Si el Partido Republicano persiste en seguir a una figura polarizadora dispuesta a criminalizar inmigrantes y solicitantes de asilo, es posible que reciba una factura política en próximos comicios intermedios.
Las imágenes de niños gritando fueron bochornosas; los llantos, inolvidables.
En junio, mientras el público se impresionaba con la cobertura, las 24 horas del día, de la separación sistémica que hacía la administración de Trump de familias inmigrantes, el presidente se atrincheró. “Podrían ser asesinos y ladrones y muchísimo más”, dijo Trump sobre quienes cruzaban la frontera. “Queremos un país seguro, y este empieza por las fronteras, y así son las cosas”.
Conforme se acumularon las críticas, acusó a los demócratas de querer que los migrantes “infesten nuestro país”. E incluso después de firmar un decreto presidencial para acabar con las controvertidas separaciones, se mantuvo desafiante. En una conferencia de prensa en la Casa Blanca, el presidente estuvo con familiares de personas asesinadas por inmigrantes indocumentados, o, como los llamó, “los ciudadanos estadounidenses separados permanentemente de sus seres queridos”.
En medio del alboroto, según The New York Times, Trump buscó tranquilizar a sus asesores; mientras que dos terceras partes del público estadounidense desaprobaba el separar familias en la frontera, la mayoría de los republicanos apoyaba la práctica como una disuasión. “A mi gente le encanta”, les dijo.
¿Esto es una política inteligente? ¿El Partido Republicano debería seguir a una figura polarizadora dispuesta a criminalizar inmigrantes y solicitantes de asilo para apuntalar su propia popularidad? ¿O esta es una receta para la extinción política?
Al tomar una decisión, los líderes republicanos tal vez quieran recordar que ya vimos esta película, en realidad un anuncio granuloso en televisión en el que el exgobernador republicano Pete Wilson, de California, resucitó una campaña reelectoral aletargada en 1994 al retratar a los inmigrantes que cruzaban a toda prisa la frontera de Estados Unidos con México: “Siguen viniendo”, recitó una voz grave y premonitoria al fondo. Los votantes de California respondieron realistándose con Wilson y aprobando la Propuesta 187, una medida por votación destinada a negarles casi todos los servicios públicos, incluido el acceso a la educación, a los residentes indocumentados.
Para los republicanos, la victoria fue fugaz. Casi todo en la Propuesta 187 pronto fue considerada inconstitucional, obligando al estado a adoptar un enfoque más racional en su manejo de la integración de los inmigrantes en la vida civil y económica. Y las consecuencias políticas a largo plazo fueron devastadoras. En 1994, los republicanos sí ganaron cinco de los principales puestos a escala estatal y el control de la asamblea. Pero hoy día ningún republicano tiene un puesto en el ámbito estatal, los demócratas controlan Sacramento, y el Partido Republicano se encamina a convertirse de hecho en un tercer partido; solo 26 por ciento de los californianos se identifica como republicano, casi 20 puntos detrás de los demócratas y casi empatado con “ninguna preferencia partidista”.
Entonces, ¿California es una señal de advertencia o un caso único? Después de todo, Trump ganó la presidencia en 2016 con una plataforma antiinmigración. Mientras tanto, el Estado Dorado es el hogar de Hollywood, la alta tecnología y los híbridos; seguramente, su evolución política es tan especial como su carácter de espíritu libre.
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Pero aun cuando los californianos sí proclamamos nuestras diferencias —y muchos en otros estados se alegran cuando lo hacemos—, los paralelismos entre la California de ayer y el Estados Unidos de hoy son considerables. Por ejemplo, entre 1980 y 2000 las luchas por la inmigración, la discriminación positiva y la política apropiada sacudieron al estado mientras este experimentaba un rápido cambio demográfico de ser dos terceras partes blanco a ser mayoritariamente de gente de color. Todo el país se enfrenta ahora a este cambio, solo que en cámara más lenta. Y al igual que la política del estado se dividió a principios de la década de 1990, igual lo hizo su economía: casi la mitad de las pérdidas netas de empleos en el país en ese periodo la sufrió el Estado Dorado. Tras bambalinas y listo para atizar las flamas del descontento estaba la versión temprana de esa era de Fox News: Rush Limbaugh perfeccionó su ampuloso numerito de radio hablada en Sacramento a finales de la década de 1980, y una serie de presentadores locales de derecha tomaron la estafeta del acosamiento racial en la década siguiente.
Una política divisoria alimentada por la ansiedad demográfica, reforzada por la incertidumbre económica y avivada por quienes se beneficiaban con la polarización. ¿Suena familiar?
Varios factores cambiaron las cosas y sacaron a los republicanos del poder. El primero fue la demografía: la conmoción por el cambio disminuyó, los residentes se acostumbraron más a las realidades (y beneficios) de la diversidad, y un electorado de color creciente recordó exactamente cual partido los pintó como bandidos.
