Mientras Estados Unidos y sus aliados occidentales se mantenían ocupados con los conflictos armados post-9/11 en Afganistán e Irak, implementando operaciones antiterroristas globales, y preocupándose por las secuelas de la crisis financiera de 2008, Washington desvió la mirada de lo que estaba haciendo su enemigo de la Guerra Fría, Rusia.
En 2000, un agente abstemio de la KGB y sus asociados tomaron el control de aquel país de manos del primer presidente de la era postsoviética, el ebrio Boris Yeltsin. Al principio, el nuevo mandatario, Vladimir Putin, estableció una tónica amistosa con Occidente, ofreciendo palabras de apoyo al entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, tras el atentado del 9/11.
Pese a ello, Putin y sus colegas –muchos de ellos surgidos de los servicios secretos soviéticos- se dedicaron a reconstruir a Rusia como una gran potencia siguiendo un proyecto personal.
Para 2014, cuando Viktor Yanukovich, aliado de Putin, fue derrocado de la presidencia de Ucrania, hacía mucho que Moscú había cambiado su estrategia y estaba combatiendo lo que consideraba un esfuerzo de Washington para subordinar a Rusia.
En oposición a Estados Unidos, el mandatario emergido de la KGB vio la oportunidad de recurrir a las artimañas que los servicios de seguridad rusos habían dominado hacía décadas, y las actualizó para la era de los medios sociales.
De modo que, tras la humillación sufrida después de la Guerra Fría, el régimen de Putin se concentró en repeler lo que percibía como una amenaza estadounidense para el poder de Moscú, mientras que Estados Unidos y su creciente cantidad de aliados europeos se concentraban en el terrorismo, el cambio demográfico y la volatilidad económica.
Putin observó que Estados Unidos expandía la OTAN hasta las puertas de Rusia, y decidió que los esfuerzos de Washington a favor de la democracia estaban sembrando el caos entre los gobiernos amigos del Kremlin en la ex Unión Soviética, al extremo de amenazar a Moscú. Por respuesta, Rusia lanzó una campaña implacable para utilizar los cimientos de la democracia abierta contra la democracia misma.
Dicha campaña consistió en manipular los medios masivos, colaborar con cabildos y agentes políticos occidentales corruptos, y comprometer potencialmente a funcionarios gubernamentales y a aspirantes a reelección occidentales. Y para ello, solo tenía que revolver el caldero del descontento y la inconformidad popular que bullía en muchas naciones de Occidente.
En otras palabras, el gobierno de Putin hizo lo que mismo que la KGB (hoy conocida como FSB y SVR). Estudió el perfil psicológico de Occidente y lo usó en su contra, explotando los problemas y las divisiones muy reales que enfrentan Estados Unidos y otros países para evitar que Occidente amenace el poder de Rusia.
(Cabe señalar que, al crear un fantasma en Occidente, Putin obtuvo también una herramienta conveniente para que su gobierno, cada vez más autocrático. Pues al desviar la atención de los problemas económicos, la corrupción y los abusos de derechos humanos en Rusia, generaba más apoyo popular en el país).
A juzgar por los obvios esfuerzos para ocasionar dificultades en Occidente –desde interferir descaradamente en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016; sus diversas redes de propaganda, comoRusia Today (que utilizó a Larry King y Ed Schultz) ySputnik News; sus ejércitos de troles Internet; la colaboración de agentes políticos, legisladores, y funcionarios de campaña como Roger Stone, Paul Manafort, y el congresista republicano por California, Dana Rohrabacher (quien, según informes del FBI, en 2012 dijo que espías rusos trataron de convertirlo en un “agente de influencia”); Michael Flynn; Jill Stein; los secesionistas californianos y demás; hasta esfuerzos menos conocidos como los intentos de comprar influencias con periodistas estadounidenses-, Rusia ha estado atacando los fundamentos de la democracia occidental.
También ha habido casos más discretos y sutiles en los que Rusia ha intentado promover sus intereses a través de individuos prominentes de la derecha estadounidense: desde los medios de ultra derecha, comoFox News y sus reporteros estelares, como Sean Hannity y la peculiar manera como Tucker Carlson ha abordado todo lo pertinente a la presidencia Trump y Rusia, hasta los elogios pro-rusos de extremistas de ultra derecha como Richard Spencer y David Duke (quien, presuntamente, tuvo un apartamento de Moscú), y los seguidores de ambos.
Por último, tenemos la actitud del propio Trump hacia Rusia. Si bien nunca ha sido tan descarado como en los ejemplos anteriores, casi siempre revela su disposición –tal vez no intencionada- a favor de que ciertos estadounidenses promuevan los intereses de Rusia a expensas de los de Occidente, por diversas razones.
Todo esto encaja en el antiguomodus operandi de la KGB, que utilizaba numerosos métodos asimétricos para aprovechar las debilidades internas de sus rivales y volverlas en contra de ellos mismos. Los servicios de seguridad rusos utilizan una estrategia de guerra física fluida y confusa, la cual explota las debilidades sociales, políticas y económicas de sus adversarios mediante lo que la Ley de Autorización de Defensa Nacional de Estados Unidos de 2016 describe como “actividades emprendidas para permitir que un movimiento de resistencia o insurgencia coaccione, perturbe o deponga a un gobierno o poder de ocupación, operando con o mediante una fuerza subterránea, auxiliar o guerrillera en un área denegada”.
Vimos el éxito de esta maniobra geopolítica en Ucrania tras la deposición de Yanukovich, cuando Rusia empleó una guerra “híbrida” para apoderarse del territorio y sumir a la nación en un estado de caos recurriendo a una guerra semi-encubierta y semi-abierta.
Según la propia revista de la OTAN:
Como ilustra el conflicto de Ucrania, los conflictos híbridos implican esfuerzos en capas múltiples, ideados para desestabilizar un estado funcional y polarizar a la sociedad. A diferencia de la guerra convencional, el “centro de gravedad” de la guerra híbrida es una población objetivo.
El adversario intenta influir en los políticos prominentes y en los tomadores de decisiones clave combinando operaciones cinéticas con esfuerzos subversivos. A menudo, el agresor recurre a acciones clandestinas para evitar atribución o represalias. Sin evidencias creíbles, OTAN tendrá dificultades para llegar a un acuerdo sobre una intervención.
El gobierno ruso está haciendo en el mundo de las ideas occidentales exactamente lo mismo hizo en el plano físico de Ucrania.
Este ataque es más grande que Donald Trump, y más grande que la interferencia en las elecciones de 2016. Vivimos un momento muy peligroso, enfrentando a un rival que busca acrecentar su poder, y solo pretende agravar nuestros problemas muy reales.
Con toda la atención centrada en las preguntas –inmediatas e importantes- sobre la corrupción de Trump y sus asociados, así como sus nexos potenciales con Rusia, es necesario volver la mirada hacia el panorama más amplio.
Ya se han escrito incontables artículos que hablan del hackeo ruso, sobre la interferencia del Kremlin en las elecciones, y de los contactos rusos de Trump. Pero esto no termina con Trump.
Aunque se está haciendo un buen trabajo periodístico para investigar la estrategia más extensa de Rusia contra Occidente, esas advertencias corren el riesgo de quedar sofocadas bajo las continuas crisis de la era Trump.
Es hora de que nuestro discurso público explore la noticia más contundente de las crisis compuestas que enfrenta Occidente: la polarización política, la desigualdad del ingreso, las tensiones raciales, la erosión de la identidad y de los hechos compartidos. Todo esto, explotado por un enemigo extranjero. Es hora de que nuestros líderes, políticos, medios, republicanos, demócratas, nacionales, locales y demás, diseñen estrategias para combatir esas amenazas compuestas, reconociéndolas y trabajando infatigablemente para reunificar a Estados Unidos.
En el fragor de la Guerra Civil, Abraham Lincoln reconoció que nuestra patria, fracturada y dividida, requería de una nueva narrativa nacional para unificar y sanar al país. Una narrativa centrada en los ideales que siempre aspiró alcanzar. Al pronunciar el discurso de Gettysburg, usó 272 palabras para arropar a nuestra nación fracturada en la santidad de una identidad democrática, tolerante y abierta, la cual ha permitido que el país resista los desafíos de las generaciones nacidas desde la Guerra Civil. Sin embargo, esa identidad, que ha impulsado el éxito del proyecto estadounidense, hoy se encuentra bajo grave amenaza.
Los problemas que he descrito aquí son desafíos que deben abordarse de manera estratégica y en su totalidad, si no queremos correr el riesgo de revertir el movimiento hacia mayores libertades, más derechos y mayor apertura, el cual ha definido a Estados Unidos a lo largo del tiempo.
En otras palabras, los desafíos nacionales que enfrentamos representan una amenaza existencial para nuestra seguridad nacional. Putin lo ha reconocido. Es hora que nosotros también lo reconozcamos. Es posible que todo esto no sea más que una declaración de lo evidente, pero vale la pena reiterarlo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek