MALALA YOUSAFZAI me cuenta de sus solicitudes de ingreso universitario y de sus exámenes finales de bachillerato, y su habitual confianza al hablar comienza a vacilar. La frase “me gusta” entra en el discurso, y rompe a reír con nerviosismo. A sus 19 años, Yousafzai ha sobrevivido a un intento de asesinato, ganado el Premio Nobel de la Paz y hablado ante la Asamblea General de Naciones Unidas. Es una de las jóvenes más famosas del mundo, pero en este momento está tan nerviosa por su futuro como cualquier aspirante universitaria.
En diciembre se entrevistó con profesores de Lady Margaret Hall, el primer colegio de la Universidad de Oxford que educó mujeres. En palabras de Yousafzai, fue “la entrevista más difícil de mi vida. Me asusto al pensar en la entrevista. No quiero recordarla”. Yousafzai desea estudiar filosofía, política y economía en Oxford, el título y la universidad de elección de muchos políticos británicos prominentes. Benazir Bhutto, ex primera ministra paquistaní, asesinada en 2007, también estudió FPE en Lady Margaret Hall (Bhutto es una heroína de Yousafzai; cuando habló en la ONU, en 2013, lució uno de los chales de la finada primera ministra).
El nerviosismo de Yousafzai al hablar de su entrevista en Oxford es refrescante, sobre todo en una joven cuya vida ha sido todo menos normal. Hace más de cuatro años, un militante talibán se aproximó al autobús escolar de Yousafzai, en el valle Swat de Pakistán. Con las manos temblorosas, el pistolero preguntó cuál de las niñas que estaban en el vehículo era Yousafzai. Al tiempo que sus amigas se volvían a mirarla, el militante le disparó en la cabeza. Entonces de 15 años, Yousafzai había sido una crítica muy vocal del Talibán en el norte de Pakistán, sobre todo por la represión del grupo contra la educación de mujeres y niñas.
Aunque ya era relativamente conocida, el intento de asesinato convirtió a Yousafzai en una celebridad mundial. Millones aguardaban noticias de su estado, muchos convencidos de que no sobreviviría. Pero ella tuvo suerte. La bala recorrió su cara y entró en su hombro, lo que dio a los médicos —primero en Pakistán y luego en Birmingham, Inglaterra— la oportunidad de salvarle la vida. Mientras se recuperaba y comenzaba a hacer declaraciones públicas, se hizo evidente que no daría marcha atrás y que seguiría su labor como defensora de la educación para niñas y mujeres. “Cuando sobreviví al ataque y desperté en el hospital, mi mente estaba muy, muy clara: esta vida es para una causa”, dice. “Esta es una segunda vida, y me ha sido dada para algo más grande de lo que fui antes”.
Yousafzai ha logrado mucho en esa segunda vida: ha establecido un fondo que ha repartido 8.4 millones de dólares desde su creación, en 2013; ha ganado el Nobel; y ha publicado unas memorias galardonadas. También se ha convertido en un icono feminista para mujeres del mundo entero. “Hubo una época en que las mujeres activistas pedían a los hombres que defendieran sus derechos”, dijo a la Asamblea General de Naciones Unidas el día de su cumpleaños número 16, que la organización declaró el Día de Malala. “Pero esta vez lo haremos nosotras solas”. No obstante, tres años después, Yousafzai tiene que descubrir algo más sobre sí: la mejor manera de hacer la transición de niña estrella del humanitarismo global a activista o política de tiempo completo.
RECORDATORIO PARA EL MUNDO: “Cuento mi historia no porque sea única, sino porque no lo es. Es la historia de muchas niñas”. Foto: JUSTIN TALLIS/AFP
Christina Lamb, principal corresponsal extranjera de The Sunday Times of London y coautora de Yo soy Malala, las memorias de Yousafzai, asegura que los muchos reconocimientos y la fama internacional no se le han subido a la cabeza a su joven amiga. “Jamás he conocido a una persona tan elocuente y tan apasionada y decidida a marcar la diferencia”, dice Lamb. “No me sorprendería que terminara como primera ministra de Pakistán o como secretaria general de ONU”. Por ahora, prosigue Lamb, Yousafzai está concentrada en recibir la mejor educación posible, pues considera que la escuela es “una herramienta que la ayuda a analizar distintos temas, a encontrar la manera de marcar una diferencia en los países, y a lograr que se hagan cosas”.
Los años universitarios de Yousafzai le darán tiempo para averiguar qué hará en adelante. “Me vienen a la cabeza muchas ideas y pensamientos”, revela, cuando nos reunimos en la Biblioteca Pública de Birmingham, a fines de diciembre. “Digo, una vez he querido ser abogada, doctora, mecánica de autos, artista. Y a veces, digo, quisiera ser política y convertirme en primera ministra de Pakistán”.
En muchas otras ocasiones, Yousafzai ha dejado claro que tiene ambiciones políticas. En octubre, en Emiratos Árabes Unidos, manifestó ante las delegadas de una conferencia sobre temas de las mujeres que quería ser primera ministra de Pakistán. Un año antes dijo a The Guardian: “Ya que nuestros políticos no hacen nada por nosotros, nada por la paz, nada por la educación, quiero ser primera ministra de mi país”. Es difícil saber si sus aspiraciones son espabiladas o ingenuas (gobernar rara vez es tarea para los puros, y hasta la propia Bhutto enfrentó alegatos de corrupción). Ha pasado más tiempo con líderes mundiales y políticos que casi cualquier otra joven de 19 años, y tal vez haya llegado a la conclusión de que ser activista, incluso mundialmente famosa, no basta para marcar una diferencia en el mundo. Pues, para eso, hace falta poder real.
En su hogar del sur de Asia, muchos han criticado la manera como los medios y las instituciones occidentales han conferido a Yousafzai una especie de condición de celebridad. Su “importancia estriba en su capacidad para ser común y seguir llevando una vida ética e inspiradora”, declara el autor indio Tabish Khair, quien ha escrito sobre Yousafzai. “Transformarla en un ídolo es negar eso, minimizarlo. Además, es negar a muchas otras Malalas que también están luchando; muchas de ellas, de maneras muy comunes, como cubrirse las cabezas en silencio y asistir a la escuela pese a la reprobación de sus mayores. Tal vez si Malala pudiera seguir adelante y lograr algo que no sea visto como una mera bendición idolatrada por Occidente –lo que, por desgracia, fue la percepción general del Nobel para los no occidentales-, eso significaría mucho más para estas heroínas comunes”.
El riesgo de que su fama opaque su causa es algo que Yousafzai ha reconocido muchas veces. “El Día de Malala no es mi día”, dijo a la Asamblea General de la ONU en 2013. “Es el día de todas las mujeres, de todos los niños y todas las niñas que han alzado la voz por sus derechos”. Un año más tarde, al aceptar el Premio Nobel de la Paz, en Oslo, recordó al mundo: “Cuento mi historia no porque sea única, sino porque no lo es. Es la historia de muchas niñas”.
Yousafzai insiste conmigo en que no es una celebridad, pero se engaña. Tal vez no sea ese tipo de celebridad, pero está en la lista A global, aunque no quiera. Y esa fama ha resultado útil, pues le ha dado influencia y recursos. En 2013, Yousafzai y su padre, Ziauddin, crearon el Fondo Malala, una organización que invierte en la educación mundial de las niñas y ejerce presión en los órdenes local, nacional e internacional para mejorar el acceso de las niñas a las escuelas. En Nigeria, el fondo ha brindado asesoría y becas de bachillerato completas a las niñas que lograron escapar de Boko Haram, grupo militante islámico que las mantuvo secuestradas. También abrió una escuela para refugiadas sirias en Líbano, y ha financiado programas educativos en dos campamentos para refugiados en Jordania.
INQUEBRANTABLE: Yousafzai se recupera en un hospital de Birmingham después de que un militante talibán le disparó a la cabeza, en Pakistán, en 2012. Foto: QUEEN ELIZABETH HOSPITAL/AFP
En diciembre, la junta directiva del fondo se reunió para decidir cómo asignar una nueva serie de becas como parte de una iniciativa llamada Gulmakai Network. El nombre es un reconocimiento al seudónimo que usaba Yousafzai a los 11 años, cuando escribía un blog para la BBC, donde narraba su vida bajo el Talibán. Dicha red ha empezado a invertir en programas para la defensa de la educación, administrados por residentes locales (del tipo que operaron Yousafzai y su padre cuando vivían en Pakistán), y desembolsará hasta diez millones de dólares anuales a lo largo de la próxima década. El proyecto marca una expansión significativa de la labor del Fondo Malala.
Yousafzai estuvo presente en la reunión de diciembre y ayudó a asignar las becas, pero no participa en la operación cotidiana del fondo. Dice que, en este momento, está enfocada en la escuela más que en dirigir una organización de caridad. Pero una vez que termine la universidad, el fondo estará, esencialmente, bajo su control, si así lo decide. Y si bien el fondo apenas inicia, es indudablemente poderoso. Si Yousafzai lo dirigiera, tendría a su disposición decenas de millones de dólares para gastarlos en las causas que ella —y la junta de directores— considere adecuadas.
Es una opción que pocos, o casi ningún estudiante universitario tendrá al graduarse. Y Yousafzai agradece la oportunidad, aun cuando a veces le entristece pensar en lo que ha perdido al ser Malala, la niña que sobrevivió al Talibán. “Ahora, con 19 años, miro atrás y me pregunto, digo, ¿en dónde quedó mi juventud, qué fue de mi infancia?”, dice. “A mi edad muchos niños no habrían visto que les prohibieran la escuela, muchos niños no habrían tenido que ver terroristas, muchos niños no habrían experimentado campañas para temas importantes ni conocido líderes mundiales”.
Aunque sus compañeros de escuela conocen su pasado, Yousafzai dice que no toca el tema con ellos. Y tampoco habla de su activismo ni de las campañas que dirige su fondo. “Trato de no ser demasiado seria con mis amigos —explica—. Quiero ser normal”.
Yousafzai menciona la palabra “normal” más de 20 veces durante nuestra charla. Insiste, repetidas veces, en que, pese a todo lo que ha hecho, sigue siendo común. Cuando habla de sí como activista o como personaje famoso, tiende a usar la tercera persona, como si la Malala que se reúne con jefes de Estado fuera otra niña. Acerca de las dificultades iniciales que tuvo para hacer amigos en su escuela, comenta: “Fue difícil al principio, quizá porque algunas niñas tenían miedo… ¿debían hablar con Malala o no? Y aunque quisieran hablar con Malala, ¿cómo debían hablar con ella y qué tipo de persona sería?”.
Pasaron meses antes de que Yousafzai (quien se describe como “muy tímida”) pudiera hacer amigos en su nueva escuela. Incluso ahora recela de cualquier cosa que pueda alterar la percepción que tienen de ella sus compañeros de clase o hacerles recordar que es diferente. Yousafzai dice que, cuando sale de compras con sus amigos, las interrupciones de los transeúntes le resultan embarazosas. “Digo, como cuando la gente viene y pide hacerse fotos frente a tus amigos, te sientes un poco incómoda —explica—. A veces no quieres recordar la fama y todo lo demás que está por fuera”.
Yousafzai tendrá que hacer nuevos amigos en la universidad y, por primera vez en su vida, no tendrá la seguridad que proporciona su familia. No obstante la institución a la que asista —también ha presentado solicitudes en la Escuela de Economía de Londres y en las universidades de Durham y Warwick—, como millones de estudiantes en todo el mundo tendrá que vivir lejos de casa por primera vez.
Yousafzai asegura que la entusiasma esa posibilidad, mas su familia no está igual de emocionada. Cuando ella y su padre visitaron la Universidad de Stanford, en California, ella recuerda que su padre preguntó a la persona que los llevó en un recorrido si el campus contaba con instalaciones para la familia, porque él pretendía mudarse a Stanford si su hija estudiaba allí. Por desgracia para Ziauddin, la respuesta fue no. Y en ese momento su hija dio un paso más hacia una adultez prometedora que podría eclipsar una infancia notable.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek