“¿Es cierto que Cuevas es enano?”. La pregunta la recoge Luis Guillermo Piazza en su libro La mafia, ese ejercicio de novedad escritural que retrata una época, la consigna de Rimbaud (il faut être moderne) elevado a la élite cultural mexicana de los años 60. Una selfie adelantada de lo in y lo out, cuando también se hablaba de lo pop y lo camp. La mafia era lo in. ¡Qué mafia! Carlos Fuentes, Fernando Benítez, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, José Luis Cuevas. Los demás eran los demás… El sprit de corps como consigna, la idolatría a los dioses griegos de la vanidad literaria: Melés y Teleo, el elogio mutuo al servicio del ego y del talento. Pide Carlos Fuentes en una carta donde habla de José Luis Cuevas: “Abrázalo, defiéndelo, conságralo”. Y Monsi, varias décadas atrás: “José Luis Cuevas es un adelantado, un artista del año 2000”.
Su padre fue boxeador, lo que acaso explique su espíritu rijoso. En esta esquina, Los Tres Grandes que son solo dos: Orozco; y en esta otra, un joven desconocido de nombre José Luis Cuevas. Sus guantes: su legendario manifiesto “La cortina de nopal”, y sus jabs y uppercuts: su “total desacato a la vulgaridad, al adocenamiento, a la superficialidad mediocre, al constante lugar común”, en que se había convertido la escuela mexicana de pintura. Rebelde, se pronunció contra el México ramplón, limitado y provincianamente nacionalista. Dijo: una acuarela de Paul Klee vale más que todos los murales pintados por Diego Rivera. También se refirió a Siqueiros como “kilométrico”. Se convirtió de golpe, un nocaut que mandó a la lona a nuestra aburrida vida cultural, en el enfant terrible de la pintura. En el beatle del pincel. En esta esquina: el lúdico ego; en esta otra: el anonimato. Ese fue el verdadero y único combate.
A los veinte años entró en la celda de Ezra Pound. Fue en agosto, un día en que la canícula reinaba, y más aún en el sanatorio Saint Elizabeth, donde el laureado poeta de los Cantos (“Lo que amas permanece, / el resto no es nada”) permanecía encerrado por traición a la patria. En Italia, durante la Segunda Guerra Mundial, Pound hablaba en la radio a favor de Mussolini. Era un fascista de salón. Llegó la victoria aliada y lo metieron en una jaula como un animal salvaje. Se salvó de ser fusilado o de achicharrarse en la silla eléctrica, pero no de ser confinado a un manicomio sin aire acondicionado. Ahí lo conoció Cuevas. Llegó a hacerle un retrato para una revista. Cuevas sudaba a mares, la camisa empapada, la frente perlada, el pantalón pegosteoso. Qué calor. Pound, en cambio, llevaba puesto un sarape mexicano. Ni se inmutaba ni se acongojaba. Su actitud era ausente, catatónica, humilde (“Humilla tu vanidad. / No eres más que un perro golpeado bajo el granizo, / solo una urraca hinchada bajo el sol veleidoso”). Acaso había encontrado la más alta poesía: la del silencio, la de la vida contemplativa.
José Luis Cuevas, en el museo que lleva su nombre, en una foto tomada en julio de 2009. FOTO: SASHENKA GUTIÉRREZ/CUARTOSCURO
—¿No tiene calor? —preguntó Cuevas.
—Nunca siento calor —contestó Pound.
Fue todo lo que hablaron.
En un principio fue el Dostoievsky de la pintura mexicana. Lo atraían los bajos fondos, la locura, lo que se hace en lo oscurito. Retrató prostitutas (Mireya, su modelo al desnudo, era una de ellas). Visitó la cárcel de Charenton, donde se encerró al Marqués de Sade, y La Castañeda, donde le llamaron la atención esos otros olvidados: los de la cordura. Le interesaba lo marginal, la noche, las celdas, las habitaciones de hotel y los cuartos acolchados. El hospital Morelos, la morgue (asustaba a las damas pequebú con sus historias de autopsias a putas y a pordioseros) y las quirománticas de la calle de Tacuba. Ahí empieza el estilo Cuevas. Quería lograr, dijo, “una síntesis del dolor”. Sus dibujos, que son como una historia vuelta a contar, una repetición de la misma herida, del mismo misterio. Figuras grotescas, distorsionadas, y sin embargo cercanas, la realidad de una ciudad que no se atreve a decir su nombre y los sueños cansados, rotos, la otredad que es uno mismo, los monstruos a la espera de la resurrección. Carlos Fuentes definió así esas imágenes: “Figuras avergonzadas (salvadas) (oriundas) de (condenadas, prometidas a) su obesidad, su desnudez anal, su apertura funambulesca, su recogimiento fetal, sus dientes limados, su onomatopeya anudada, su mirada glandular, sus pacientes corcovas, su insuficiencia digital, su husmear trufeante, su soledad arrinconada”.
“Me he dedicado a hacer humo mis ideas”, dijo Cuevas. Cajetilla tras cajetilla, fumaba con elocuencia. A sus ochenta años aún fumaba, sin darle el golpe. Érase un hombre pegado a un cigarro. Una vez Miguel Capistrán le sugirió:
—¿Qué tal una marca de cigarros con tu nombre?
Érase un pintor pegado a la mercadotecnia. Cuevas dijo sí. Se imaginaba, regocijado, los comentarios que se desatarían: “Cuevas en la boca de todos los mexicanos; Cuevas se extingue en pocos segundos; Cuevas con filtro y Cuevas sin filtro; Cuevas quemándose; Cuevas efímero; Cuevas ceniza…”. El diseño de la cajetilla la hizo Vicente Rojo.
Fueron a ver al director de una compañía tabacalera.
—No creo que sea una buena idea —contestó este.
—¿Por qué?
—Porque pocos saben quién es José Luis Cuevas.
—Igual que pocos saben quién fue Raleigh… —respondió Cuevas.
¿Verbo mata carita? ¿Y cuando se es guapo y además se tiene el don de la palabra, como José Luis Cuevas? Sus ojos verdes, su cabellera rubia larga, como si el viento la peinara-despeinara, y sus poses de modelo, de artista inconforme y engreído. Sus dibujos eran grotescos, retrataban el-México-del-que-mejor-no-hay-que-hablar, pero qué importaba: las mujeres lo idolatraban, lo perseguían. La propia Bertha se quedó sin palabras al conocerlo. Qué guapo. Qué hombre. Se peinaba con un peine “Pirámide”, pero qué importaba: vean la percha. “Besable”, mandó hacer unos carteles con su foto. El legendario día de su Mural Efímero (junio de 1967, otra bofetada al muralismo mexicano), las edecanes (hermosas chicas a gogó del ballet de Malena, ¿y quién se acuerda ahora de Malena?) portaban camisetas con su nombre. Las mujeres lo adoraban, lo querían tener en su cama. El Mauricio Garcés de los pintores. Confesó en una entrevista: “Generalmente espero que la iniciativa surja de las mujeres y no de mí, porque no podría resistir si hubiera un rechazo”. En su columna periodística contaba semana tras semana sus aventuras amorosas, extramaritales. Bertha le reclamaba: “¡Cada ocho días soy la más cornuda de México!”. ¿Verdad o mentira? Los mitos se fabrican así. Mujeriego, seductor, conquistador. Le tira a lo que se mueva. José Luis Cuevas como Nuevo Monstruo Sagrado de la Autopromoción. Que no decaiga nunca mi creatividad ni mi capacidad sexual, rogó. Llegó a vender su semen en botellitas. En una entrevista aparecida en el año 2000, confesó haber tenido 956 encuentros amorosos diferentes. Arroz y las traigo muertas. Sus amigos se burlaban. Cuenta José de la Colina que una vez, en la cama con una mujer hermosa, Cuevas no pudo ejercer su virilidad. La mujer hermosa lo zarandeó: “Anda, haz de cuenta que soy fea y jorobada como las mujeres de tus dibujos que amas, y tómame”. Genio y figura, deseó que al morir lo acompañaran mujeres, muchas mujeres. Se lo contó a la Poni: “quiero que vayan muchas mujeres quedadas y casaderas que lloren a grito pelón para que las oigan todos los reporteros, las retraten los fotógrafos, cronistas, voceros, comunicadores, analistas, candidatos a la Presidencia, merolicos, cilindreros, presidentes de la República, presidentes municipales…”.
José Luis Cuevas y su espejo. Veneración de sí mismo, pleitesía al yo que seduce y que pinta. Narciso mayor del arte mexicano, practicaba una “vanidad lúdica” (la frase es de Homero Aridjis) que lo mismo asombraba que irritaba. Una vez quedó en tercer lugar en un concurso organizado en una revista para designar a la personalidad más antipática de México. Le ganaron María Félix y Jorge Saldaña. Era amado u odiado, admirado o desdeñado. Se lo ganó a pulso en la construcción de ese personaje público, polémico, rijoso, seductor, enojoso, besable, petulante, galán irresistible, que fue José Luis Cuevas. Lo dijo en su momento Carlos Monsiváis: “Cuevas es una leyenda, un mito, una actitud despectiva, una conducta ofensiva, un sitio inalcanzable, una referencia común”.
Hoy, tras su muerte, todo el mundo aparece retratado junto a José Luis Cuevas. Yo no tengo retratos (o sí, pero están perdidos en las mudanzas de la vida), solo dos recuerdos. Las fechas no importan. Uno, a invitación de una pintora gringa, lo visito en su casa de San Ángel. Museo colonial, me pareció, añoranzas del virreinato, acaso. No hay obras suyas colgadas de las paredes. En su recámara, se recuesta en la cama. La pintora y yo nos miramos. José Luis Cuevas en su papel de virrey, su cama como un trono, la pose del artista indiscutible. Es un gato a punto de ronronear. Extraña escena. Le flirtea a ella y yo creo entender su mirada: desaparece. Dos, Seattle, en el noroeste de Estados Unidos. Comida con él y con Bertha. Qué pareja más amorosa, tierna y entregada, sin hipocresías. Cuevas lleva su infaltable brazalete de cuero. Se cuida de lo que come. Bertha va al baño.
—La amo —me dice—. No hay para mí otra mujer, solo ella.
Más del espejo. Caminamos, y cuando ve que alguien está a punto de tomar una foto, se entromete. Aparece una y otra vez en fotos ajenas. Sonríe, hace caras, abre mucho los ojos, ladea el rostro, saca la lengua, se divierte. Una y otra vez lo hace. Puget Sound lo atestigua, las Cascadas y las Olímpicas. Es su manera de permanecer, de decir: José Luis Cuevas estuvo aquí. Su imagen repetida miles de veces en fotos de miles de desconocidos.
Me confiesa:
—Me tomo una foto diaria. Veo en mí el paso del tiempo, mi deterioro físico, lo que soy y he dejado de ser.
Releo ahora “José Luis Cuevas hace un autorretrato”, el poema de José Emilio Pacheco. Ese que dice: “Mi desolado tema es ver qué hace la vida / con la materia humana. / Cómo el tiempo, / que es invisible, va encarnando espeso; / cómo escribe su historia inapelable / en su página blanca: / nuestra cara”.
Museo José Luis Cuevas, Academia 13, año 2002. Tírenle al negro. El negro es una figura, tamaño natural, con la imagen de José Luis Cuevas. Hay bolas en una canasta. Cuevas, feliz de la vida, arenga:
—Si tanto me odian, si les resulto antipático, tírenme, golpéenme.
Él da el ejemplo. Se ríe de sí mismo y lanza bolas contra sí mismo. Todas las veces falla.
—Ándenle, tírenle al negro —vuelve a arengar.
Asiste Ernesto Zedillo, presidente de México.
—Señor presidente, es su turno. Si le caigo mal, desquítese —y le da una bola.
Zedillo la rechaza.
—No, cómo cree, yo lo admiro.
Argucias para seguir siendo José Luis Cuevas, el rebelde, el polémico, el que siempre está presente en la vida cultural de México. Dice Alberto Cuevas, su hermano: “Como todos, José Luis busca un lugar para apalancarse a la eternidad”. De recién nacido fue el Nene, después el Gordito y el Güi. También fue Gato Macho. Y, al final de sus días, Cachito, como le decía su esposa Beatriz. Insomne, hipocondriaco, cinéfilo, sin fe, miope (“no alcanzo a ver a cinco metros”), con faltas de ortografía, cuidadoso de no consumir mantequilla (“porque tiene colesterol, propiciatorio de los infartos”), José Luis Cuevas tenía miedos, muchos miedos. Miedo a volar, a exponer su obra, a nadar, a conducir. Lo cuenta Luis Guillermo Piazza en La mafia:
“Cuevas se enferma cada vez que tiene que viajar o exponer. O sea, cuando tiene que exponerse…”. No le gustaba viajar en avión. “Es un riesgo, tomamos un avión, dejamos a la familia, los hijos, peligran nuestras vidas…”.
Al final, Cuevas protagonizó un penoso sainete familiar. De nuevo, el escándalo, la autopromoción buscada o no buscada. Se alejó, en aras del nuevo amor o del síndrome de Estocolmo, de sus hijas, de sus amigos. Tomaba Oxetol, Seroquel, Tafil y Rivotril tres veces al día. Murió a los 83 u 86 años, no sabemos, porque se quitaba la edad. Cuevas vanidoso. “Su arrogancia como adorno de su genio”, lo definió su hermano. Fue fiel a sí mismo. A su arte, a su cinefilia. Buscó la Dolce Vita y, en efecto, vivió y terminó como un personaje de Fellini.
Cuevas será para siempre la Zona Rosa (que es “una bella cosa”, como rimaba Monsiváis), el seductor de todas, el más grande y polémico dibujante de la Región Más Aparente. Si Los siameses es él y Beatriz, La giganta (que levantó en el sitio de cientos de ratas muertas al crear su museo) es él y Bertha. A la pregunta: “¿Es cierto que Cuevas es enano?”, habría que decir que no. Era un gigante. De entre todas sus obras, la más emblemática es precisamente esa escultura: La giganta. O El gigante, como le gustaba llamarla, “porque visto de espaldas es hombre y de frente, mujer (…), aunque visto de perfil soy yo”.