UNA TARDE DE ENERO de 2009, Xiao Hongzhi caminaba por una calle casi desierta en la ciudad de Dongguan, en la parte este de China, hacia la puerta de la fábrica en la que había trabajado hasta hacía muy poco. La fábrica había sido cerrada y una nota en la puerta avisaba a los antiguos trabajadores que debían ir a la pagaduría local, donde recibirían una compensación. Xiao se encogió de hombros y se fue de ahí, sintiéndose aliviado porque al menos recibiría algo.
Podría decirse que Dongguan, situada en la provincia costera de Guangdong, fue el epicentro de lo que los economistas occidentales denominan ahora el Shock de China: el enorme impacto, para bien o para mal, del surgimiento de Beijing como la fábrica del mundo. Se convirtió, en los años posteriores a la apertura económica de China al mundo, en el hogar de fábricas que producían casi todo lo imaginable y, en su mayor parte, exportaban esas mercancías al resto del mundo desarrollado.
Por esa razón, cuando la visité en 2009, Dongguan se encontraba en medio de una gran agitación y también debido a ello, Xiao había perdido su empleo. Una crisis financiera en Estados Unidos, a medio mundo de distancia, había dado al traste con la economía más grande del mundo, y eso significaba que China, y Dongguan en particular, que dependían en gran medida de las exportaciones, se encontraban en serios problemas. De hecho, Xiao fue uno de los pocos que tuvieron suerte: él y su pequeña familia obtuvieron cierta compensación, con la que financiaron su viaje de vuelta a la provincia de donde son originarios, en el centro de China, donde ahora él dirige un pequeño negocio. Más temprano, ese mismo día, cuando él y yo visitamos esa fábrica cerrada, se había convocado a cientos de policías antimotines para disolver una manifestación realizada por trabajadores de otra fábrica, cuyo dueño había cerrado el lugar y había huido de la ciudad, sin dejar nada atrás.
Incidentes desagradables como ese hicieron que el gobierno chino entrara en pánico. Para aplacar a esos millones de trabajadores cuyas vidas fueron puestas de cabeza por lo que había ocurrido en Wall Street, China se embarcó en una juerga de gastos impulsada por créditos, la cual sigue estimulando a su economía. No importaba: el Partido Comunista de China sabía que si no aplacaba a todos esos trabajadores, los dirigentes chinos podrían encontrarse frente a una tumba abierta.
Tengo más de una década viviendo e informando desde China y, para mí, no hay nada que ejemplifique mejor el extraordinario impacto que nuestras dos economías tienen entre sí que mi viaje a Dongguan: el impacto de la crisis financiera estadounidense fue inmediato y devastador, y ambos países continúan viviendo sus consecuencias. A eso se debe que la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos y sus objetivos políticos declarados en relación con China estén llenos de peligros.
Los profesionales económicos de la corriente principal ya se han retirado a sus divanes como resultado de los ruidos proteccionistas que Trump profirió en la ruta de campaña y después de ella. Se les han unido los diplomáticos del país y los antiguos dirigentes chinos, que sufrieron un ataque cardíaco colectivo el 2 de diciembre, cuando el presidente electo aceptó una llamada de felicitación de la presidente de Taiwán, Tsai Ing-wen, y publicó un tuit al respecto. China insiste en que Taiwán es una provincia renegada que algún día volverá a los brazos de Beijing, y un antiguo protocolo diplomático entre Washington y la República Popular de China ha descartado cualquier contacto entre el líder de Taiwán y su homólogo estadounidense. (La última vez que un presidente estadounidense habló con su colega en Taipei fue en 1979). Dos días después, Trump dijo a China que las cosas ya no serían igual cuando asuma el cargo. Publicó un tuit diciendo que China nunca “nos preguntó si estaba bien” haber “devaluado” su moneda, imponer aranceles a las exportaciones estadounidenses, o “construir un enorme complejo militar en el Mar del Sur de China” (un tema sobre el cual dijo muy poco durante la campaña).
Beijing (al igual que el resto de nosotros) ha tenido que aceptar el hecho de que este parece ser el verdadero Donald en relación con la política hacia China, particularmente en el comercio. Durante su campaña, pidió un arancel de 45 por ciento a las exportaciones chinas y un impuesto de 35 por ciento sobre todas las mercancías exportadas a Estados Unidos por compañías estadounidenses que envíen sus trabajos al extranjero. Atacó repetidamente a China por “robar” empleos a Estados Unidos. Después de la elección, nombró como secretario de comercio al empresario e inversionista Wilbur Ross, que en sus declaraciones públicas ha indicado que él, al igual que Donald Trump, considera al comercio básicamente como un juego de suma cero: si tienes un déficit comercial, eres, en palabras de Trump, un perdedor, y si tienes un superávit, como el que China ha tenido durante años, estás ganando a lo grande. Además, una de las “mentes” del presidente electo en relación con el comercio (aunque aún no está claro si tendrá un puesto en el gobierno) es Peter Navarro, un académico cuyos dos más recientes libros sobre China se titulan Death by China (Muerte por China) y The Coming China Wars (Las guerras chinas que se avecinan).
Dejando esto de lado, Trump ama a ese país.
CARNADA TELEFÓNICA: Trump sacudió las relaciones entre Estados Unidos y China incluso antes de asumir el cargo cuando habló por teléfono con la presidente de Taiwán. FOTO: ANDY WONG/AP
CASTIGAR AL INSOLENTE LAOWAI
La relación económica entre Estados Unidos y China se ha visto complicada y perjudicada por versiones simplificadas del actual debate comercial: “Les ponemos un arancel de 45 por ciento y todo estará bien”, versus “Véase la Ley de Aranceles Smoot-Hawley, estamos entrando en la próxima Gran Depresión”. También resulta notable el grado en el que los economistas de la corriente principal y a favor del libre comercio, así como sus fanáticos en las áreas de la política y de la intelectualidad comprenden erróneamente las cosas más básicas acerca de la relación comercial y económica.
A eso se debe que la sabiduría convencional acerca de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, según la cual le explotaría en la cara inevitablemente a Estados Unidos, no es necesariamente correcta. Por ejemplo, muchas personas suponen que un país que tiene un superávit contable siempre estará en una postura sólida frente a un país deficitario cuando se intensifica la fricción comercial. Sin embargo, esto no se basa en hechos. Michael Pettis, profesor de finanzas de la Universidad Tsinghua de Beijing, y uno de los observadores más objetivos de la economía y las relaciones comerciales de China, dice, “Los precedentes históricos son muy claros e indican que en épocas de guerra comercial y de divisas, los países con un superávit son los más vulnerables”.
Consideremos uno de los mitos más comunes sobre por qué es imprudente que Trump piense siquiera en emprender una guerra comercial con China: Beijing posee más de un billón de dólares de la deuda estadounidense y, durante la última década, ha sido el mayor comprador en las subastas del Tesoro estadounidense. Hillary Clinton, la inteligente y curtida diplomática, dijo una vez que emprender una lucha contra China era demasiado arriesgado porque Beijing es “nuestro banquero”. La suposición indica que si Estados Unidos impone aranceles a las mercancías chinas, el Banco Central de ese país inundaría el mercado con sus bonos del Tesoro, lo cual aumentaría las tasas de interés en Estados Unidos y castigaría al imprudente laowai (extranjero).
El único problema con esa teoría es que es casi totalmente errónea. Beijing no adquiere deuda estadounidense ni de ningún otro país como un favor ni para obtener una ventaja para anticiparse a una guerra comercial (o algo peor). Los chinos la adquieren porque tratan de apuntalar su divisa, el renminbi, a una tasa relativamente fija con respecto al dólar estadounidense, con el objetivo —entre otras cosas— de obtener superávits comerciales para fomentar el empleo local que, a su vez, fomente el comercio. (Si Beijing reciclara sus superávits en su mercado local de bonos en lugar de hacerlo en el de Estados Unidos, el valor del renminbi aumentaría con respecto al dólar a un ritmo más rápido a aquel con el que el Banco Central de China se ha sentido cómodo durante la última década. En otras palabras, al vender deuda en dólares, China estaría perjudicándose económicamente a sí misma).
Si Estados Unidos comienza un conflicto comercial tradicional (y de acuerdo con la retórica de Trump, ése parece ser el plan), los riesgos para Estados Unidos son más evidentes y directos. Es casi seguro que la imposición de aranceles generales a las mercancías hechas en China (incluso aquellas que, supuestamente, hayan sido fabricadas en ese país por empresas estadounidenses y enviadas de regreso a Estados Unidos) provoque algún tipo de represalia contra los productos estadounidenses en China. Por ello, en una “fiesta de observación” el día de las elecciones (la mañana del miércoles, en el horario de China), el estado de ánimo en la Cámara de Comercio de Estados Unidos en Shanghai se volvió “lúgubre”, señaló un participante, conforme se hacía más claro que Trump sería el ganador.
Quizás Estados Unidos no venda tanto en China como China vende en Estados Unidos, pero existen muchos blancos importantes para Beijing. En un artículo editorial, el Global Times, un diario injuriosamente nacionalista de China, se leía, “Hey, Apple, tienes un bonito negocio de iPhone aquí en China. Sería una lástima si algo le ocurriera”.
Unos cuantos economistas (Pettis es uno de ellos) señalan que es posible que Estados Unidos asuma una postura más severa con respecto al comercio en una forma que beneficie a los trabajadores estadounidenses sin desatar una guerra comercial. Afirman que una política comercial que no se implemente de manera “perturbadora”, en palabras de Pettis, “a través de una serie de intervenciones realizadas deprisa y en forma torpe [beneficiaría] a los fabricantes estadounidenses y a sus trabajadores” aún más de lo que perjudicaría al resto del país mediante precios más altos de las importaciones.
Pettis y otros economistas que piensan como él piden el uso de un estilete en el comercio, pero Trump parece más inclinado a usar una escopeta. Aun cuando algunos de los partidarios del presidente electo se sienten un poco nerviosos debido a su retórica de campaña, el ascenso inicial de China para alcanzar la prominencia de fabricación se produjo en industrias como la del calzado, la textil, de equipajes y el mobiliario: industrias que ya habían migrado de Estados Unidos (a Corea del Sur, Taiwán, Filipinas). Ninguna política comercial hará volver a esas industrias. Por ello, un arancel general de 45 por ciento a las mercancías chinas “probablemente no tendría mucho sentido”, señala Alan Tonelson, un experimentado halcón comercial que hizo un proyecto de investigación para el equipo de Trump durante la campaña.
Dicho arancel sería la torpe intervención contra la que advierten Pettis y otros. Se convertiría en todas las cosas malas contra las que advierten los economistas convencionales en el proteccionismo: perjudicaría a los estadounidenses más vulnerables y de menores ingresos, que gastan un mayor porcentaje de su presupuesto en ropa, zapatos y mobiliario que los consumidores más adinerados, sin hacer prácticamente nada para contribuir al empleo o al crecimiento de los salarios en Estados Unidos. Ello también desencadenaría un contraataque por parte de China y, en consecuencia, una guerra comercial que podría llevar al país a la ruina.
Los partidarios de Trump desestiman confiadamente la idea de que China respondería de la misma forma a cualquier movimiento para restringir sus exportaciones. Aunque el superávit comercial de Beijing constituye menos de 3 por ciento de su economía en general (una reducción con respecto al cerca de 10 por ciento en 2007) existen pocas posibilidades, señalan Tonelson y otros, de que Beijing se embarque en una guerra comercial total contra Washington.
Si Trump lo cree, los estadounidenses deberían preocuparse debido a que se trata de una grave malinterpretación del gobierno chino, y parece pasar por alto de manera voluntaria el concepto asiático más fundamental: la imagen. “La idea de que Beijing no tomará represalias y de que estas no serán severas es simplemente risible”, señala un diplomático estadounidense no autorizado para hablar públicamente sobre temas comerciales. “Para mantener el respeto [en su propio país], deberán responder”. Y si esto ocurre, la posibilidad de una guerra comercial absolutamente ruinosa (para ambas partes) sería muy real.
Por supuesto, Trump presume de ser el máximo negociante, y bien podría ser que esta retórica del “arancel de 45 por ciento” no sea más que su oferta inicial; que se reunirá con el presidente Xi Jinping, digamos, durante una cumbre de dos días en California, como lo hizo el presidente Obama en 2015, y que hallará una manera de relajar las tensiones en lo que es sin lugar a dudas una relación económica que empeora con el paso del tiempo. Pero ello requeriría una discusión y un conocimiento detallado no solo del sitio que ocupa China ahora, sino del rumbo que habrá de tomar. Para Trump, eso significa tomar una decisión muy importante: ¿basará su política en tratar de castigar a China por el daño económico muy real que ha hecho su comercio en Estados Unidos (según se destaca en un artículo titulado “The China Shock” (El shock de China) publicado por la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas)?
PERSIGUIENDO FANTASMAS: La oleada inicial de China hacia el dominio de la fabricación se produjo en industrias que ya habían salido de Estados Unidos, y ninguna política comercial las hará volver. FOTO: BOBBY YIP/REUTERS
¿O se centrará en el rumbo que Beijing ha dicho específicamente que habrá de tomar? Uno de los mitos que los halcones comerciales parecen creer acerca de China es que no es posible confiar en su gobierno; que no cumplirá con los acuerdos comerciales y que su verdadera estrategia económica es un secreto muy bien guardado. Desde su histórica apertura económica ocurrida en 1978, esto pocas veces ha sido así. Evidentemente, China utilizó inicialmente sus bajos costos de mano de obra para tener éxito en los mercados de exportación. Ocurre lo mismo con su deseo expresado recientemente de diversificar su economía, alejándola de la dependencia de las exportaciones. Actualmente, Beijing revela en forma transparente sus deseos.
Consideremos el documento “Made in China 2025”, publicado en 2015 por el Consejo Estatal, el principal organismo normativo de Beijing. Entre sus principales objetivos: fomentar la destreza de fabricación de China en todo el proceso de fabricación, no solo en la innovación. En el documento se establecen medidas claras y específicas para innovación, la calidad, la fabricación inteligente y la producción ecológica, con hitos identificados en 2013 y 2015, y metas para 2020 y 2025. “Es ahí donde se dirige China”, dice James McGregor, director ejecutivo para China continental con sede en Shanghai de APCO Worldwide, una empresa de consultoría. “Las conversaciones sobre el arancel de 45 por ciento deberían ser irrelevantes. Estados Unidos necesita averiguar cómo reaccionar ante el rumbo que está tomando China”.
Esto es mucho más complicado que simplemente aplicar un arancel general y cantar victoria. Trump y su equipo harían bien al reunirse con los directores de las multinacionales estadounidenses en China y escuchar cómo está cambiando el panorama para ellos (no está mejorando) y cómo podría responder el gobierno estadounidense. Por ejemplo, muchas empresas de fabricación de Estados Unidos han acordado llevar tecnología de la más alta calidad a China, aunque no necesariamente las joyas de la corona, con el objetivo de que se les permita invertir directamente en ese mercado. Independientemente de lo inteligente que esto pudo haber sido hace 10 o 20 años, actualmente parece cuestionable pensar que el objetivo de Beijing consiste en dominar prácticamente todas las fases de la fabricación en menos de una década. El plan Made in China 2025 puede ser interpretado como una estrategia “individualista” para Beijing; lo que está diciendo es: “Muchas gracias por todas sus inversiones directas realizadas en los últimos 20 años; estaremos bien de aquí en adelante. Y, por cierto, nos vamos a comer tu almuerzo”.
¿Qué podría hacer Estados Unidos en respuesta? Dan DiMicco, antiguo director ejecutivo de la acerera Nucor y que está a cargo de la transición de Trump en lo relacionado con la oficina del Representante de Comercio de Estados Unidos (y de quien muchas personas en el mundo de Trump piensan que debería ocupar el cargo él mismo), afirma que las multinacionales estadounidenses han temido enfurecer al gobierno chino porque han sido “comprensiblemente temerosas de las represalias”. Pero ahora, si China pretende perjudicar las inversiones hechas por los estadounidenses y echarlos del país tan pronto como puedan, “el conjunto de empresas de Fortune 500 necesita dejar que el gobierno estadounidense actúe en consecuencia: que analice de una manera muy escéptica cualquier inversión directa de China en Estados Unidos mediante una empresa propiedad del Estado. Hacer que la adquisición de empresas estadounidenses de alta tecnología esté prohibida, algo que el gobierno de Obama ya está haciendo. (En la primavera de 2015, según fuentes en Beijing y Washington, el gobierno dejó claro discretamente que el interés de una empresa china en Micron Technology, una empresa productora de microchips de Silicon Valley, no era bienvenido). En otras palabras, las empresas chinas intentan agresivamente establecerse en el extranjero (Beijing la denomina política de “salida”), y Estados Unidos debería hacer que ello resultara difícil si las empresas estadounidenses son tratadas injustamente en China.
Calibrar una respuesta eficaz debería preocupar a los guerreros comerciales del gobierno de Trump. Empresas estadounidenses, japonesas, alemanas y surcoreanas siguen siendo las que marcan el ritmo en cuanto a fabricación y servicios, y aunque el objetivo de China de superarlas a todas para 2025, es quizás demasiado optimista en cuanto al plazo, no debe ser descartado como una extravagante propaganda gubernamental. “Hablan completamente en serio”, dice McGregor de APCO. Asegurarse de que las empresas estadounidenses mantengan su ventaja competitiva debería ser el objetivo de la política comercial de Estados Unidos, y casi todo el mundo está de acuerdo en que esto no puede lograrse recogiéndose en un caparazón proteccionista.
Irónicamente, esa fue una de las razones por las que el presidente Obama presionó para lograr el Acuerdo Transpacífico. Independientemente de sus fallas, fue un acuerdo comercial ambicioso, negociado con los aliados de Estados Unidos y que excluyó a Beijing. Juntos, Trump y Clinton acabaron con dicho acuerdo durante la campaña al atacarlo. Ahora, Beijing ha hecho su jugada con su propia propuesta de libre comercio Asia-Pacífico, y no es de sorprender que países como Australia, Japón y Corea del Sur, todos los cuales deseaban el Acuerdo Transpacífico liderado por Estados Unidos, estén escuchando.
¿Un bloque comercial asiático dominado por China será mejor o peor para Estados Unidos de lo que hubiera sido el Acuerdo Transpacífico? ¿Es necesario preguntar?
Trump no se equivocó al hablar del libre comercio durante su campaña. Esto hizo eco en muchos votantes económicamente inseguros. El problema es que sus soluciones a los problemas comerciales de Estados Unidos son peores que los problemas que supuestamente habrán de arreglar. Pueden producir en ambos lados del Pacífico el mismo tipo de dolor que se sintió tras la crisis financiera de 2008. Ahora que ha terminado su campaña y que ha ganado la presidencia, Donald Trump necesita avivarse ahora en el aspecto comercial. La pregunta es, ¿puede hacerlo?
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek