La vida no es muy seria en sus cosas. Lo dijo Rulfo. Y es que ni la burla perdona: el mismo día, dos terremotos, dos tragedias, separadas por 32 años. Dos maneras de cimbrarse. Distintas fechas, pero el mismo susto, el megazangoloteo, el drama del polvo que nos recuerda la fragilidad y el derrumbe.
Diecinueve de septiembre de todos nuestros sobresaltos. El propio Rulfo por poco y le atina. En uno de sus cuentos, “El derrumbe”, un temblor ocurre un 18 de septiembre. Esto se lee: “Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuvieran hechas de melcocha; nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada corriendo derecho a la iglesia dando de gritos”.
Así describe Rulfo la fuerza del terremoto: “La tierra se pandeaba todita, como si por dentro la estuvieran rebullendo”.
Juan José Arreola también escribió sobre un terremoto. Lo hizo en La feria:
“¿Quién golpea la puerta? ¿Quién golpea en todos los vidrios como una lluvia seca? Tengo vértigo. ¡Santo Dios! Está temblando, está temblando… ¡Está temblando! Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal… ¡Me lleva la chingada, está temblando!”.
Y agrega: “Las macetas de los patios bailan en sus columnas de barro y caen que no caen, los rodetes de humedad van quedando fuera de su lugar, las botellas chocan unas con otras en sus anaqueles, los árboles del jardín y del parque se mueven sin viento, aúlla, oh puerta; clama oh ciudad; disuelta estás tú, filistea… El agua chapotea en las pilas de los lavaderos y en las atarjeas del ganado, las olas de la laguna, unas vienen y otras van, las vacas doblan las rodillas y los perros y los gatos corren, aúllan de aquí para allá, nadie sabe qué hacer”.
El epicentro que nos recuerda la mortalidad
El terremoto siempre es más que una sacudida violenta de la corteza terrestre. Es el súbito asombro y el miedo primitivo, el vuelco del corazón y la contracción de las tripas. Es decir: ah, jijo, se siente de la chingada, o gritar o no entender nada. Es rezos y crujir de paredes. Es lo extraordinario convertido en espanto y tragedia. Es el epicentro que nos recuerda que la inmortalidad no es cosa nuestra. Es la cultura del simulacro y la alarma sísmica. Es el jarrón que se hace añicos y la pared que se derrumba. Es el colapso de las vidas y de las casas o edificios. Es el polvo que reina, las varillas retorcidas y los escombros. Es el uniforme anaranjado de los Topos y la esperanza o desesperanza de los vivos ante los familiares atrapados, aplastados, sepultados. Es la sociedad que se organiza. Es el condenado celular que no funciona en emergencias. Es la solidaridad real y espontánea. Es la palabra damnificado, y réplica, y binomio-canino. Es el centro de acopio y el panorama urbano de las palas, los zapapicos y los cascos de seguridad. Es el llanto de quien lo ha perdido todo. Es el triángulo de la vida. Es la alegría de haber sobrevivido. Es la angustia de no saber por los seres queridos. Es la fraternidad frente al desastre. Es el México derrumbado y sin embargo de pie. Es la vida que todo lo resiste o la maldita muerte que se ensaña.
Afirma José Emilio Pacheco: “La tierra desconoce la piedad. / Sólo quiere prevalecer transformándose. / La tierra que destruimos se hizo presente. / Nadie puede afirmar: Fue una venganza. / La tierra es muda: habla por ella el desastre. / La tierra es sorda: nunca escucha los gritos. / La tierra es ciega: no observa la muerte”.
Una leyenda urbana afirma que a partir de las 07:17 del 19 de septiembre de 1985, durante los dos minutos y medio que el Valle de México sufrió una sacudida equivalente a 316 bombas nucleares como la de Nagasaki, una niña que dormía en un edificio salió disparada con todo y su cama por una ventana. El edificio colapsó y quedó convertido de inmediato en ruina. Pero ella salvó la vida gracias a que aterrizó sobre el colchón, convertido en una especie de alfombra mágica.
Ojalá fuera cierto. Pero no, porque la vida no es muy seria en sus cosas.
Ese día, con sus 8.1 grados en la escala de Richter, con su epicentro en la llamada Brecha de Michoacán, el terremoto fue terrible. Devastador. Diez mil muertos. Diecinueve de septiembre de todos los lutos. Diecinueve de septiembre de todo el horror y las banderas a media asta. Volvemos a José Emilio Pacheco: “Llega el sismo y ante él no valen / las oraciones ni las súplicas. / Nace de adentro para destruir todo lo que pusimos a su alcance. / Sube, se hace visible en su obra atroz. / El estrago es su única lengua. / Quiere ser venerado entre las ruinas”.
Lo que era firme se viene abajo
—¿A dónde tan de prisa? —le preguntó Monsiváis.
—A sacar gente de entre los escombros —contestó Poniatowska.
Llevaba una pala de jardinería y una cubeta.
—¿Estás loca? Eso déjaselo a quien sabe —la recriminó Monsi—. Cada quien a lo suyo y lo tuyo es escribir. Escribe sobre el temblor…
Así escribió Nada, nadie. Las voces del temblor, su polifonía de testimonios sobre el vértigo de la tierra que se mueve. Ella y Monsiváis le dieron rostro a la sociedad que se organiza. Le dieron nombre a los muertos y heroísmo a los rescatistas. Dijeron en voz alta que la Ciudad de México debía democratizarse, urbanizarse mejor, construirse mejor.
Es cierto, la ciudad se tambalea. La ciudad es la historia de sus sucesivas destrucciones y construcciones, pero ante la fuerza de la naturaleza o la barbarie de la piqueta, quedan los textos de sus cronistas. Dice Gonzalo Celorio: “La Ciudad de México es la ciudad perdida por antonomasia, pero encontrada por la literatura que la construye día a día, que la restaura, que la revela, que la cuida, que la reta”.
Un sismógrafo en el alma
Dos sismos. La irritación del suelo, la efracción de la costura terrestre, el retiemble en sus centros la tierra. En 1985, la solidaridad popular ante la ineptitud oficial. En 2017, la misma solidaridad popular ante un gobierno impopular y deprimido económicamente. Poco ha cambiado. Enfocados en el drama de la CDMX, nos olvidamos de Chiapas y Oaxaca, y de Jojutla y otros pueblos de Morelos, reflejo del verdadero México, frágil, luchón, pero empobrecido. “Otra vez el caballo iracundo patea el planeta y escoge la patria delgada”, como escribió Neruda (con respecto a la telúrica Chile).
En 2017 los millennials se juntaron con los sobrevivientes del terremoto de 1985 para ayudar. Y las amas de casa, con sus hijos. El orgullo de apoyar. El pueblo unido jamás será completo escombro ni ruina. Hace falta escribir las historias que ahora, por su inmediatez, roba la televisión al periodismo escrito y a la literatura. Sangre y dolor. Tuits malsanos que desinformaban. El perro Titán y su colapso de tanta fatiga. Tanto por escribir. Los que escaparon por un pelito, los que regresaron a por algo y se les vino el mundo encima. Escribir una crónica o un libro que acaso lleve como epígrafe estos versos de Vicente Huidobro en Altazor: “Soy un temblor de tierra / Los sismógrafos señalan mi paso por el mundo…”.
Lecciones del terremoto: el melodrama de la niña Frida Sofía fue falso (¿prefabricado?), pero es verdadera la ciudadanía volcada a ayudar, a rescatar, a confortar. Imágenes que nos quedarán para siempre: la amorosa hermana de Eric, vivo o muerto bajo las quebradas losas, gritándole con un megáfono: “Resiste. Te queremos”; los rescatistas que llevan polines como si cargaran una cruz; el amarillismo de las televisoras disfrazado de humanismo; la espontaneidad de quien lleva agua o comida a los fatigados; los héroes anónimos frente a los políticos que no se ensucian las manos; el que amanerado invoca una especie de plegaria de protección: “No mames, no mames”; los lentos y desesperantes rescates; los amátridas (los que no tienen madre) que roban aprovechándose del temblor; el vaivén de las trajineras en Xochimilco; el ¡Viva México! cuando se saca de entre las ruinas a alguien que respira; y, sobre todo, el puño cerrado en alto, señal no solo de silencio, sino de esperanza de vida. En 1985, las fotografías de Pedro Valtierra, Marco Antonio Cruz y Rogelio Cuéllar documentaron en blanco y negro el desastre. En 2017, la cámara del celular registró el momento exacto de los derrumbes.
Dos temblores (tres, con el del 7 de septiembre) y el mismo llanto y dolor. El mismo tremendo susto y enorme zarandeo. Habitamos los lugares rotos. Todos somos hijos del sismo y lo seguiremos siendo. “Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma”, como afirma Juan Villoro. Y, entre nuestros dramas telúricos (y los electorales, los de las corruptelas al por mayor, los promovidos por la xenofobia de Trump), la verdadera y desinteresada solidaridad, aquella que Pablo Neruda pedía ante los terremotos: “Dame la mano en esta ruptura del planeta mientras la cicatriz del cielo morado se hace estrella”.
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