Vivimos una crisis de cultura política. Los políticos con poder tienen además un déficit de cultura de la legalidad. La cultura de la legalidad es un aspecto importante y estrechamente relacionado con la cultura política. La relación entre política y derecho es de interdependencia recíproca. Como lo dice Bobbio, “… el concepto principal que los estudios jurídicos y los políticos tienen en común es, en primer lugar, el concepto de poder”. El derecho es producto del poder político y sin éste no puede aplicarse; la legitimación del poder es una justificación jurídica. El derecho no puede existir sin un poder capaz de crearlo y de aplicarlo, un poder sólo es legítimo cuando encuentra fundamento en una norma o en un conjunto de normas jurídicas.
Max Weber propuso una fórmula: “poder legal racional”, que sintetiza ambos principios a la perfección: “el único poder legítimo y, en cuanto tal, generalmente obedecido, es aquél que se ejerce en conformidad con las leyes”. El poder político es el monopolio de la fuerza legítima y, en su forma predominante en la modernidad, la legitimidad es fundamentalmente jurídica. Legitimidad y la legalidad son cosas distintas, pero íntimamente vinculadas. La Legitimidad sirve para distinguir el poder de derecho del poder de hecho. Legalidad distingue entre el poder legal y el poder arbitrario. Así lo dice Bobbio: Un “príncipe puede ejercer el poder legalmente aunque carezca de legitimidad, mientras que otro puede ser legítimo y ejercitar el poder ilegalmente”.
Es preciso cuestionar la legitimidad, política o moral de una determinada norma jurídica. ¿Por qué debo obedecer y ajustar mi conducta a lo que ordena la norma? En esta dimensión la cultura política y la cultura de la legalidad pueden entrar en conflicto desde una cultura política democrática. La legalidad ha sido observada desde la perspectiva del gobernante, si éste ajusta o no su actuación a un conjunto de normas jurídicas. El gobierno que actúa conforme al derecho es valorado positivamente porque se supone un poder limitado y predecible; empero, la mera legalidad no es una garantía del buen gobierno, porque un poder puede actuar legalmente sin encontrarse jurídicamente limitado por normas que protegen bienes valiosos como los derechos fundamentales individuales, el poderoso puede crear y aplicar normas jurídicas sin respetar ningún tipo de limitación material. Todo poder político es necesariamente un Estado jurídico, pero no cualquier Estado jurídico es un Estado de derecho.
Todos los Estados son Estados jurídicos porque fundan su actuación en un conjunto de mandatos generales y abstractos que constituye un ordenamiento jurídico; pero sólo algunos Estados incorporan una serie de normas e instituciones específicas que nos permiten considerarlos como Estados de derecho. Nuestro Estado de derecho cuenta con una Constitución que limita al poder político mediante un conjunto de instituciones específicas con la finalidad de proteger un conjunto de derechos individuales fundamentales. En la concepción tradicional, el Estado, entendido como el monopolio de la fuerza legítima, se consideraba el punto de partida para entender las relaciones de poder. Primero venía la fuerza estatal y después los individuos que eran, ante todo, sujetos de obligaciones y, sólo por una concesión estatal, titulares de derechos. En cambio, en la concepción constitucionalista que corresponde al Estado de derecho las relaciones de poder se han invertido.
Primero están los individuos, sujetos autónomos e igualmente dignos, titulares de derechos fundamentales, después, para proteger estos derechos, se ubican las potestades estatales, concretamente, en un Estado de derecho la legitimidad del poder y de las normas jurídicas depende del respeto y garantía de los derechos fundamentales individuales. Otra vez Bobbio:
“… Sólo los Estados de Derecho fundan su legitimidad en el reconocimiento de la igual dignidad de todos los individuos y diseñan sus instituciones con la finalidad específica de garantizarla. Los Estados de derecho se rigen esencialmente por dos principios fundamentales: El principio de legalidad que consiste en la distinción y subordinación de las funciones ejecutiva y judicial a la función legislativa; y el principio de imparcialidad que se refiere a la separación e independencia del órgano judicial respecto a los órganos legislativo y ejecutivo”.
Ambos principios, uno referido a las funciones del poder político y otro a los órganos que las desempeñan, son fuente de certeza y seguridad jurídicas indispensables para proteger y garantizar los derechos de libertad, políticos y sociales de los individuos. Sólo así el poder político se encuentra efectivamente limitado y, por ende, políticamente legitimado. No encuentro dificultad para ejercer la política como vocación al servicio del Otro; las partichelas de la cultura política y de la legalidad intervienen en una sinfonía de vida compartida, pero hoy el ejercicio del poder público está cada día más afectado de diarrea de ocurrencias y estreñimiento de cultura, la ausencia de una “clave de sol” afecta las corcheas de Coherencia y Lucidez en la partitura política.