El director Peter Weir hace una reflexión en el aniversario número 20 de “The Truman Show”, una cinta tan adelantada a su época que engendró un delirio propio.
Peter Weir mantiene su webcam cubierta con cinta para evitar que lo observen.
Es comprensible. Después de todo, Weir dirigió “The Truman Show” en 1998, una incisiva sátira-drama que hoy se antoja casi clarividente. En aquellos días, la película fue aclamada por su trama imaginativa y su crítica mordaz. Sin embargo, al cabo de dos décadas, más parece una advertencia velada, tanto como un sagaz predictor del pasmoso surgimiento de la televisión de realidad y como un precursor cultural de la era de la vigilancia digital.
Jim Carrey estelariza la cinta como el despreocupado vendedor de seguros Truman Burbank, un hombre que, sin saberlo, pasa cada instante expuesto a la televisión, lo que transforma su vida en un reality show de 24 horas. Millones de televidentes lo ven crecer, ir a la escuela, enamorarse, casarse, comer, dormir, cepillarse los dientes. Pero las cosas se ponen interesantes cuando empieza a sospechar que es la estrella involuntaria de la serie favorita de Estados Unidos.
Hace veinte años, la vigilancia constante de la vida de Truman parecía una fantasía paranoica. Después de leer el guion original de Andrew Niccol, Weir concluyó que “no era más que una maravillosa ficción especulativa. Y mi consideración principal fue la credibilidad; no había suficiente precedente”. Sus amigos le dijeron que la trama desafiaba los límites de la credibilidad: “Nadie querrá verla”, aseguraron. “¿Quién quiere ver la realidad?”.
La respuesta: montones de personas. La TV de realidad no era novedad en 1998. “Candid Camera” -el primero de esos programas- salió al aire en 1948, y en 1992 se estrenó “Real World” de MTV. Sin embargo, fue hasta el año 2000, con el debut de “American Survivor”, que el género se convirtió en obsesión (el final de temporada captó más de 50 millones de espectadores). Durante la década siguiente, la TV de realidad dominó la televisión de horario estelar, y brindó a una estrella (Donald Trump) un trampolín para alcanzar la Casa Blanca.
La película de Weir tuvo éxito con los críticos y en las taquillas gracias a una dualidad fascinante de elementos utópicos y distópicos. Por un lado, el hogar de Truman, Seahaven Island -de hecho, un plató construido dentro de una cúpula inmensa- es un lugar idílico para vivir (el personaje de Ed Harris, Christof, una suerte de creador omnipotente del programa, termina por decirle a Truman: “Nada debes temer en mi mundo”). No obstante, ese paraíso también tiene adaptadas 5,000 cámaras ocultas y está financiado mediante posicionamiento de productos. Así, al desarrollarse la trama, nos enteramos de que Truman es el primer humano que ha sido “adoptado legalmente por una corporación”. Como bien señala Sylvia (Natascha McElhone), una manifestante en el programa: “No es un actor; es un prisionero”.
El borrador original de Niccol -concluido un año antes que “Real World”- enfatizaba los elementos de pesadilla. “El personaje de Truman era más triste y un poco extraño”, recuerda Weir. El director australiano (entre cuyos éxitos anteriores se cuenta “La sociedad de los poetas muertos”) aceptó el proyecto un año después que el productor, Scott Rudin, comprara el guion en 1993, con la condición de que pudiera refinar el material con Niccol. Al final, optaron por una ambientación soleada, tipo resort, donde la despistada estrella sería “un tipo jovial y amigable con todos”.
Weir quería trabajar con Carrey, debido a su plástica comicidad, y estuvo dispuesto a esperarlo durante un año, porque el actor se encontraba ocupado con “El doctor cable” y “Mentiroso compulsivo”. “Pensé en Tom Hanks, pero había hecho ‘Forrest Gump’, y eran muy parecidas”, explica Weir. A la larga, “no hubo quien pudiera llevar el papel. Y no cabía duda de que esto exigía una precisión absoluta”. De lo contrario, la película “colapsaría”.
Hacía poco que Carrey había alcanzado el estrellato, y se identificaba con la sensación de Truman de que lo observaban continuamente. “Puedo usar mis sentimientos; soy un prisionero”, informó Carrey al director. Esa sería la primera incursión del comediante en el drama, y lo prepararía para “El lunático” y “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”.
Al principio, actor y director chocaron. “Después de una toma, Jim venía a decirme, ‘Déjame ver eso’”, recuerda Weir. “Me dejaba atónito. Así que respondía, ‘No necesitas verlo. Te diré si funciona o no. En eso consiste la dirección’. Pero él insistía, ‘No, no, necesito evaluar mi actuación’”. Weir empezó a permitir que Carrey viera las tomas que imprimía, y entonces se dio cuenta de que interfería con la inocencia espontánea del personaje: “Le dije, ‘Jim, estás dañando tu actuación. Truman no sabe que está en televisión. Por eso no debes observarte’. Terminó por confiar en mí”.
Truman, una simple rata de laboratorio glorificada, sufre la manipulación de los productores, quienes dan giros calamitosos a la trama, como la falsa muerte de su padre. Llega a descubrir que familiares, amigos y compañeros de trabajo son actores que siguen direcciones. “¿Nada era real?”, pregunta a Christof durante el clímax emocional de la película. “Tú eras real”, responde Christof. “Por eso fue tan interesante observarte”. Christof entendió el modelo de negocios que impulsaría el éxito de YouTube y las redes sociales: el voyerismo vulgar.
El énfasis de “The Truman Show” en el posicionamiento de productos (sus amigos y familiares siempre están promoviendo artículos de marca) se antoja especialmente relevante en 2018. Las celebridades Instagram ganan sumas sustanciales con contenidos patrocinados, y la invasión de las marcas corporativas en nuestras vidas privadas se ha vuelto un fenómeno común. Incluso quienes no generamos dinero en los medios sociales entregamos voluntariamente los despojos digitales de nuestras vidas privadas a compañías tecnológicas tan poderosas como la que adoptó a Truman.
“Nada es más escalofriante que algo que ocurre con mucha regularidad”, señala Weir. “Estás en la Internet y [aparece] algo que viste el día anterior. Digamos que estás pensando en tomar unas vacaciones en algún lugar de Europa Oriental y de pronto, recibes información sobre ciudades de Europa Oriental”.
El legado más extraño de la película ha sido detectado no por los críticos, sino por psiquiatras. Mientras trabajaba en Bellevue Hospital Center, en Nueva York, el Dr. Joel Gold notó el fenómeno de individuos delirantes que afirmaban que sus vidas habían sido escenificadas para el entretenimiento de los demás. Más tarde, Joel y su hermano, Ian Gold, un neurofilósofo, dieron a esta forma de psicosis el nombre de delirio Truman Show, y describieron sus características en un artículo que publicaron en 2012, así como en un libro que salió a la venta en 2014, con el título “Suspicious Minds: How Culture Shapes Madness”.
Sin duda, la percepción de que nuestra realidad está simulada o escenificada es anterior a la película. Weir recuerda que, durante el proceso de casting, en 1996, “conocí al menos a tres personas, quienes dijeron que, en su juventud, tuvieron la sensación de que su vida era un espectáculo”. No obstante, la forma más extrema de la paranoia es un síntoma común de la psicosis, y Gold halló que “The Truman Show” tenía particular resonancia en algunos de esos pacientes. De hecho, varios de sus primeros pacientes dijeron, “Esa es mi vida”.
“No creo que la película creara el trastorno”, aclara Niccol en un correo electrónico. “Es probable que solo fomentara una paranoia que ya existía”.
En 2013, cuando “The Truman Show” cumplió 15 años, el auge de los medios sociales y la vigilancia gubernamental volvieron razonable su ansiedad fundamental. “Si dejamos de lado esta enfermedad, la idea de que todos estamos observando a los demás se ha vuelto realidad”, afirma Gold quien, cada mes (si no es que cada semana) recibe llamadas de pacientes nuevos que describen el delirio.
Según una anécdota relatada a menudo, Weir quiso jugar con esa ansiedad instalando una cámara de video en cada teatro, de manera que el proyeccionista pudiera cambiar de la película a una toma del público. ¿De verdad lo consideró? “Es probable que fuera una broma”, dice Weir. “Me parece que han omitido las carcajadas que acompañaron la propuesta. Así habría demostrado que estaba convirtiéndome en Christof”.
Tanto él como Niccol se maravillan de la persistencia cultural de su creación. “Lo que más me sorprende es que, mientras Truman trataba de escapar de las cámaras, la mayor parte de la sociedad corre hacia ellas”, concluye Niccol.