Hoy, tener cualquier nexo con Moscú es
políticamente tóxico en Washington. Informes recientes indican que el presidente
Donald Trump podría haber pedido prestado dinero ruso para mantener a flote su
imperio, mientras hay varias investigaciones en curso sobre la interferencia
del Kremlin en la elección presidencial de Estados Unidos.
El principal estratega de Trump, Steve
Bannon, no ha sido implicado en ninguna de las indagatorias en marcha, pero él
sí tiene vínculos ideológicos con Rusia, y podría decirse que tuvo un impacto
profundo en la relación de la administración con el Kremlin.
Es difícil predecir cuánta influencia
tendrá él. A principios de abril, Bannon fue despedido del Consejo de Seguridad
Nacional en un golpe que fue en parte una riña sobre cómo enfrentar a Rusia.
Días más tarde, después de que el gobierno sirio apoyado por Moscú mató civiles
en un ataque químico, Bannon perdió un debate acalorado con Jared Kushner,
yerno de Trump y alto asesor, con respecto a si castigar al régimen de Damasco.
A pesar de estos reveses, Bannon sigue siendo una voz influyente en la
administración de Trump.
Bannon, un ex banquero convertido en
productor cinematográfico y polemista de la derecha alternativa, no solo ha
alabado al presidente ruso, Vladimir Putin, sino también a un tipo de
nacionalismo místico y conservador conocido como eurasianismo, que es lo más
cercano que el Kremlin tiene a una ideología de estado. El eurasianismo afirma
que el destino de Rusia es encabezar a toda la gente eslava y túrquica en un
gran imperio que se resista a los valores corruptos occidentales. Su principal
proponente es Alexander Dugin, un politólogo ruso. La filosofía de Dugin
glorifica al imperio ruso, mientras que Bannon y el sitio web conservador que
él otrora encabezó, Breitbart News, revivió el eslogan de “EE. UU. primero”, el
cual Trump adoptó para su campaña.
A pesar de su nacionalismo, Bannon y
Dugin tienen algo en común: ambos creen que elites mundiales conspiran contra
la gente común. Sus enemigos: el secularismo, multiculturalismo, igualitarismo.
Ambos piensan que la verdadera lucha ideológica mundial no es entre Rusia y
Estados Unidos sino entre grupos culturalmente homogéneos fundados en valores
judeocristianos que practican el capitalismo humanitario y una red
internacional de capitalistas clientelistas banqueros y grandes empresarios.
La solución de Bannon es revivir el
estado-nación, precisamente lo que el Kremlin de Putin está promoviendo al
respaldar a candidatos opuestos a la Unión Europea desde Hungría hasta Francia.
“Yo sí pienso que la soberanía individual de un país es algo bueno y fuerte”, dijo
Bannon a un público de pensadores católicos en el Vaticano en una
videoconferencia desde EE. UU. en 2014. “Putin defiende las instituciones
tradicionales, y él trata de hacerlo en una forma de nacionalismo”.
Dugin está de acuerdo. “Somos descritos
injustamente como nacionalistas; pero esto no es el nacionalismo anticuado en
el sentido de chauvinismo étnico sino que refleja la idea de que creemos en
muchas civilizaciones que son todas iguales y tienen el derecho a su propia
identidad y deciden su propio curso”.
Ambos hombres también son supuestos
revolucionarios. Bannon —aunque otrora trabajó en Goldman Sachs— supuestamente
se ha descrito a sí mismo como un “leninista” que quería “destruir al estado”.
Y Dugin fue el fundador del Partido Nacional Bolchevique radical nacionalista,
cuyos miembros han sido encarcelados por tratar de fomentar revueltas armadas
entre las minorías rusas en repúblicas otrora soviéticas como Kazajstán.
La elección de Trump fue recibida con
gusto en Rusia y motivada por la televisión estatal, la cual lo ensalzó como un
hombre que finalmente podría mostrarle respeto a Rusia. En los primeros días de
la administración de Trump, el Kremlin había esperado tener una mejor relación
con Washington con base en la promesa de Trump de que él trabajaría
estrechamente con Putin para destruir al grupo miliciano Estado Islámico en
Siria.
El equipo original de Trump le dio al
Kremlin todavía más esperanza. Bannon era el jefe de estrategia. Michael Flynn
—quien recibió un pago de 40,000 dólares por aparecer en la fiesta de
aniversario en Moscú del canal de televisión RT, patrocinado por el Kremlin,
donde se sentó junto a Putin— fue nombrado asesor de seguridad nacional. Rex
Tillerson, ex director ejecutivo de Exxon Mobil, quien negoció un acuerdo de $7,000
millones de dólares para exploración petrolera en el Ártico ruso con Igor
Sechin, aliado cercano de Putin, fue nombrado secretario de estado.
El amorío entre Trump y el Kremlin
resultó ser breve. Bannon al parecer no hizo ninguna acción para levantar las
sanciones que se le impusieron a Rusia después de la anexión de Crimea en 2014.
Al mismo tiempo, acusaciones perjudiciales —incluido un dossier sin verificar
suponiendo contactos entre asesores de Trump y espías rusos— plagaron a la Casa
Blanca. Después de la renuncia de Flynn en marzo —mintió con respecto a sus
discusiones con el embajador ruso Sergey Kislyak sobre el posible levantamiento
de las sanciones—, Trump tuiteó que sería “duro con Rusia”, y la Casa Blanca
anunció que no levantaría las sanciones contra el Kremlin hasta que Crimea le
fuera regresada a Ucrania. Al mismo tiempo, el remplazo de Flynn, el general
H.R. McMaster, junto con el secretario de defensa, el general James Mattis,
parecían ganar poder dentro de la administración y tomar una línea contra Rusia
más dura y más apegada a los republicanos.
Muchos factores contribuyeron a la
destitución de Bannon del Consejo de Seguridad Nacional: él fue fundamental en
dos prohibiciones de viajes para países musulmanes que las cortes anularon, fue
uno de los arquitectos claves de un fallido proyecto de ley de salud pública, y
se vio envuelto en una riña de alto perfil con Kushner. Pero también quedó en
claro tras la caída de Flynn que la admiración por Putin —o cualquier tipo de
apaciguamiento con Moscú— se había vuelto políticamente imposible por miedo a
darles a los investigadores congresistas y del FBI evidencia de colusión.
La admiración de Bannon por Putin ha
entrado en conflicto directo con las nuevas políticas de la Casa Blanca.
Después del ataque sirio, Trump dijo que las relaciones de EE. UU. con Rusia
estaban en “un mínimo histórico” y cambió su postura anterior con respecto a la
OTAN, diciendo que la alianza “ya no [era] obsoleta”. En una reunión del G-7 en
Italia, Tillerson habló enfáticamente contra el Kremlin. Y cuando llegó a Moscú
para reunirse con Putin, su recepción fue más que fría.
La luna de miel política entre Trump y
Putin ha terminado, y Bannon ha sobrevivido con por lo menos algo de influencia
en la Casa Blanca. La pregunta ahora es si podrá hacer lo mismo si la relación
de Putin con Trump termina en un divorcio amargo.
—
Publicado en
cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek