James Comey hablaba demasiado. Hablaba demasiado de los correos electrónicos de Hillary Clinton. Y después habló demasiado, y demasiado tarde, sobre los rusos y el equipo de Trump.
Ambas situaciones provocaron su destitución. El presidente estadounidense Donald Trump y sus asesores más valiosos, entre ellos el autoproclamado perpetrador de trucos sucios, Roger Stone, de acuerdo con algunas versiones, sintieron que tenían una oportunidad para derribar a Comey. Pensaron que sería fácil, igual que sus órdenes ejecutivas sobre migración. De nueva cuenta, se equivocaron.
Podemos ver cuál es su razonamiento: durante su testimonio, presentado el 3 de mayo ante el Comité Judicial del Senado sobre la intervención de Rusia en las elecciones de 2016, Comey fue arrastrado a una discusión con los republicanos del panel, durante la cual exageró de forma amplia e inexplicable el número de correos electrónicos que Huma Abedin, asesora de Clinton, copió a la computadora doméstica de Anthony Weiner, su esposo caído en desgracia. Cuando ProPublica se enteró de que el FBI se preparaba para “complementar” el testimonio de Comey con una corrección, el equipo de Trump aprovechó la oportunidad para separarlo del cargo.
De hecho, a gran velocidad el Departamento de Justicia publicó sus argumentos detallados para despedir a Comey, insinuando que alguien aliado con Trump le había dado el soplo a ProPublica para publicar la noticia. Pocas horas después de que la noticia fue revelada, el gobierno publicó un memorando del subprocurador general Rod Rosenstein en el que mencionaba una y otra vez el torpe manejo de Comey del caso de Clinton. Por supuesto, no se mencionó la investigación del director de FBI sobre las relaciones del equipo de Trump con operadores y oligarcas del Kremlin.
“Casi todo el mundo está de acuerdo en que cometió errores” en el caso de Clinton, escribió Rosenstein, fiscal de carrera en los gobiernos de George W. Bush y Barack Obama. “Es uno de los pocos temas que une a las personas con distintas perspectivas”. El procurador general Jeff Sessions, que supuestamente se declaró incompetente en las investigaciones sobre Rusia, añadió una frase aparentemente piadosa, diciendo que la destitución de Comey “reafirmaría el compromiso [del departamento] con los principios perpetuos que garantizan la integridad y la justicia de las investigaciones y los procesos legales”.
Tardíamente, Rosenstein se dio cuenta de que había sido forzado a proporcionar un argumento falso para el largamente acariciado deseo de Trump de echar a Comey “por este asunto de Rusia… una historia inventada”, como admitió el presidente ante NBC un día después. “Lo iba a despedir independientemente de la recomendación”, dijo Trump en esa entrevista, haciendo trizas las explicaciones previas de la Casa Blanca.
Trump también borró sus declaraciones previas de admiración hacia el agente del FBI al enviar a Keith Schiller, su antiguo guardaespaldas y ahora director de operaciones de la Oficina oval, a los cuarteles del FBI con la carta de destitución. Comey estaba en California dando una charla a los empleados del FBI cuando un televisor en el fondo presentó la noticia. Pensó que se trataba de una broma pesada. Sus asesores lo apartaron y le dijeron que era verdad.
Mientras la sorpresa por la destitución se extendía por la capital, Trump hizo una declaración en la que dijo que el FBI es “una de las instituciones más apreciadas y respetadas de nuestra nación”. No importaba que él se hubiera alegrado por el robo de correos electrónicos embarazosos de la campaña de Clinton y del Comité Nacional Demócrata por parte de Rusia. Ni que hubiera acusado al FBI (junto con otros organismos de inteligencia de Estados Unidos) de espiarlo y filtrar información sobre las reuniones de sus asesores de campaña con emisarios del Kremlin.
Conforme pasaban los días, Trump siguió atizando el fuego. Comey era “un fanfarrón… un megalómano”, le dijo a Lester Holt de NBC. Comey había “perdido la confianza de casi todos en Washington”, tuiteó. Comey debía “rogar por que no existan ‘grabaciones’ de nuestras conversaciones antes de que comience a hacer filtraciones a la prensa”, amenazó en otro tuit, buscando inadvertidamente un citatorio por parte del Congreso. Y luego se reveló el clásico video del asediado vocero de la Casa Blanca Sean Spicer aparentemente escondiéndose en los arbustos (resultó que estaba en una reunión del equipo con sus asesores) fuera del Ala Oeste mientras los reporteros buscaban respuestas, seguido por la extraña afirmación hecha por su suplente, Sarah Huckabee Sanders, de que Comey había cometido “atrocidades” como director del FBI.
Y en la forma clásica de Trump, el presidente le escribió a Comey que, si bien tenía que irse, “te agradezco en gran medida que me hayas informado, en tres ocasiones distintas, que estoy bajo investigación”. Los socios de Comey desmintieron rápidamente esa afirmación y declararon al diario The Wall Street Journal que él nunca violaría las prohibiciones establecidas de hablar sobre el estado de investigaciones penales con los posibles acusados. Como Trump seguramente sabe, el FBI le ha preguntado a Michael Flynn, su antiguo asesor de seguridad nacional caído en desgracia, si sus comunicaciones entre bastidores con el embajador ruso Sergey Kislyak sobre eliminar las sanciones contra Rusia, entre otros temas, habían sido autorizadas por Trump.
En otro extraño acto fuera de su presentación diaria de informes en la Casa Blanca, Spicer dijo que Trump había contratado “a un importante bufete de abogados de Washington, D. C. para que enviara una carta certificada” al senador republicano Lindsey Graham, miembro del Comité Judicial del Senado, en la que decía que “no tenía ninguna relación con Rusia”.
Esta declaración fue hecha apenas unos pocos días después de la publicación de una historia en la que se citaba a Eric, el hijo de Trump, supuestamente jactándose ante el escritor de golf James Dodson de que “no dependemos de los bancos estadounidenses” para construir campos de golf. “Rusia nos proporciona toda la financiación que necesitamos” (Eric Trump acusó a Dodson, el célebre autor de casi una docena de aclamados libros sobre la industria, de haber inventado la historia).
RECUERDOS DE WATERGATE: Cuando Trump destituyó a Comey, se produjeron comparaciones inevitables con la “masacre del sábado por la noche” de Richard Nixon en 1973, cuando el presidente despidió a quienes ocupaban los más altos niveles del Departamento de Justicia. FOTO: ANDREW HARRER/BLOOMBERG/GETTY
Cuando Trump destituyó a Comey, se produjeron las inevitables comparaciones con la “Masacre del sábado por la noche” de Richard Nixon, ocurrida en 1973, cuando el presidente destituyó a quienes ocuparán los cargos más altos del Departamento de Justicia por no cumplir su orden de despedir a Archibald Cox, un fiscal especial que dio seguimiento a la irrupción en el Comité Nacional Demócrata en Watergate y cuya investigación lo llevó directamente a Nixon (el primer manotazo de Trump se produjo en enero, cuando destituyó a la procuradora general Sally Yates por no apoyar su prohibición de viajar a Estados Unidos a personas de varios países de mayoría musulmana). Elliot Richardson, procurador general de Nixon, prefirió renunciar antes que despedir a Cox. El subprocurador William Ruckelshaus también rehusó y renunció. Nixon buscó entre los niveles más bajos e hizo que Robert Bork, su asesor legal municipal, hiciera el trabajo.
Aquella fue una victoria pírrica. La destitución de Cox por parte de Nixon aceleró las demandas del Congreso por las grabaciones secretas del presidente de las conversaciones para encubrir el escándalo Watergate. En una encuesta realizada una semana después que los despidos, se mostró que, por primera vez, una ligera mayoría del público estaba a favor de realizar un juicio político contra el presidente.
De manera similar, la masacre del martes por la tarde se convirtió una catástrofe. Según informes, Rosenstein amenazó con renunciar si la Casa Blanca seguía utilizando su memorando como su estandarte. Andrew McCabe, sucesor de Comey y director interino del FBI, contradijo firmemente las afirmaciones de la Casa Blanca de que “el personal del FBI había perdido la confianza en” Comey. “Eso no es exacto”, dijo McCabe y señaló que Comey “gozaba de un amplio apoyo dentro del FBI y lo sigue haciendo hasta hoy.
Bajo tales ataques, los índices de aprobación de Trump se tambalearon, pero se recuperaron posteriormente, sin duda gracias al apoyo de Fox News y de comunicadores de extrema derecha como Rush Limbaugh y Alex Jones de Infowars. “Casi siempre que sintonizaba los programas de opinión de Fox, el tema central era los errores de Comey, los correos electrónicos de Hillary Clinton, etcétera”, informó Brian Stelter, analista de medios de CNN en su blog Reliable Sources.
Mientras tanto, en el Ala Izquierda, una parte de las primeras reacciones ante el despido de Comey fueron silenciadas inesperadamente. La declaración inicial de la senadora demócrata Dianne Feinstein de California, una aliada de Hillary Clinton que había seguido vigorosamente las relaciones entre Trump y Rusia en los comités de inteligencia y judicial, solo dijo que “el próximo director del FBI debe ser fuerte e independiente” (posteriormente, calificó el memorando de Rosenstein como un “documento político” que fue “elaborado a toda prisa para justificar un resultado predeterminado”).
A pesar de investigar al séquito de Trump sobre sus acuerdos de negocios con Rusia, Graham eludió una pregunta sobre el despido de Comey y declaró que “un nuevo comienzo será muy útil para el FBI y para la nación”.
Ese fue un giro tan optimista como el que pudo haber deseado cualquier miembro del ala oficial de Washington ante la más reciente erupción del gobierno, en sus apenas 16 semanas de vida. Varios de los republicanos del Congreso involucrados en las investigaciones de Rusia se mostraban aterrorizados. El senador Richard Burr de Carolina del Norte, presidente del Comité de Inteligencia del Senado, dijo que le preocupaba “el momento y el razonamiento” del despido de Comey y calificó al director del FBI como “un servidor público del más alto orden”. La destitución de Comey, dijo, “complica aún más una investigación ya de por sí difícil realizada por el Comité”. Para el fin de semana, el senador Ben Sasse de Nebraska, un republicano conservador que había expresado su consternación por los contactos de Rusia con varias figuras del gobierno de Trump durante la audiencia del Subcomité Judicial de Yates, dijo que el despido era “muy preocupante”.
