Unas vías del tren, tres curvas pronunciadas y cuatro topes después de la zona de changarros, en un barrio del sur de la Ciudad de México, se llega a la casa de Xavier Velasco. El acceso es cordial y sencillo; de la bienvenida se encargan Boris y Casandra, sus perros, dos gigantes de los pirineos blancos. En una sala muy desordenada nos espera Enedino Godínez, el muñeco de ventrílocuo que dice en las presentaciones —a veces sin guion— todo lo que Xavier no puede decir, y en las paredes, afiches de cine, de música y de tenis anuncian las pasiones que el escritor descubre a los lectores en sus libros y en entrevistas donde él mismo es un personaje.
Xavier nos saluda sonriente, despeinado como es su costumbre y con la mirada somnolienta de quien volvió a la cama por un sueñito extra después de madrugar. Cuando abraza a sus perros aún hay algo en él de ese candor, que él asegura que se pierde cuando uno pasa “la edad de la punzada”, esa adolescencia narrada en un libro que no sólo es el recuento de sus aventuras de su paso por la secundaria, sino casi un homenaje a su madre. Los ojos se le inundan cuando cuenta el trance bajo el cual escribió esa obra.
Para Xavier Velasco escribir es una mezcla de entusiasmo y fe, y para empezar “hay que partir de lo que te da curiosidad”. De su entusiasmo dan fe la presencia de juegos, gadgets, juguetes y el control de un dron que es su más reciente obsesión y que ha chocado y reparado varias veces. “Es un hobbie masoquista, pero me está gustando porque soy novelista, soy control freak, entonces los drones pues son lo mío.”
—¿Cuál sería la curiosidad que te ha atrapado más recientemente para escribir?
—A mí me dan curiosidad infinidad de cosas, pero últimamente es saber exactamente en qué fecha estuvo Sean Penn en México en el año de 1984, para grabar una película que se llamó Falcon and The Snowman, que aquí le pusieron El Vuelo del halcón.
La mención del año se relaciona obviamente con el nuevo proyecto en el que está inmerso: una novela sobre la década de 1980 que saldrá en los próximos meses bajo el sello de editorial Planeta. “Increíblemente riguroso con el proyecto”, como recomienda ser a los escritores noveles, Xavier investiga ese 1984 al que la historia se está ajustando.
“Lo que sé es que Sean Penn vino a México y dejó una semana plantados a los de la producción, según palabras del director John Schlesinger, porque se estuvo inyectando heroína toda la semana. Estuvo en un viaje junkie, y dice Schlesinger que lo que dijo cuando volvió fue: ‘¡Qué viajesazo!’”.
—Y no sabemos si se refería a México o a las drogas…
—¡Exactamente! —se ríe, y regresa el candor— Schlesinger no lo especifica…
Para cualquiera que lo haya leído, no es novedad que música, cine y palabras confluyen con ritmo en las novelas de Xavier Velasco; le pregunto si ese es también el caso y cuáles serían los elementos de esta novela en proceso.
“Lo que pasa es que hago trampa, no es que lo haya sentido así, espontáneamente, sino que cuando estoy escribiendo una historia normalmente me estoy llenando de información en torno a esa historia. Escribo con la música del momento o con la música que me evoca precisamente esa situación y voy a YouTube y veo cine, comerciales, televisión o voy a la hemeroteca. La idea es conjuntar una experiencia sensorial que es el estímulo para poder escribir. Ahora que estoy escribiendo de los años ochenta, pongo dos listas: por un lado las cosas que me gustaba escuchar y, del otro, lo que estaba de moda, el Top 100 del Billboard y mezclo eso y meto algunas cosas en español, no importa si las odiaba o me gustaban, cabe igual Diego Verdaguer que Wim Mertens si toca en ese año.
—¿Escribes a partir de la nostalgia?
—No; la nostalgia es algo que se vive desde el presente, lleva su dosis de añoranza. Saudade, que le dicen los portugueses. Yo siempre quise viajar a través del tiempo; una de mis obsesiones de la infancia era la máquina del tiempo y decía que cuando fuera grande iba a inventarla. Lo más que he podido inventar son novelas que trato de que te lleven a un momento. Me convenzo a mí mismo de irme a vivir a esa época porque hay que escribir desde ahí.
Y en este momento Velasco vive en los primeros años de la década de 1980 en la que estuvo por primera vez cuando tenía dieciocho años. La diferencia es que ahora “escucho con oídos nuevos, me estoy tomando una nueva libertad que no me tomé entonces. Aunque hables inglés, hay cientos de canciones a las que no pones atención: It’s Raining Men!… Hallelujah!…—entona el autor— y lo demás no te importa. Eso ocasiona que después la gente ande tarareando quién sabe qué cosas terribles.”
La libertad —que más parece una sentencia— es que en 2015 Velasco revisa rigurosamente las letras de las canciones de aquella década.
“Lo que necesito recuperar es el espíritu de la época, por ejemplo, ahora escucho a Jean Michel Jarre, en su momento nunca lo escuché, no me interesaba, y ahora lo necesito porque era la noción del futuro que la mayoría de la gente tenía en 1982, 1983. Entonces lo que quiero es ir detrás de ese fantasma, el zeitgeist —el imaginario colectivo—, eso es lo que tienes que buscar capturar. Cuando vives una época desdeñas lo cotidiano, y ¿qué es lo cotidiano en los ochenta? Pues Dulce, Diego Verdaguer, José José… Ahora para recuperar la época necesito también eso, y hay cosas que las escucho y digo: ‘¡Qué feo!’, pero ese es el chiste, porque necesito sentirlo, necesito rebelarme contra esa realidad y tiene que agredirme; por lo tanto, busco todo lo bueno y lo malo, lo malo especialmente, porque es lo que me inconforma con la época, lo que me hace verla más desde afuera y más extraña y más fuera de lugar.
“Pero lo cierto es que hago trampa, lo estoy viendo como en un 3D del tiempo, una cuarta dimensión: está la situación en 1982 y verla desde 2015 es trampa porque sabes todo lo que pasó, qué fue trascendente y qué no lo fue. En 1984 Sean Penn no es nadie. Había salido en dos o tres películas, pero no se había hecho novio de Madonna, ergo, no es nadie, pero es cuando viene a México y se pira con heroína, y es el momento que a mí como novelista me interesa, aparte porque no lo conocía y todo lo que no conoces es nuevo. Yo no voy al pasado en busca de lo que ya conozco, qué flojera, voy en busca de lo que es nuevo para mí, de ese pasado que a lo mejor no me percaté: música, películas, cosas que pasé por alto, por ejemplo, Los Cazafantasmas la pasé completamente por alto, pero para contar mi historia no puedo pagarme esa excentricidad. Tengo que ver qué onda con Los Cazafantasmas(risas).”
Velasco necesita disciplina para escribir con su pluma fuente en el cuaderno nuevo que compra en Lumen para cada proyecto, hace un calendario de productividad que puede ser interrumpido o apresurado si lo invitan a jugar Playstation. Aunque su gusto por el juego es indisimulable y me hace dudar, le pregunto cómo es volver a una década en la que fue veinteañero para observarla con una mirada de adulto.
“Es trampa por todos lados, tienes algo que no tenías que es una conciencia y la mayor trampa es la de las telenovelas, que sabes cuál va a ser el final desde el momento que lo empiezas a proyectar, ya sabes quiénes son los malos, pero haces trampa para clonar la época y echar a andar posibilidades, cosas que no fueron, pero que quieres que todavía sean.”
La transformación de México y la sociedad en un par de décadas es más profunda de lo que pensamos, la interconexión, paranoia y la hipervigilancia en la que hoy vivimos hace mucho más difícil el engaño y menores las libertades. Los ochenta, en cambio, lo permiten, no hay celulares, ni internet cuando el personaje se quiere hacer pasar por David Bowie, “entonces las posibilidades de la estafa son mucho más amplias”.
Aunque en esta novela el autor presenta “un maracatú” de personajes, dos de los protagonistas son veinteañeros “y son un poquito delincuentes, son muy tramposos”. De alguna manera, se inspiran en él mismo y en sus amigos, en gente que conoció o que le hubiera gustado conocer. A otros “fue necesario inventarlos”. Pero cuando cuenta la anécdota de cómo junto con sus amigos cambiaba el precio a las botellas de champaña para comprarlas a precio de vino barato, hace suponer que, como es su costumbre, la realidad seguramente se le colará entre las páginas.
Xavier sigue jugando el juego de niños que descubrió mientras estaba en la escuela que odiaba: mientras el profesor pensaba que estaba tomando apuntes, él inventaba historias para escaparse al pasado, al futuro o al espacio. Escribía como un vicio secreto y sigue escribiendo, pero ahora como un secreto a voces, que no se sabe bien a bien qué es lo que va a revelar y a dónde lo ha llevado esta vez su incansable curiosidad, que es, en opinión de quien escribe, lo que mantiene vigente en el novelista la risa fácil y el idealismo, aunque él diga que “ese candor” se pierde con los años.
—¿Cuándo fue la última vez que sentiste el candor del que hablas en La edad de la punzada?
—Cuando cumplí treinta años y decidí comprarme una moto para no aceptarlo. Pensé: me voy a mojar de ahora en adelante, y quien quiera andar conmigo se va a tener que mojar conmigo y arriesgar la vida, si no, pues no se va a poder. Eso me condenó a la soledad. Anduve cuatro años en motocicleta hasta que, por un calculo elemental de probabilidades, me dije: ‘Ya me toca darme un guamazo, ya es mi turno’. Entonces la vendí porque en la carretera en moto, al menos yo, no soy capaz de no jugarme la vida, sé que voy a meterle lo que dé y que me sale el diablo…”
Con la misma actitud, cambió la motocicleta por la novela y el diablo le salió. Y le salió bien.