Un segundo factor fue la economía: el ascenso del sector de alta tecnología del estado cambió las inclinaciones políticas de los negocios. Apoyar a un político antiinmigrante para asegurar la desregulación o un recorte fiscal se volvió menos aceptable para los empresarios que querían aprovechar el talento de todo el mundo (Silicon Valley también se percató de que los casi 3 millones de residentes indocumentados en el estado eran una parte clave de la economía de servicios que apoyaba a los programadores, que estaban demasiado ocupados para atender a sus niños, cuidar de sus viejos y cultivar o incluso preparar su propia comida).
Una serie final de factores fue política. Por una parte, una serie de cambios en las normas debilitó a la clase política dirigente. La reordenación propiciada por los ciudadanos les quitó poder a los legisladores para trazar los límites de sus propios distritos, haciendo las contiendas más reñidas. Y los límites de periodo hicieron posible que los líderes saltaran de la protesta a la política: Kevin de León, exlíder del Senado estatal y artífice de la propuesta de ley de “estado santuario” en 2017, que limitaba la cooperación policial con las autoridades inmigratorias federales (llamada contundentemente Ley de Valores de California), se fogueó políticamente como un joven organizador que combatió la Propuesta 187.
Pero no fueron solo las normas nuevas. Los organizadores comunitarios, frustrados por una serie de medidas por votación que siguieron al asalto inmigrante de 1994 con ataques exitosos a la discriminación positiva (1996), la educación bilingüe (1998) y los delincuentes juveniles (2000), empezaron a atrincherarse para cambiar la política del estado. Se percataron de que su labor no era perseguir al electorado (en términos actuales, esto significaría buscar al elusivo votante de Trump con promesas de castigar inmigrantes, solo que no tan inhumanamente), sino cambiar al electorado.
Los activistas se enfocaron en los ciudadanos desencantados e indiferentes que podían hacer una diferencia progresista en contiendas indecisas clave. Estos votantes nuevos y ocasionales dieron un apoyo crucial a medidas por votación que aumentaron los impuestos a los ricos y redujeron la población carcelaria. También ofrecieron el tipo de cobertura política que les permitió a los funcionarios demócratas garantizar licencias de manejo a residentes indocumentados y extender la atención médica patrocinada por el Estado a niños indocumentados.
Es una hoja de ruta para la resistencia nacional: reducir la ansiedad racial, acercarse a las empresas, enfocarse en normas de compromiso (por ejemplo, combatir las leyes de identificación para votantes) y construir una base política que puede alinearse con pero también empujar al Partido Demócrata desde abajo. Y también es una advertencia para los republicanos: mantengan la inclinación antiinmigrante actual y el tsunami que derrocó a un partido estatal que otrora nos dio a Richard Nixon, Ronald Reagan y la fiebre de recortes fiscales podría con el tiempo dirigirse hacia ustedes.
Las señales de advertencia intermitentes en la mismísima California son claras. En 2016, el condado Orange, un bastión del Partido Republicano y una base histórica de grupos extremistas de derecha como la Sociedad John Birch, votó por la candidata presidencial demócrata por primera vez desde la Gran Depresión. Y los republicanos batallarán para conservar siete escaños altamente competidos en la Cámara de Representantes —aproximadamente una tercera parte de los necesarios para entregarle la cámara baja a los demócratas— en distritos que ganó Hillary Clinton.
Ahora, son los republicanos quienes persiguen al electorado. Dos republicanos en funciones y en riesgo, los representantes Jeff Denham y David Valadao, ambos del Central Valley abundante en latinos, fueron de los primeros en firmar una “petición de licencia” en mayo que buscaba obligar a la Cámara de Representantes a votar una reforma inmigratoria bipartidista. Aun así, es difícil escapar de la sombra de un partido estatal que se metió a sí mismo en un hoyo político hace mucho tiempo con su apoyo a una legislación antiinmigrante, o a un presidente que comenzó su campaña tildando a los mexicanos de “violadores”.
Cuando has estado jugando a la política racial en clave, no te sorprendas cuando alguien con un altavoz completamente racista se presente para hallar un público calientito. Y que no te conmocione cuando ese acto se agote en un Estados Unidos cambiante. Como los republicanos californianos antes que ellos, el partido nacional parece tener los ojos puestos en el pasado en vez de en el premio. Pero los californianos sabemos cómo empezó esta película y cómo termina: con un rechazo a la política divisoria y un acoger el futuro.
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Manuel Pastor es profesor de sociología en la Universidad del Sur de California y autor de State of Resistance: What California’s Dizzying Descent and Remarkable Resurgence Mean for America’s Future.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek