Ya pasaron seis meses y su vida no vuelve a la normalidad. Los niños no han podido volver a su país y la escuela en El Llano no es lo mismo que en Texas. El más chico actúa rebelde, llorón y peleonero. Ella tiene que trabajar casi todo el día y, aunque a su esposo José ese viaje en tráiler le costó la vida, Patricia se quiere regresar.
A Jorge, la muerte le pasó cerquita. Las cuatro o cinco horas de encierro en esa caja de tráiler lo hicieron deshidratarse tanto, que fue deportado con indicaciones de canalizarlo a trasplantes en Aguascalientes. Con los riñones funcionando al 46% y sin poder aún trabajar, también quiere cruzar de nuevo.
Directa o indirectamente, Jorge y Patricia son víctimas de la tragedia migrante del tráiler hallado en un estacionamiento de San Antonio, Texas, el 23 de julio de 2017. Ella es la viuda de José Rodríguez Azpeitia, el migrante de Palo Alto que falleció a consecuencia del encierro. Él, uno de los sobrevivientes. Hoy, los dos son seres humanos rechazados por dos países a los que han intentado convertir en su hogar.
Patricia se fue a Estados Unidos apenas cumplió los 18 años. Sus cuatro hijos nacieron allá y hasta el año pasado, nunca habían visitado el pueblo de sus padres. Luego, ella vendió su casa y junto con los niños regresó a Palo Alto para alcanzar a su marido, pero la falta de dinero comenzó a apretar e hizo a José volver a cruzar sin documentos.
Como ella tampoco tiene papeles y sus hijos son menores de edad, aunque tengan la nacionalidad no pueden regresar a Estados Unidos.
La mujer, que hoy trabaja en la cocina de una escuela, tiene dos alternativas. Una es firmar un poder para que un familiar radicado en aquel país se haga responsable de su hija de 16 años y pueda regresarla. La otra es conseguir una visa humanitaria, posibilidad que litiga a su nombre una firma de Eagle Pass, en Texas.
“Por ese lado sí me gustaría regresar, para que ellos tengan sus derechos porque les corresponde estar allá. Es lo que mucha gente me ha dicho”, insiste Patricia, hoy de 34 años.
“Nos contactó un abogado (…) Él me dijo que, si yo quería, podía demandar, que tenía mucha posibilidad de que me dieran una visa humanitaria por lo que pasó y los niños tendrían que recibir una indemnización por lo de su papá y supuestamente en eso están trabajando”, explica.
Su principal preocupación es que sus hijos no terminan de adaptarse ni a la escuela, ni a la vida sin su papá.
“Es difícil porque estaban acostumbrados al idioma de allá y todo allá y… pues es diferente la escuela allá que aquí (…) Tengo dos en tercero, uno sexto y la niña en tercero de secundaria. Uno tiene 8 y otro tiene 9, no sé por qué me los pondrían en el mismo grado, porque tendrían que ir en segundo y tercero, pero me los acomodaron alos dos en tercero”, cuenta.
“Deportado por 20 años”, define su estatus migratorio el albañil de 35 años.“Liz es la que nos está tramitando eso–se refiere a la abogada de la organización que lo apoya y reconoce– Yo sí quisiera regresar”.
De Jorge dependen tres niños de 1, 7 y 12 años. Su esposa no trabaja porque, dice, no tiene estudios más que para dedicarse a limpiar casas y lo que ganaría lo gastaría en pagar para que le cuidaran a los niños. Él tampoco, porque aún no puede. Si migró, dice, fue por necesidad; si regresó, fue por nostalgia.
“Yo veo a muchos que duran hasta tres, cuatro años. No, yo no: un año y medio, un año, y ya me venía. Una vez me agarraron y duré cinco días encerrado; luego otra vez también me fui y duré como cinco días en el monte con los mismos que nos llevaron”, recuerda.
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