Habían pasado pocos días después del comienzo del nuevo milenio y la embajada estadounidense en Moscú realizaba una recepción en la Casa Spaso, que durante décadas había sido la elegante residencia del embajador estadounidense. La tumultuosa era de Boris Yeltsin en Rusia había llegado a un abrupto y tremendo final el día de Año Nuevo, cuando el presidente ruso, que había desintegrado la Unión Soviética y había convertido su país en una joven y caótica democracia, anunció su renuncia. Su sucesor era el hombre al que había nombrado su primer ministro apenas unos meses antes, un hombre poco conocido para la mayoría de los rusos, por no hablar del mundo exterior: el exoficial de la KGB Vladimir Putin.
Mientras Jim Collins, un diplomático de carrera de voz suave que en ese entonces era el embajador estadounidense en Rusia, saludaba a los presentes en la recepción y preguntaba a los invitados qué era lo que pensaban sobre el notable cambio en la cima del Kremlin, el sentimiento más patente era de alivio. La época de Yeltsin, que había comenzado con tantas promesas, se había convertido en una distopía caótica y profundamente corrupta. Yeltsin, que se había vuelto prominente debido a su gran energía (la ocasión en la que subió a un tanque en el centro de Moscú para hacer retroceder a los revanchistas que querían salvar la dictadura soviética es uno de los momentos más representativos del final de la Guerra Fría), padecía una enfermedad crónica y se aficionada cada vez más al vodka. Un grupo de hombres de negocios con conexiones políticas había vaciado económicamente el país y había trasladado la mayoría de sus ganancias al extranjero. Su presupuesto había sido destruido y los servidores públicos no recibían ningún pago (en esa época escribí un reportaje sobre un coronel de las Tropas de Misiles que se suicidó porque no tenía dinero para ofrecer una fiesta de cumpleaños para su esposa). La alguna vez poderosa y eficaz KGB tuvo que ver cómo sus mejores oficiales dejaban sus puestos para trabajar con empresarios privados, dejando los servicios de seguridad del Estado desmoralizados y cada vez más corruptos. Rusia estaba en el caos.
Collins escuchó las distintas opiniones y luego expresó la propia. “Necesitan a alguien que pueda asumir el control de este lugar”, dijo. En otras palabras, él también se sentía aliviado de que Yeltsin se hubiera ido.
Hemos olvidado, en medio de la creciente histeria en Washington sobre todo lo que ocurre en Rusia, que Vladimir Vladimirovich Putin, que actualmente es presentado como un villano caricaturesco por los políticos y la prensa de Occidente, tuvo un periodo de luna de miel. En ese entonces, muchas personas decidieron pasar por alto la carrera de Putin en la KGB y centrarse en el hecho de que había sido un enérgico asesor del alcalde con mentalidad reformista de su nativa San Petersburgo en la era inmediatamente posterior a la caída de la Unión Soviética. Madeleine Albright, que en ese entonces era la secretaria de Estado de Bill Clinton, lo llamó “reformador”, y ambas facciones del ala política de Washington fueron engatusadas por Putin durante la siguiente década. George W. Bush, que buscaba desesperadamente la ayuda de Rusia en la guerra contra el terrorismo después del 11/9, pronunció su famosa frase de que había “mirado al interior del alma [de Putin]”. (“Yo también”, bromeó el senador John McCain, “y vi tres letras: KGB”). En una fecha tan reciente como la elección de 2012 en Estados Unidos, el presidente Barack Obama se burló de Mitt Romney por decir que Putin era una amenaza para Estados Unidos. “La década de 1980 llamó y desea traer de vuelta su política de relaciones exteriores”, bromeó Obama.
Eso ocurrió un ciclo electoral atrás. Ahora, de acuerdo con sus críticos, Rusia constituye una amenaza mortal para todo lo que Occidente tanto aprecia, e intentó intervenir, principalmente a través del ciberespacio, en la elección de 2016. La posesión más preciada de Estados Unidos, su democracia, fue atacada en lo que McCain, al hablar a nombre de una gran parte del orden establecido de Washington, denominó “un acto de guerra”. El nuevo gobierno de Trump está siendo acosado por una indagación del FBI para averiguar si algunos miembros de su campaña se coludieron con Moscú en un intento de impedir que Hillary Clinton llegara a la Casa Blanca. Trump tuvo que despedir a Michael Flynn, su primer asesor de seguridad nacional, por ocultar lo que le había dicho al embajador ruso Sergey Kislyak durante el periodo de transición. Luego, el 10 de mayo, despidió al hombre que supervisaba la investigación del FBI sobre Rusia y la campaña de Trump, el director James Comey, en parte debido a que no exoneró públicamente al presidente de tener lazos con Moscú.
De repente, podía percibirse un innegable olorcillo a una crisis al estilo Watergate en el aire de Washington, D. C. Sin embargo, este escándalo tiene una característica distintiva: conforme se desarrollen las distintas investigaciones durante las semanas y meses siguientes, debemos recordar que no se trata de un escándalo surgido en Estados Unidos, sino que fue hecho en Moscú. Hubo muy pocas ocasiones durante la Guerra Fría en que Rusia haya intervenido de manera tan eficaz en la política estadounidense.
Dejemos de lado, por el momento, si se trata de una crisis o, como diría Trump, de una historia “falsa” elaborada por los demócratas furiosos por haber perdido la elección y difundida por sus aliados de los medios de comunicación. Hace menos de dos décadas, Putin había heredado un país agotado y en bancarrota. La que alguna vez había sido una superpotencia no tenía prácticamente ninguna influencia, ni siquiera en su patio trasero (Estados Unidos había humillado a Moscú y enfurecido a Putin, que en ese entonces dirigía el Servicio de Seguridad Federal, el organismo sucesor de la KGB durante el régimen de Yeltsin, cuando bombardeó Serbia, país aliado de Rusia, durante la guerra de Kosovo, en 1999).
Ahora Rusia vuelve a ser el enemigo público número uno de Estados Unidos y Putin se encuentra a la ofensiva en todo el mundo. Es el principal partidario del dictador sirio Bashar al Assad, gracias a su audaz despliegue del ejército ruso para combatir a los rebeldes islamistas contrarios a Assad. Anexó Crimea y envió soldados rusos, así como operadores especiales, al este de Ucrania, donde aún permanecen. En el Lejano Oriente, está acercando a Rusia hacia una alianza militar con Pekín. Y en Europa y Estados Unidos, los guerreros cibernéticos de Putin, están desatando el caos.
CONTROLAR EL PODER: Hace más de 15 años, Vladimir Putin, que en ese entonces era un exoficial de la KGB poco conocido, reemplazó al presidente Boris Yeltsin, cuyo mandato estuvo marcado por niveles distópicos de corrupción. FOTO: SOVFOTO/UIG/GETTY
UN BRILLANTE ZAR
¿Cómo logró Putin todo esto? De la humillación de la década de 1990 (recordemos que Putin dijo famosamente que la caída de la Unión Soviética había sido “el mayor desastre geopolítico del siglo XX”), obtuvo una revelación esencial. Sabía que el mayor activo de Rusia lo constituían sus vastos recursos naturales: petróleo y gas, minerales y madera, todo lo cual había sido entregado por Yeltsin a los oligarcas a cambio de una miseria. Putin se dio cuenta de que era muy importante que el Estado ruso recuperara esos activos. Si el gobierno controlaba los recursos del país, y particularmente el petróleo, volvería a tener una gran influencia, particularmente en Europa. Putin tomó la decisión de hacerlo.
Consideremos el caso de Yukos, el gigante petrolero adquirido en la década de 1990 por el empresario Mikhail Khodorkovsky, que pagó alrededor de 150 millones de dólares por una empresa que para 2004 estaría valuada en 20,000 millones de dólares. A partir de 2003, el gobierno de Putin presentó una serie de acusaciones de evasión de impuestos contra Yukos y sus directores. Moscú buscaba obtener 27,000 millones de dólares en impuestos adeudados, pero eso no era lo único que Putin deseaba. Yukos producía 20 por ciento del petróleo ruso, y Putin lo quería de vuelta. El gobierno congeló los activos de Yukos y rehusó participar en conversaciones para llegar a un acuerdo; luego, en octubre de 2003, Khodorkovsky fue arrestado (pasaría más de una década en la cárcel). Luego, Moscú embargó los activos de Yukos y, finalmente, los transfirió a una empresa llamada Rosneft, dirigida por Igor Sechin que, como Putin, también había trabajado en la KGB.
La recuperación de activos, ya fuera directamente por el Estado o por empresas privadas dirigidas por hombres leales a Putin, había comenzado. Putin deshacía lo que Yeltsin había hecho en la década de 1990. Actualmente, gran parte de las reservas de petróleo de Rusia están controladas por empresas propiedad del Estado.
El momento elegido por Putin difícilmente pudo haber sido mejor. En la década de 1990, los precios de prácticamente todas las materias primas se habían desplomado. Pero en el cambio de siglo, surgió un nuevo y voraz consumidor de materias primas: China, con su economía que había mostrado un crecimiento de casi 10 por ciento al año durante varios años al hilo. En ese entonces, Rusia no vendía mucho directamente a China, debido al recelo estratégico entre ambos países que se remontaba a la época de la Guerra Fría. Pero no importaba. La demanda de China de materias primas que iban desde el petróleo y la madera hasta la bauxita impulsaron al alza los precios mundiales, y la economía rusa se benefició enormemente debido a ello.