Pero los republicanos de más alto nivel de Capitol Hill, el vocero de la Cámara Paul Ryan y el líder de la mayoría del Senado Mitch McConnell, ocultaron la cabeza. El representante Jason Chaffetz, de Utah, que ha mostrado poco interés en investigar los lazos de Trump con Rusia (y que no se está postulando para ser reelecto), no tuvo nada que decir. El senador republicano de Texas John Cornyn dijo en Twitter que los demócratas “estaban contra Comey antes de estar a su favor”.
Quizá. Pero los demócratas de alto nivel expresaron su furia ante el despido de Comey y prometieron presionar más a Trump. Mark Warner, de Virginia, el demócrata de más alto rango en el Comité de Inteligencia del Senado, calificó la acción de Trump como “escandalosa”, en cuanto a que se produjo “durante la investigación activa de contrainteligencia [del FBI] sobre contactos impropios entre la campaña de Trump y Rusia”. James Clapper, el recientemente jubilado exdirector de inteligencia nacional, prácticamente acusó a Trump de traición, diciendo que las instituciones de Estados Unidos “están bajo ataque” por parte de Rusia y del presidente.
Charles Schumer, de Nueva York, líder de los demócratas en el Senado, dijo que le dio un consejo a Trump cuando recibió una llamada para advertirle con anticipación sobre el despido de Comey. “Le dije al presidente: ‘Señor presidente, con el debido respeto, está cometiendo un gran error’”.
Schumer señaló que “destituyeron a Sally Yates”, cuyas “urgentes” advertencias a la Casa Blanca sobre los acuerdos de Flynn con los rusos fueron desatendidas por cerca de tres semanas. “Destituyeron a Preet Bharara”, el fiscal federal que investigaba la compraventa de existencias médicas y farmacéuticas realizada por Tom Price, el secretario de Salud y Servicios Humanos, señaló Schumer. “Y ahora han destituido al director Comey, el mismo hombre que dirigía la investigación” de los acuerdos de Trump y sus socios con Rusia. “No parece ser una coincidencia”, dijo.
Nixon pensó que el despido de Cox crearía una barrera de protección entre él y los sabuesos de Watergate, pero todo resultó ser ilusorio. Las ruedas de la justicia giraron lentamente, pero nunca dejaron de hacerlo, engrasadas por las constantes revelaciones de la prensa. Si Nixon no hubiera renunciado, seguramente habría sido sometido a un juicio político.
UN PELOTÓN DE FISCALES
Algunos críticos de Trump calificaron la destitución de Comey como una “crisis constitucional”. No lo es, al menos, no todavía. Un presidente es libre de destituir a su director del FBI, como lo hizo Bill Clinton cuando despidió a William Sessions, que actuaba generalmente en interés propio, del edificio J. Edgar Hoover en 1993. Una crisis constitucional se presenta cuando un presidente pasa por alto una orden de la Corte o un mandato de juicio político emitido por la Cámara de Representantes.
Si Trump creía que podía detener las investigaciones del Departamento de Justicia sobre Rusia al destituir a Comey, ello indica que tiene una comprensión aún menor del creciente y con frecuencia indisciplinado gobierno federal que la que ha demostrado con sus múltiples errores tempranos. Como señaló William Barr, procurador general republicano durante el régimen del presidente George H. W. Bush, “Contrario a lo que se dice, Comey no estaba ‘a cargo’ de la investigación”. Rosenstein y Dana Boente, director interino de la división de seguridad nacional, ambos abogados del Departamento de Justicia nominados por Obama, son quienes tienen a su cargo dicha investigación. Y detrás de ellos se encuentra todo un pelotón de fiscales de carrera y agentes del FBI. De acuerdo con CNN, un Gran Jurado general de Alexandria, Virginia, envió citatorios “en semanas recientes” a “socios” de Flynn “en busca de registros de negocios, como parte de la investigación en curso sobre la intervención de Rusia en la elección del año pasado”.
No hay nada que impida que otros fiscales federales o estatales pongan en marcha sus propias investigaciones sobre Trump y sus socios. Eric Schneiderman, procurador general del Estado de Nueva York, investiga si el presidente está violando la “cláusula de emolumentos” de la Constitución al aceptar pagos de gobiernos extranjeros a través de sus hoteles, lo cual también es un tema de investigación por parte de un comité de la Cámara y de una demanda judicial presentada por la organización Ciudadanos a favor de la Responsabilidad y la Ética en Washington, que es un grupo de interés público.
Y es posible que las cosas no acaben ahí: según informes, Trump es dueño de negocios en diez estados de la Unión Americana, el distrito de Columbia y 25 países de todo el mundo. Antes se les llamaba conflictos de intereses. Ahora podría llamárseles objetivos de oportunidad.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek