Durante décadas postrevolucionarias el PRI, incluyendo sus denominaciones anteriores, fue la única opción política visible en el horizonte de la vida nacional. No hay manera de establecer con algún rasero objetivo si tal realidad fue del todo buena o mala; supongo que habrá zonas oscuras y grises más tenues, de manera que el juicio de la historia difícilmente será terminante y objetivo. El PRI dio importantes aportaciones a la vida democrática de México, a la vez que consintió graves usos y costumbres contrarias a ella.
En función de esa bipolaridad política e histórica, resulta explicable que hoy muchos mexicanos lo perciban como una rémora de la política mexicana, como un lastre del que resulta necesario librar al país. Se asume que es tiempo de darle la extremaunción, aun cuando sus signos vitales están manifiestos.
El PRI es un partido que ha sabido amoldarse a las realidades de su tiempo. Desde los años setenta, cuando aquel gran reformador de la vida republicana, Reyes Heroles, sabía que era indispensable liberar la presión del insoportable unipartidismo, hasta el 2018, cuando este instituto político sufre la que acaso podría ser su mayor derrota política, el partido y sus líderes han aprendido a encontrar acomodo en la convivencia democrática que hoy rige.
La derrota presidencial del año 2000 fue el primer revés que cimbró las estructuras mismas del otrora invencible partido político. Muchos agoreros vislumbraron su terminación definitiva y, sin embargo, la historia le daría la oportunidad de regresar al poder por vías democráticas.
Hoy sucede lo mismo: el PRI ha sido juzgado y condenado al ostracismo político, como si su desaparición implicase salir del oscurantismo democrático, el cual, por cierto, hace mucho quedó atrás, dando paso a una activa participación y posibilidades reales de acceso al poder para todas las fuerzas políticas.
La derrota de 2018 mucho se explica en función de la percepción popular sobre las ofensivas prácticas de corrupción que es necesario reconocer, las cuales nunca debieron permitirse y, en todo caso, debieron haber sido identificadas y castigadas con oportunidad y severidad. No sucedió así, o al menos el propio régimen priista no tuvo la capacidad para enviar el mensaje de intolerancia a la corrupción, lo que, a la postre, estaría brindándole una inmejorable bandera a la oposición para arrebatar el poder público.
Además de los mencionados, muchos y muy graves errores ha cometido el PRI-gobierno. Lejos de consolidarse en su numerosa y nutrida militancia, terminó por convertirse en un organismo de índole cupular, donde la discusión y las opiniones se centralizaron y excluyeron. La severa derrota del 2018 fue un claro mensaje que la militancia misma envío a quienes se sintieron dueños de la vida partidista interna.
Que el PRI vive difíciles e inusitados momentos de su vida institucional, no cabe duda. En el contexto de estas horas aciagas, se presenta la renuncia de importantes y valiosos cuadros como lo son la del doctor José Narro y Beatriz Pagés.
Nadie sensato y respetuoso del partido hubiera querido que el proceso para renovar la dirigencia se hubiera viciado de esta manera con la dimisión de esos importantes personajes cuya trayectoria partidista y honorabilidad personal merecen más que respeto.
Se trata de prestigiados profesionistas que mucho aportaron a la vida partidista cuya retirada no es algo que se reduzca a lo simplemente anecdótico. Es una pena que estas fisuras se presenten al interior de nuestro instituto político, cuando lo que se requiere no es la división, sino la suma.
El PRI habrá de asumir y superar tan sensibles bajas y demostrar que no es un cadáver, sino un enfermo determinado a recobrar la salud y el ímpetu; está llamado a convertirse en un bastión de la crítica responsable de las acciones del actual gobierno.
Lo será porque la vida democrática exige instituciones y partidos verdaderamente vigorosos como para incidir en el diseño y aplicación de las políticas públicas.
La vida democrática nacional exige la presencia activa de las diversas fuerzas sociales ordenadas en el régimen legal, ahí radica la importancia de la permanencia del PRI, como un instituto político activo, que mucho puede aportar aún.
Quienes celebran anticipadamente la muerte del PRI no están bien enterados del alto umbral de resiliencia que le distingue, y no saben tampoco de la importancia que tiene el sostener institutos políticos fuertes, capaces de confrontar la visión del país y de ofrecer otras vías para el desarrollo de México.
El PRI no ha muerto ni nada indica que morirá pronto, al contrario, está vivo y ya encontrará la manera de recomponer los desajustes y de sortear esta nueva crisis. Guste o no, el PRI es necesario para México, tanto como lo es un sistema activo de partidos.
El deseo de su desaparición es tan solo un anhelo antidemocrático propio de quien desearía eliminar los molestos estorbos para gobernar a placer. El PRI vivirá, lo determinará su militancia, que en algunos estados de oposición es “heroica” y tendrá que demostrarlo en la próxima etapa de elección interna, oportunidad que no debe desperdiciarse. El PRI se mueve. Al tiempo.