RUSO TRAS LAS REJAS: Tras arrestar a Mikhail Khodorkovsky, exdirector del gigante petrolero ruso Yukos, por acusaciones de evasión fiscal, Moscú embargó los activos de la empresa. FOTO: ALEXANDER NATRUSKIN/REUTERS
A los activistas de derechos humanos les indignaba que Khodorkovsky estuviera en la cárcel por cargos fabricados, pero esto no les importaba a los rusos promedio. Recuerdo haber visitado Moscú en 2007 y sentirme sorprendido por la manera en que se ha transformado desde la partida de Yeltsin. En la década de 1990, la mayor parte de la ciudad parecía un lúgubre barrio de bajos ingresos. Ahora, había nuevas tiendas minoristas por todas partes, así como clientes que tenían el dinero suficiente para comprar en ellas.
Putin tuvo la suerte de que el ascenso económico de China coincidiera con su primera década en el poder, pero sabía lo que deseaba hacer con el dinero generado por el auge de las materias primas. Apuntaló las finanzas del Estado y, en el proceso, comenzó a reconstruir los servicios de seguridad estatales, que eran los organismos sucesores de la KGB, del Ministerio del Interior y de la milicia.
También reclutó jóvenes rusos con habilidades tecnológicas para trabajar para su patria, algo que pocos de ellos habrían considerado cuando estuve allí en la segunda mitad de la década de 1990. Y ello plantea un punto importante sobre el ascenso de Putin que la mayoría de los países occidentales, en medio de la histeria actual sobre Rusia, pasan por alto. La recuperación económica de ese país, así como la sensación ampliamente difundida de que Putin restauraba el orden cuando no había ninguno, lo hizo tremendamente popular en su país. Podríamos decir que estaba haciendo que Rusia fuera grande otra vez, y esto le encantaba a la mayoría de los rusos. Eso hizo que a Moscú le resultara más fácil persuadir a esos jóvenes brillantes para convertirse en guerreros cibernéticos que luchan a favor de la madre Rusia; las personas que incursionaron en el Comité Nacional Demócrata e intervinieron en la campaña de Hillary Clinton no son reliquias de la Guerra Fría. Son principalmente millennials que se bautizan a ellos mismos con sobrenombres en línea de mucha onda y que desatan alegremente el caos.
Rusia organizó su primer ataque cibernético masivo contra un gobierno extranjero en 2007. El blanco fue Estonia, uno de los tres antiguos estados soviéticos del Mar Báltico que habían declarado su independencia tras la caída de la URSS, en 1991. Decenas de sitios web del gobierno y de empresas estonias fueron inutilizados durante días por ataques de denegación del servicio provenientes de Moscú, que se había enfurecido por una supuesta discriminación contra los rusos nativos que vivían en ese país.
Como informó Newsweek en exclusiva el 12 de mayo, ese mismo año Rusia intervino en la campaña del entonces candidato Barack Obama, ataques que los funcionarios de campaña desconocían en ese entonces. Una vez que Obama fue electo, piratas informáticos rusos atacaron a varios funcionarios de alto nivel de los departamentos de Estado, Energía y Defensa.
Moscú apenas comenzaba. Puso en marcha otro ataque cibernético masivo en 2008, cuando fuerzas rusas, como parte de los esfuerzos de Putin para asegurar lo que los rusos denominan sus “vecinos cercanos”, invadieron Georgia. Como recuerda David Batashvili, que en esa época formaba parte del personal del Consejo de Seguridad Nacional del gobierno de Georgia en la ciudad capital de Tbilisi, “Todos los sitios web de nuestro gobierno y de los medios de comunicación habían sido desactivados justo cuando los soldados rusos cruzaban la frontera. Fue un ataque cibernético masivo y muy eficaz”.
Desde entonces, Putin ha hecho que su músculo cibernético sea una parte esencial de la influencia de Rusia en el mundo. En diciembre pasado, el presidente de Ucrania, Petro Poroshenko, dijo que, en los dos meses anteriores, instituciones del gobierno central, como los ministerios de Defensa y de Finanzas, así como la red eléctrica de la capital, habían sido atacados 6,500 veces, y los comandantes de la OTAN temen que estos ataques pudieran presagiar otra incursión militar de Rusia en ese país en una fecha próxima.
Como hemos visto, Rusia también utiliza guerreros cibernéticos para intervenir en campañas políticas en otros países, ya sea al irrumpir en la cuenta de correo electrónico de John Podesta, el presidente de la campaña de Clinton, o al hurgar en los archivos del nuevo presidente francés, Emmanuel Macron, al que Moscú también se opuso (Marine Le Pen, la candidata de extrema derecha derrotada por Macron, está abiertamente a favor de Putin). Y la canciller alemana Angela Merkel ya ha advertido que es muy probable que Moscú trate de intervenir en las elecciones que se llevarán a cabo en Alemania el próximo otoño.
SONRISAS PERSPICACES: Un día después de que Donald Trump hubiera destituido al director del FBI, que supervisaba la investigación sobre los lazos entre la campaña de Trump y Moscú, el presidente se reunió con el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergey Lavrov.
CLASE MAESTRA DE ESPIONAJE
Es evidente que Rusia está entrometiéndose en otros países, pero no es claro si estas intromisiones son inteligentes desde el punto de vista estratégico. Analistas políticos de Moscú se ríen ante la idea de que Putin estaba “obsesionado” con la derrota de Clinton, como ella lo dijo alguna vez, pero sí manifestaba su animadversión contra el gobierno de Obama. Pensaba que dicho gobierno ayudó a promover las manifestaciones anti-Putin que ocurrieron en toda Rusia en 2011. Cuando fue secretaria de Estado, Clinton criticó la legitimidad de la elección parlamentaria de Rusia, y Putin dijo públicamente que esa “interferencia en el proceso político de Rusia era intolerable”. Cuatro años después, dejó libres a sus piratas informáticos para que trabajaran contra la campaña de Clinton para llegar a la Casa Blanca.
Ahora, la pregunta para Putin es si el esfuerzo de Rusia para ayudar a derrotar a Clinton y elegir a Trump ha valido la pena. Ya resulta claro, y lo será aún más conforme se desarrollen las investigaciones sobre este tema en Washington, D. C., que los guerreros cibernéticos de Moscú interfirieron en la elección. Supongamos, en aras de la discusión, que Putin ordenó a sus servicios de inteligencia que se coludieran con la campaña de Trump, si no es que con el candidato mismo (aunque no hay ninguna prueba de ello). Muy poco de eso pudo haberse hecho en secreto, y probablemente sea revelado. Y esa es la razón por la que las relaciones entre Moscú y Washington, según reconocen ambas partes, se encuentran ahora en un nivel tan bajo como durante la Guerra Fría. La reunión que sostuvo Trump el 11 de mayo con Sergey Lavrov, ministro de Relaciones Exteriores de Putin, al haberse producido en medio de la creciente histeria antirrusa en Washington, fue una vergüenza para el presidente. Es probable que haya entrado en la Oficina Oval buscando establecer una mejor relación con Moscú, pero políticamente tiene un espacio cada vez más pequeño para actuar.
Varios diplomáticos afirman que los objetivos geopolíticos a corto plazo de Putin son claros: no va a retroceder en Siria, y la presencia militar en Moscú en ese país ha impedido eficazmente que Estados Unidos haga algo más que realizar ataques esporádicos contra los activos militares de Assad (al tiempo que alerta diligentemente y con anticipación a Moscú acerca de ellos). También desea ver si puede aprovechar su posición en Siria para obtener concesiones de Occidente con respecto a Ucrania. Es decir, es probable que ofrezca cooperar para establecer “zonas seguras” en Siria a cambio de la eliminación de las sanciones establecidas por Estados Unidos y la Unión Europea contra Rusia, desencadenadas por su anexión de Crimea.
Resulta notable que Putin se encuentre en una posición en la que puede tratar de hacer todo eso, dada la situación que había en Rusia el 1 de enero de 2000: caos dentro del país y un retroceso fuera de él. Sin embargo, en el entorno actual, ¿acaso el gobierno de Trump y sus aliados de Europa Occidental harán algún tipo de concesión a Putin? En Washington, Putin ha logrado que el Partido Demócrata, que desde los primeros años de la década de 1970 ha buscado constantemente una mejor relación con Moscú, se convierta en un histérico combatiente de la Guerra Fría. Muchos republicanos, que desconfían instintivamente de Rusia, buscan un búnker para esconderse mientras esperan que pase esta tormenta de Putin; no apoyarán a Trump si este desea reorientar la política exterior de Estados Unidos en una forma que complazca a Putin. Y el presidente, cada vez más aislado a pocos meses de comenzar su mandato, no hace más que tuitear extrañas amenazas y acusaciones.
Es posible que Putin haya restaurado el orgullo de Rusia, así como una semblanza de su condición de superpotencia, pero el antiguo superespía bien pudo haber abusado de su suerte al tratar de hacer que la elección estadounidense de 2016 se inclinara hacia su candidato preferido. Quizás haya obtenido el resultado que buscaba, pero algún día deseará no haberlo hecho.
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Con información de Jeff Stein en Washington, D. C.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek