propio Peña Nieto.
Sobre la matanza en Tlatlaya, la CNDH concluyó en octubre de 2014 que aquella madrugada los militares operaron fuera de todo marco legal. Una vez sometidos, procedieron a ejecutar a los sobrevivientes, y tras ello alteraron la escena para simular el enfrentamiento que hasta hoy esgrime la Secretaría de la Defensa como causa de los fallecimientos.
Tlatlaya es un retrato del principio de justicia y manejo de la seguridad desplegado durante los primeros tres años del gobierno federal. Un caso que, de acuerdo con investigadores del fenómeno, reúne componentes que se encuentran en multitud de operaciones, conocidas o no, en las que se quebranta la ley, se violan derechos humanos y se concede impunidad a los autores materiales e intelectuales. Y en el que, además, se cierra el círculo con acuerdos y lealtades en las altas esferas del poder.
“El régimen muestra sencillamente una carencia de cara a la legalidad. Es decir, su propia estructura, que de alguna manera teje el Estado a nivel legal, se ve totalmente vulnerada. Por otra parte, el ámbito de su legitimidad como reconocimiento de autoridad está profundamente decaído, no sólo como imagen pública, sino en su capacidad de avance”, apunta sobre ello Guillermo Garduño, catedrático de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), experto en seguridad nacional y fuerzas armadas.
Lo que ocurre a partir de ello es un desgrane de rectitud institucional que toca la base misma de las fuerzas preventivas de cada municipio, el primero de los muros de contención del que dispone el Estado ante el crimen y la violencia. Consecuentemente, los delitos del fuero común se acrecentaron a partir de 2012, con una tendencia que se antoja irreversible.
SOLDADOS MEXICANOS patrullan la entrada a Tlatlaya. Sobre la matanza en esta comunidad, la CNDH concluyó que aquella madrugada los militares operaron fuera de todo marco legal.
LAS MANECILLAS DEL DELITO
A comienzos de año, el Observatorio Nacional Ciudadano se propuso cronometrar la frecuencia de denuncias formales registrada en el país. El ritmo con el que ello ocurre da cuenta de una autoridad avasallada. Como muestra, un mes, febrero: cada tres minutos se levantó una denuncia por robo con violencia, cada tres y medio por robo de vehículo, cada cinco por robo en casa, cada siete en un negocio y cada siete y medio a un transeúnte.
El hecho de que el grueso de la población exprese que vive en un país inseguro, no es cuestión de percepciones, sino de estadística pura.
En 2014 se denunciaron 600 000 delitos más que el año previo, un total de 33.7 millones, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública del Inegi. En la tercera parte de los hogares que hay en el país (11 millones, aproximadamente) al menos uno de sus miembros fue víctima de delito. Esa realidad ascendente se registra en doce de las 32 entidades, y tal incidencia tiene su costo en pesos para la ciudadanía: 226.7 mil millones tan sólo en 2014.
“Lo que hemos notado en estos tres años es la falta de una política de seguridad porque, para comenzar, no hay un diagnóstico claro de cuáles son los problemas que están atacando al país, de forma que las fuerzas federales han sido muy reactivas, muy de apoyo a la incapacidad sistemática de las policías estatales y municipales”, dice Arturo Alvarado, profesor investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México (Colmex).
El crimen y la violencia no nacieron con el gobierno actual. Es sólo que Peña Nieto modificó esquemas para el manejo de la seguridad, preservó las operaciones de militares y marinos, acrecentó escándalos por corrupción y violaciones a derechos fundamentales como la vida, ensanchó la banda de la impunidad y no articula, a mitad del sexenio, ninguna estructura con capacidad de contener el delito.
La herencia de conflictos de orden criminal y políticos terminan por tejer el nudo de la corrupción, dice Alvarado.
“Ese es otro tema que no quiere asumir el gobierno. No quiere asumir la corrupción política y, sin embargo, es más que notorio el involucramiento de la clase política en acciones criminales, o el dejar hacer o el vivir bajo amenaza, y no se hace nada. […] El balance por lo tanto es muy negro, con una serie sistemática de crisis hasta humanitarias, como el caso de Ayotzinapa o con el caso de los niños migrantes. Son muchos los problemas que no están siendo suficientemente atendidos”.
El sistema de corrupción y sometimiento encuentra referencia en cualquier entidad del país. Pero en una de ellas, el terror impuesto por el crimen es un gran negocio.
SOLDADOS DEL EJÉRCITO
mexicano y personal
forense trabajan en la
escena de un crimen,
presuntamente cometido
por algún cártel de la
droga, en Nuevo Laredo,
Tamaulipas, el pasado 7 de
noviembre. FOTO: RAÚL LLAMAS / AFP
LA VIOLENCIA PERPETUA
La madrugada del 1 de agosto de 2003, Nuevo Laredo fue sacudida por el estruendo de proyectiles lanzados con bazucas y metrallas que se produjeron durante hora y media. La ciudad llevaba meses de violencia inusitada, atribuida a una supuesta guerra entre cárteles rivales, en este caso el de Sinaloa y el del Golfo. El saldo del enfrentamiento aquella madrugada fue de tres muertos y vehículos destruidos por las llamas.
Oficialmente se dijo que elementos de la entonces Agencia Federal de Investigaciones (AFI) se habían encontrado de frente con una célula del cártel local. El tiempo revelaría que en realidad fueron dos grupos de agentes federales los que entraron en batalla. El fondo de todo era el gran botín que representaba el puerto fronterizo, que hasta entonces controlaron las policías del municipio y el estado.
Desde entonces, no sólo Nuevo Laredo, sino Tamaulipas entero, prevalece como la entidad con mayor consistencia criminal, un sistema oscuro y sangriento perpetuado por tres presidentes de la república.
En el organigrama criminal, dice Raymundo Ramos, presidente del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, la administración de Vicente Fox provocó un cambio que terminó por colocar de frente a criminales con ciudadanos. Con Felipe Calderón lo que dejó “la guerra” contra el narco fue una consolidación de células criminales a partir del involucramiento pleno de las fuerzas federales en el negocio ilegal, y con Peña Nieto, lejos de desmontarse el pasado, se perfecciona.
“Es una continuación del sexenio de violencia e inseguridad, pero con menos escenarios de enfrentamiento entre grupos criminales, que han sido sustituidos por autoridades federales (Ejército, Marina, Policía Federal), cometiendo desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y violaciones sexuales. Esta parte superior de la pirámide [criminal], tanto de responsabilidad gubernamental como de incidencia delictiva, podría desbordarse si no se atiende Tamaulipas como al resto del país”, advierte.
Tamaulipas concentra todos los males que lo mantienen a la cabeza del secuestro, la extorsión, el homicidio y las desapariciones. La capacidad punitiva del gobierno equivale a cero, la sociedad optó por refugiarse en su miedo, los medios aplican a rajatabla la autocensura, los grupos empresariales abandonaron la crítica, la Iglesia evade el tema, las organizaciones de la sociedad civil desaparecieron y la corrupción anida en los círculos del poder público y las instancias políticas.
En esos mares, Ramos es un auténtico sobreviviente. No sólo se erige como el único activo que documenta las atrocidades de las fuerzas enviadas por el gobierno de Peña Nieto, sino que analiza las razones de la continuidad.
“Tamaulipas tiene aproximadamente dos mil policías estatales civiles para cubrir 43 municipios bajo la figura de Mando Único. Felipe Calderón ordenó el desmantelamiento de todas las policías municipales de Tamaulipas y el gobernador del estado ha sido incapaz de aumentar el número de efectivos por los bajos salarios y las malas prestaciones que ofrecen en cada convocatoria. El gobierno de Tamaulipas le paga a 13 000 efectivos de las fuerzas armadas para realizar tareas de seguridad pública. Es un buen negocio, por eso los altos mandos del Ejército y la Marina no desean regresar a sus cuarteles. Son miles y miles de millones de pesos en juego en salarios, prestaciones, alojamiento, armamento, seguros, becas, mantenimiento y adquisición de vehículos”, explica.
Lo que pasa ahí es algo previsto desde hace quince años por Arturo Alvarado, el investigador del Colmex.
“La militarización es creciente cuando las instituciones militares dominan la organización de la violencia estatal como la retórica vigente de la guerra contra las drogas ilegales y el crimen organizado”, escribió Alvarado en 2010 en un libro en el que conjuntó ensayos de académicos llamado Seguridad nacional y seguridad interior.
“Esta definición implica prácticas policiales y militares distintas cuando no existen presuntos o probables delincuentes, sino enemigos del régimen.
“Hace una década pronosticamos que durante la transición política era probable que la violencia aumentara, entre otras cosas porque la policía y el Ejército aumentaban su autonomía y renovaban sus vínculos con el mundo criminal”, dijo en referencia a la alternancia de gobierno en 2000. “Actualmente vivimos un proceso de creciente violencia criminal, acompañado de una disputa por el control de las policías”.
Igual que pasa con Tamaulipas, el gobierno de Peña Nieto ha preferido reducir el problema nacional a un conflicto entre organizaciones criminales, soslayando deliberadamente la complejidad del fenómeno, dice Alvarado.
“No hay una respuesta clara en el sentido de crear un programa que empiece a tratar de comprender el problema y reducirlo […] El Ejército sigue muy metido en muchos de los conflictos y comienza a tener muchas tensiones, no sólo por la violación a los derechos humanos, sino ya por tensiones políticas. Porque, ¿cuál efectividad puede tener una política en la que si tú detienes al delincuente y la otra parte del sistema, la de procuración de justicia y de prisiones, lo libera? Hay partes del aparato político del gobierno que está completamente desmantelado o envuelto en corrupción”.
SIN MORAL EN LA BATALLA
EL DESTAPE DE LA CASA de descanso de EPN en Ixtapan de la Sal produjo fiebre luego del escándalo desatado los meses previos por la mansión de 7 millones de dólares que supuestamente adquirió con dinero de su bolsa Angélica Rivera al Grupo Higa. FOTO: AGENCIAS
En enero de este año, el diario estadounidense The Wall Street Journal reveló que una residencia de descanso adquirida por Enrique Peña Nieto en Ixtapan de la Sal le fue vendida por el empresario Roberto Sandoval Widerkehr, con quien no sólo mantiene una relación personal, sino que ha celebrado una contratación de obra pública por 100 millones de dólares. La información produjo fiebre luego del escándalo desatado los meses previos por la mansión de 7 millones de dólares que supuestamente adquirió con dinero de su bolsa Angélica Rivera al Grupo Higa, igual que hizo Luis Videgaray, el secretario de Hacienda, con otra propiedad del grupo en Malinalco.
En agosto, sin embargo, la Secretaría de la Función Pública exculpó al mandatario y a su secretario de cualquier conflicto de interés.
Aunque ello no guarde relación directa con el tema de la seguridad, lo que emitió fue un mensaje de impunidad.
“La primera condición que se debe tener es de fuerza moral”, observa Guillermo Garduño, el catedrático de la UAM, cuando aborda el tema de la imagen presidencial en el contexto de la degradación policial. “Este es el punto de mayor atención que debemos darnos, no hay otra condición. Las fuerzas morales representan no solamente la capacidad de ideas, sino de atención que tendrán los subordinados hacia los ordenamientos que de alguna manera les marcan en la lucha. Y esta no existe”.
En 2011, en plena cruzada por lograr una legislación que permitiera la consolidación de un mando único de policía, Genaro García Luna, entonces secretario de Seguridad Pública, ofreció datos a diputados para exponerles el colapso de las policías municipales, merced de la ausencia de moral. Se refirió a un “déficit” salarial de 1200 millones de pesos mensuales entre los 167 000 agentes contabilizados entonces por el gobierno. Esa cantidad, dijo, o era subvencionada por organizaciones criminales o se compensaba con sobornos.
Nadie cuestionó el fondo de lo expuesto. El envilecimiento de las policías es la causa que sustenta la presencia de fuerzas federales a cargo de la seguridad pública en muchas zonas del país, y en nombre ello se mantiene a pesar de los casos de franca arbitrariedad.
El desprestigio que ello prodiga a las fuerzas policiales es imposible resolverse con las maneras que tiene Peña Nieto. “Si la función de contrarrestar la corrupción recae en manos del compadre del presidente y este termina exculpándolo, convirtiéndose en juez y parte, simplemente se dinamita la institución en el mismo punto de entrada. Así es imposible hacer nada”.
La corrupción de los cuerpos de policía siempre provino de las altas esferas del gobierno, coincide en ello José Luis Cisneros, maestro investigador de la UAM, especializado en temas de violencia.
“Tenemos políticos que no tienen códigos de honor y que, además, no son hombres ilustrados ni sujetos con visión de Estado […] La ganancia de lo ilegal ha sido fomentada en buena medida por las propias autoridades. Muchos funcionarios se coludieron y se volvieron delincuentes. En este sentido, Peña Nieto está muy lejos de lograr una serie de acuerdos que conduzcan al control. Porque, digan lo que digan, antes había acuerdos en los que la división social del crimen, para decirlo bárbaramente, estaba controlada y perfectamente distribuida”.
LOS TRES SELLOS DEL DESCONTROL
La mañana del 1 de mayo, un proyectil lanzado desde tierra alcanzó a un helicóptero de la Fuerza Aérea en Autlán, Jalisco. El saldo que dejó el derrumbe fue de siete militares muertos. El atentado, primero en su tipo, fue perpetrado por miembros del Cártel Jalisco Nueva Generación, dijeron autoridades. Ese día, en una acción coordinada, se vivieron manifestaciones violentas en distintos puntos del estado, 39 de ellas en la capital Guadalajara.
RESTOS del helicóptero
militar Cougar matrícula
1009 derribado por un
arma de alto calibre
durante la jornada de
violencia que se vivió en
Jalisco en mayo pasado. FOTO: CUARTOSCURO
La capacidad de fuerza que demostró ese grupo criminal constituye una muestra sustancial para comprender el desastre con que opera el gobierno federal en su combate a la delincuencia organizada, de acuerdo con Guillermo Garduño. Los otros dos puntos de referencia que enumera son la fuga de Joaquín Guzmán, el Chapo, y la desaparición de estudiantes de la rural de Ayotzinapa.
La fuga del capo, dice el investigador, “muestra la influencia que tenía como actor político. Un actor, básicamente, coordinando a los diferentes grupos delictivos”, además de la redefinición de las redes del narcotráfico.
Con Ayotzinapa, a un año de ocurrido el hecho, lo que demuestra el régimen es un extravío en el que, lejos de producir certidumbre judicial, convirtió el caso en algo irresoluble.
“Hay una gran cadena de errores”, explica Garduño las causas. “Los errores comienzan en el momento en el que se eliminan los trazos de inteligencia del viejo orden […] Ahora, el riesgo mayor que veo es el de la desintegración del país, porque no hay tampoco una unidad de mando, ni de propósito, ni capacidad de dirección. Este hueco que se está formando en el país está dando acceso cada día a la desintegración”.
La ausencia de control en el manejo de la seguridad es ciertamente grave, coincide Alvarado, el investigador del Colmex. E insiste en la falta de un diagnóstico claro para entonces fincar una estrategia adecuada en pos de la recuperación.
“Ni siquiera sabemos si son los cárteles de la droga [los que generan violencia]”, dice. “Son otro tipo de organizaciones criminales, y ese involucramiento de organizaciones criminales con policías. Se trata de otro tipo de milicias, rebeliones políticas que están detrás de buena parte de los problemas de inseguridad.
“Entonces se habla de que hay una política de combate al narcotráfico, lo cual es falso. Se habla de una política de combate al crimen organizado, que también es relativamente falso, porque son operativos de reacción. Entonces pregunto: ¿cuál es la política con la que se detendrá esto a largo plazo, para desintegrar el fenómeno? No estamos hablando sólo de narcotráfico, sino de una serie de organizaciones criminales que se han ido formando en la última década, o más, en la cual las actividades delictivas han cambiado, se han articulado y ofrecen una serie de frentes y potencial y control de información con la cual adquieren la manera de neutralizar las políticas gubernamentales como no habíamos visto antes y a las cuales el gobierno no les quiere ni siquiera ver”.
Con ello en mente, Alvarado tiene un pronóstico sombrío para el resto del sexenio.
“Van a actuar como bomberos, apagando los fuegos que vienen, en un orden más o menos desarrollado. No se resolvieron hasta hoy los problemas estructurales de corrupción y de conflicto de interés en el gobierno. Eso simplemente no lo vamos a ver”.