En la década de los 90 en el siglo pasado, cuando la crítica pública al régimen priista arreció, uno de los principales señalamientos giraba en torno a cuál era el proyecto de nación y cómo construir uno nuevo. Pomposamente, la respuesta de la jerga priista era: “el proyecto nacional ya está escrito en el texto Constitucional y es el de la justicia social”. Eran los tiempos de los estertores del nacionalismo revolucionario.
Hoy, en medio de un régimen de representación plural en el Congreso, la jerga se convirtió en juerga, y lo que existe es un abandono total del debate en torno a qué proyecto de país debe impulsarse; pasamos de la retórica pomposa al silencio ignorante en torno a lo que implica el contenido en la Carta Magna.
Debe recordarse que en junio de 2011 se llevó a cabo la reforma al artículo 1º constitucional en materia de derechos humanos. Y que de entonces a la fecha se han incorporado otras reformas que potencian su contenido al haberse reconocido otros derechos como el relativo a la alimentación, al agua, al medio ambiente, a la cultura y a la cultura física.
También son relevantes para el tema, las recientes reformas en materia de calidad educativa, y otras relativas a la planeación del desarrollo nacional, en lo particular en lo que respecta a la autonomía del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), presidido por Julio Santaella; del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, presidido por Eduardo Backhoff; y del Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social, presidido por Gonzalo Hernández Licona.
Todo ello, porque frente a esta nueva arquitectura constitucional e institucional, no hubo ninguna reforma de fondo en la administración pública federal, que permitiera implementar de manera apropiada las reformas llevadas a cabo. Por ello, para desenredar el entuerto, personalidades como Rolando Cordera han planteado reformar las reformas.
¿Qué implicaciones tiene todo ello para la agenda de los derechos humanos? En primer lugar, porque frente a la reforma del 2011, lo que debió crearse no sólo era un organismo con la facultad de evaluar las políticas de desarrollo social, sino uno con el mandato de medir el cumplimiento de los derechos humanos, con base en los principios establecidos en el citado artículo primero de la Constitución: universalidad, indivisibilidad, interdependencia y progresividad.
Es decir, lo que es urgente es reformar tanto el artículo 26 de la Constitución como a la Ley General de Desarrollo Social, para establecer los indicadores y criterios de medición del cumplimiento de los derechos humanos, de la cual, la medición de la pobreza, lo he planteado en otras ocasiones, sea uno de sus principales componentes.
La otra opción es facultar a al CNDH para que uno de sus informes especiales, sea precisamente el del diseño de instrumentos de medición sobre el cumplimiento de los derechos humanos, y para que, en coordinación con el CONEVAL, puedan llevar a cabo recomendaciones presupuestales y de política pública, que si bien no llegasen a ser vinculantes, sí debiera acreditarse, por parte del Congreso y del Ejecutivo federal, de los Estados y de los Municipios, que fueron consideradas al momento de diseñar presupuestos, políticas y programas.
Si hay un problema estructural en nuestro país, lo ha señalado Mario Luis Fuentes, es que el Estado carece de las capacidades para cumplir con los mandatos que se ha dado a sí mismo a través de la Constitucional y del orden jurídico nacional.
El Congreso pretende obsequiarnos una Ley de Seguridad Interior con las suficientes ambigüedades e imprecisiones, que puede amenazar nuestras libertades. Ese no es el escenario deseable, y por ello lo exigible, para consolidar a la democracia, es justamente cumplir a cabalidad con el proyecto de nación: la garantía plena de los derechos humanos.